miércoles, 13 de diciembre de 2017

EL REVISIONISMO HISTÓRICO EN DEBATE


Recopilación de algunas "idas y venidas" publicadas en los diarios de Buenos Aires a lo largo de más de una década


Discusión a través del tiempo
Página 12, 5 de noviembre de 2005

Por José Natanson


Siempre hubo en Argentina un interés por la historia, desde los records de venta de los libros de Félix Luna hasta el éxito de documentales de la primavera democrática como La república perdida. Sin embargo, es evidente que en los últimos tiempos, quizás como un efecto más de la crisis del 2001, ese interés se ha renovado y multiplicado al compás de dos debates superpuestos: uno antiguo, que separa la tradición revisionista de la liberal, y uno más nuevo y mediático, que enfrenta a los historiadores masivos con los académicos. Es en este particular contexto que se publica El revisionismo histórico argentino como visión decadentista de la historia nacional, donde se reúnen tres artículos de Tulio Halperin Donghi.
Considerado por muchos como el historiador nacional más destacado, Halperín Donghi aclara desde un comienzo su posición frente al revisionismo histórico, al que define como “esa corriente historiográfica cuyo vigor al parecer inagotable no ha de explicarse por la excelencia de sus contribuciones, en verdad modestísimas”. Para el profesor de la Universidad de California, el altísimo predicamento de esta tradición intelectual se encuentra no en la calidad de su producción teórica sino en su capacidad para fijar un punto, una positividad, a partir del cual –se argumenta– comenzó el proceso de decadencia nacional. El revisionismo toma sus esquemas básicos del nacionalismo de Maurras y de la derecha francesa y, situando su línea divisoria en la etapa pos-independencia, provee, sino una solución para la decadencia nacional, al menos una inspiración para solucionar los problemas actuales.
Con la edición de los tres artículos –El revisionismo histórico como visión decadentista de la historia nacional, Estudios sobre el pensamiento político de Rosas y Republicanismo clásico y discurso político rosista– en un solo volumen, Halperin Donghi se ubica claramente en el interminable debate sobre la historiografía revisionista. Lo curioso es que lo hace en un momento particular, en el que las revistas especializadas y algunos suplementos culturales reflejan una discusión cada vez más abierta entre los historiadores de pretensión masiva (muchos de ellos autorreivindicados como revisionistas) y aquellos de formación y espíritu académico.
Un par de ejemplos. El profesor Luis Alberto Romero no ha ahorrado críticas a los libros de Felipe Pigna, al que acusa de dividir la historia en buenos y malos, e incluso se burló de una comparación de Pigna, que definió a Mariano Moreno como el primer desaparecido de la Argentina. Inmune a las críticas, Pigna sigue multiplicando ediciones de Los mitos de la historia argentina, que ya se imprimió 14 veces. Halperin Donghi bendijo a Romero en un reportaje en Ñ y criticó a su rival. Se trata, en verdad, de dos campos bien diferentes: Pigna conduce un programa de televisión, escribe regularmente en los medios masivos y ha logrado que las editoriales se disputen sus libros; Romero es el titular de una de las principales cátedras de la carrera de historia y acaba de ganar la beca Guggenheim. Como se ve, cada campo tiene sus referentes, sus defensores y sus gratificaciones, y parece difícil que dialoguen entre sí.


Polémico instituto de revisión de la historia
Buscará rescatar lo "nacional y popular"

La Nación, 28 de noviembre 2011


El mundo académico argentino acaba de ingresar en una fuerte polémica sobre el nuevo relato histórico que se propone instaurar el kirchnerismo. Por medio del decreto 1880/2011, firmado por la Presidenta hace diez días, el Gobierno creó el Instituto Nacional de Revisionismo Histórico Argentino e Iberoamericano Manuel Dorrego, que se propone reescribir la historia argentina a través de algunos de los grandes personajes del pasado.
El instituto es dirigido por el ensayista Mario "Pacho" ODonnell, ex funcionario radical y ex embajador durante la presidencia de Carlos Menem, y, entre otras cosas, tendrá la intención de "profundizar el conocimiento de la vida y obra de los mayores exponentes del ideario nacional, popular, federalista e iberoamericano", tal como lo señalan los fundamentos del decreto presidencial. Se mencionan personajes a reestudiar, como San Martín, Güemes, Artigas, Chacho Peñaloza y Facundo Quiroga, entre muchos otros.
La medida de Cristina Kirchner provocó ya una fuerte polémica entre reconocidos historiadores, que cuestionan por lo menos tres puntos de la iniciativa. Advierten con preocupación que la tarea estará a cargo de divulgadores de la historia y no de científicos reconocidos en la materia. Señalan además que se ignora aún si el objetivo real no será incorporar estos nuevos relatos históricos en los programas de las escuelas secundarias. Y alertan, en consecuencia, sobre la posibilidad de que esta operación impulsada por la Casa Rosada tenga como meta la instauración de un "pensamiento único" del pasado.
El presidente del instituto les restó importancia a los cuestionamientos y dijo que no se pretende hacer "un texto que se estudie en los colegios". Entonces, ¿qué se busca, es una provocación? "Para nada -dijo O'Donnell, que participa en televisión de campañas publicitarias del Gobierno-. Esta es una corriente que trata acerca de una manera diferente de ver la historia." Explicó que la finalidad del instituto será promover, mediante becas, la investigación, el estudio y la difusión de "otra" historia. "Es una manera distinta de ver la historia, porque los hechos existen, están en el rango de lo objetivo, y después viene la interpretación de las circunstancias. El llamado revisionismo histórico está muy cerca del peronismo. Hay dos movimientos que anticipan al peronismo: el revisionismo histórico y Forja; las grandes figuras, los antecesores, son Saldías, Ibarguren y, ya más cerca, Jauretche, Rosa, Abelardo Ramos..."

Antiliberal

O'Donnell no niega que el actual revisionismo pueda ser concebido como una contracara del liberalismo: "Es verdad que la palabra revisionismo parece definir lo contrario de lo liberal; por eso, yo le hubiera puesto el título de Instituto de Historia Nacional, Popular y Federalista".
LA NACION quiso saber por qué historiadores de la talla de Tulio Halperín Donghi o Norberto Galasso no fueron convocados. "A Galasso lo invitamos, pero él tiene un costado más marxista y no aceptó. En cuanto a Tulio, representa todo aquello con lo que nosotros disentimos", dijo O'Donnell. En su opinión, la historia de Mitre no será cuestionada. "Yo soy un revisionista que nunca ha hecho antimitrismo. Hay una interpretación malévola, porque se piensa que este instituto ha sido legitimado para servir y venerar a Néstor [Kirchner]. Y no es así. Por otra parte, no se puede ocultar que Cristina Kirchner sabe mucho de historia y su orientación es revisionista", dijo.
Sorpresa y estupor fue lo que causó entre la mayoría de los historiadores la creación del instituto. También hubo un cierto regodeo entre aquellos peronistas atávicos y jauretchistas, ávidos de más liturgia.
"Estoy de acuerdo en que todavía falta una visión más objetiva de nuestra historia, pero leyendo los considerandos y contenidos del decreto, todo indica que se perderá, una vez más, por unos y por otros, la oportunidad de buscar la verdad de nuestra historia", dijo Juan José Llach, ex ministro de Educación y ex viceministro de Economía.
En términos similares se expresó desde Ginebra la historiadora María Sáenz Quesada: "Estoy alejada de las andanzas de nuestros neorrevisionistas y escritores puestos a historiadores. Pero la creación del instituto por decreto, en coincidencia con la conmemoración del Combate de la Vuelta de Obligado, tiene más relación con la política que con la historia, como se ve claramente por la denominación elegida, los objetivos propuestos y la composición de sus integrantes". Para Sáenz Quesada, "en el nuevo Instituto prevalece la antinomia historia popular versus historia elitista, y una idea del revisionismo que viene de los autores que, a partir de 1930, imaginaron la «patria grande» si Rosas no hubiera sido derrotado en Caseros por otros caudillos con una visión distinta del federalismo, como era el caso de Urquiza".
El historiador Luis Alberto Romero también fue muy crítico respecto de la creación del instituto. "El Estado asume como doctrina oficial la versión revisionista del pasado. Descalifica a los historiadores formados en sus universidades y encomienda el esclarecimiento de la «verdad histórica» a un grupo de personas carentes de calificaciones. El instituto deberá inculcar esa «verdad» con métodos que recuerdan a las prácticas totalitarias. Palabras, quizá, pero luego vienen los hechos", expresó Romero.
También la ensayista Beatriz Sarlo puso en duda el verdadero objetivo del nuevo instituto (ver aparte).
Los historiadores Mirta Zaida Lobato, Hilda Sábato y Juan Suriano emitieron, por su parte, un comunicado con duros párrafos hacia los intentos oficiales de redefinir la historia. "El decreto pone al desnudo un absoluto desconocimiento y una desvalorización prejuiciosa de la amplia producción historiográfica que se realiza en el marco de las instituciones científicas del país -universidades y organismos dependientes de Conicet, entre otras- donde trabajan cientos de investigadores en historia, siguiendo las pautas que impone esa disciplina científica pero a la vez respondiendo a perspectivas teóricas y metodológicas diversas", señalaron los tres historiadores.

La metodología

Además, objetaron la metodología: "El enfoque maniqueo que el instituto adopta no admite la duda y la interrogación, que constituyen las bases para construir, sí, saber científico". Para Sábato, Suriano y Lobato, "a través de esta medida, el Gobierno revela su voluntad de imponer una forma de hacer historia que responda a una sola perspectiva; se desconoce así no solamente cómo funciona esta disciplina científica, sino también un principio crucial para una sociedad democrática: la vigencia de una pluralidad de interpretaciones sobre su pasado". A su vez, advirtieron que "se avanza hacia la imposición del pensamiento único, una verdadera historia oficial".
O'Donnell lo niega. "La historia oficial nace de ese personaje maravilloso que es Mitre. Alberdi puede ser considerado un precursor del revisionismo por la oposición que tenía con Mitre y Sarmiento, que fue el ideólogo del proyecto oligárquico porteño, cuyas consecuencias hoy sufrimos".
Eduardo Sacheri, novelista y profesor de historia, tiene su propia visión como docente. "En las últimas décadas en las universidades argentinas se ha trabajado mucho en historia, con criterio científico, y se ha tendido a superar los énfasis polémicos. Y me parece que no es una buena hipótesis de investigación partir de categorías como la defensa del ideario nacional y popular ante el embate liberal y extranjerizante, como dice el decreto, ni aludir a próceres".

EN VOZ ALTA

"Este instituto es una corriente que trata acerca de una manera diferente de ver la historia. No se pretende hacer textos para los colegios" MARIO "PACHO" ODONNELL, Presidente del Instituto Revisionista
"El instituto, en coincidencia con la conmemoración de la Vuelta de Obligado, tiene más relación con la política que con la historia " MARÍA SÁENZ QUESADA, Historiadora
"El Estado asume como doctrina oficial la versión revisionista del pasado y descalifica a los historiadores formados" LUIS ALBERTO ROMERO, Historiador
"No es bueno partir de categorías como la defensa del ideario nacional y popular ante el embate liberal y extranjerizante" EDUARDO SACHERI, Historiador y novelista



Lo que hay que revisar en serio es el revisionismo
Luis Alberto Romero

Clarín, 15 de febrero de 2012


El revisionismo, convertido en un conjunto de muletillas y consignas, es hoy la verdadera “historia oficial” y alimenta lo peor y más enfermo de la cultura política argentina.


El Revisionismo histórico insiste, una y otra vez, con que hay que revisar la “historia oficial”. Pero en realidad, lo más urgente es revisar al propio Revisionismo . En sus orígenes, en los años treinta o cuarenta, supo ser una corriente innovadora, creativa y desafiante. Hoy queda poco más que un conjunto de muletillas y consignas, anquilosadas y repetidas hasta el hartazgo por mercenarios del pasado . Hay que revisarlo, y urgentemente. No por razones científicas, pues se puede ignorar esta literatura menor y pasquinesca. Son razones políticas, y serias: el revisionismo, convertido en la verdadera “historia oficial”, alimenta lo peor y más enfermo de la cultura política argentina.
Los revisionistas declaman contra una versión del pasado que ya no existe; sólo queda la parodia que ellos hacen. Los textos escolares no llaman a Rosas tirano ni a los caudillos bárbaros. Rivadavia, Urquiza, Mitre, Sarmiento o Roca son considerados con sus méritos y deméritos. Nadie defiende en la escuela una versión maniquea del pasado, salvo la del nuevo maniqueísmo revisionista, que hoy las autoridades educativas llevan a las aulas, el Estado difunde a través de sus canales televisivos y el Instituto Dorrego investigará. Esa es hoy la única “historia oficial”.
Los revisionistas afirman que mostrarán la “historia verdadera”, oculta con intenciones inconfesables.
¿Existe una historia verdadera? Cualquiera que lea los diarios sabe que de cada suceso no hay dos versiones sino varias. Y si se pretende ir más allá del suceso estricto y reconstruir un proceso histórico largo y complejo, las explicaciones serán muchas, convergentes y divergentes, cada una con algo que aportar. En cuanto a “lo verdadero” que anuncian, hay mucho “pescado podrido”: suelen limitarse a difamaciones panfletarias y a trivialidades conocidas, tomadas del Billiken.
Nos dicen que la historia fue siempre escrita por los “vencedores” y que ellos contarán la historia de los “vencidos”. Aquí hay algo de miga: los relatos históricos se relacionan con percepciones e intereses de distintos actores sociales y políticos. El gobierno actual construye un relato, que deberíamos catalogar como “de los vencedores” -al menos, se han impuesto en tres elecciones presidenciales-, pero que sin duda ellos preferirán ubicar entre los de los “vencidos”.
Es cierto que hay combates por la historia. Pero son muchos y no uno, único y eterno . Sólo un vigoroso maniqueísmo puede reducir los procesos históricos, largos y complejos, a una sola batalla. Los vencedores de hoy serán con seguridad los vencidos de mañana, o los aliados y compañeros de los nuevos vencedores. El conflicto entre Saavedra y Moreno no tiene nada que ver con los actuales. En cuanto a Rosas, si viviera hoy es probable que fuera muy prudente con las Malvinas, aunque seguramente daría interesantes consejos sobre reelecciones. Pero la mejor lección sobre lo cambiante de los alineamientos está en el día después de Caseros, cuando los rosistas acérrimos descubrieron que habían vivido bajo una tiranía.
En el fondo, existe en el revisionismo una idea que remonta al romanticismo del siglo XIX y es hoy familiarmente conocida como nac and pop. Hay una confrontación eterna entre dos protagonistas: el pueblo y sus opresores.
El pueblo, que es también la nación, porta una esencia eterna e inalterable. Un alma popular -también llamada “ser nacional”- unifica las montoneras federales, el pueblo peronista de 1945 y los actuales movimientos sociales de pobres. Hay muchas maneras de construir estas líneas, pero siempre aluden a un mismo sujeto, popular y nacional.
Su unidad es fortalecida por su enemigo.
Como el Demonio, tiene muchas apariencias pero es uno, eterno e inmutable. Se trata de los poderosos, la anti patria, el imperialismo.
A la Presidenta le gusta trazar esas líneas. Por ejemplo, entre los vencedores de Caseros y sus propios enemigos. Alguien dirá que los de hoy no son exactamente los mismos que los de hace un año, pero en la concepción nac and pop, que es conspiracionista y paranoica, esto es un detalle menor. Se trata de “el” enemigo, siempre conspirando contra el pueblo y contra la Nación.
No tomemos estas cuestiones con liviandad. Es cierto que no resisten ni a la lógica ni a los hechos. Pero tienen algo que toca directamente a los sentimientos y a las pasiones.
El mismo conspiracionismo que alimenta los folletines y telenovelas tiene éxito en los relatos históricos.
El problema está precisamente en su popularidad. El revisionismo histórico ha construido una versión de la historia argentina fantasiosa pero bien vendida. Ha arraigado en el sentido común, y forma parte de lo que la mayoría cree natural y evidente. Suministra las palabras y las imágenes que acuden automáticamente, antes de reflexionar.
Esa es hoy la verdadera historia oficial.
Si se rasca con la uña a cualquiera de sus adeptos, brotan inmediatamente los eslóganes y consignas del populismo nacionalista, con sus héroes y sus villanos. Si se frota más enérgicamente, como Aladino con su lámpara, aparece el “enano nacionalista”. Y si se lo convoca a la Plaza para defender una guerra absurda, allí está. ¿Cómo no se ha movilizar el pueblo en contra del enemigo de la Nación? El 2 de abril de 2012 se cumplen treinta años de una de sus manifestaciones más espectaculares. Es hora de que revisemos críticamente la historia oficial revisionista.



Malentender la historia: por qué revisionismo no es kirchnerismo
Por Pacho O'Donnell

Infobae, 2 de diciembre de 2017


Está claro que el revisionismo dio un paso adelante durante el anterior gobierno, pero su tarea de luchar contra un pensamiento único de la historia va mucho más allá que un momento político


Mi buen amigo Daniel Balmaceda, en una entrevista que le hicieran en este medio, se refirió al revisionismo en términos que merecen ser corregidos. Lo que allí da a entender es que los revisionistas nos erigimos en jueces de la historia. Sería correcto si no le faltase una palabra.
Porque la historia nacional, popular, federal e iberoamericana, como a mí me gusta llamar al revisionismo, se funda en la crítica a la historia liberal. La que fue escrita al fin de las guerras civiles del siglo XIX y que apuntaba a dar un basamento ideológico a la organización liberal, centralista, antipopular, extranjerizante que se instituyó en nuestro país y que perdura hasta nuestros días. Historiografía que ancló en nuestra cultura como un pensamiento único que no dejó espacio ni oportunidad para un debate que estableciera los puntos en común con otras versiones historicistas y también tolerara las disidencias inevitables en una confrontación de ideologías y proyectos políticos diferentes, ya que la objetividad en las ciencias sociales es una utopía a veces malintencionada.
La marginación de los grandes pensadores revisionistas como Adolfo Saldías, Arturo Jauretche, Jorge Abelardo Ramos, Raúl Scalabrini Ortiz, Fermín Chávez, Juan José Hernández Arregui, Rodolfo Ortega Peña y otros es una prueba de dicha intolerancia. También lo es la clausura del Instituto Dorrego durante el actual Gobierno.
Tampoco el revisionismo se basa en criticar a los próceres. Muy lejos de ello, nuestra propuesta es reivindicar a aquellos hechos y personajes a los que la historia oficial, liberal, ha oscurecido deliberadamente. Como fue el caso de la epopeya de la Vuelta de Obligado, primer combate de la victoriosa Guerra del Paraná.
Otro destacado historiador, particularmente enconado con el revisionismo, Luis Alberto Romero, demuestra en cambio conocer al adversario, pues lo acusa de ocuparse de "promesas de grandeza nacional no cumplidas, realizaciones populares frustradas, enemigos internos al servicio de intereses extranjeros y antipopulares que le dan su carácter traumático". Efectivamente, de eso nos ocupamos, pero lo curioso es que Romero lo expone denostadoramente.
Es claro que lo que enoja a Romero, cuyo nivel académico valoro, aunque cuestiono su autoadjudicada representatividad de los escritores de oficio, es el éxito del revisionismo en ganar la conciencia y el favor de la mayoría de la población. Entonces echa mano a un recurso que la política ha puesto de moda: identificar revisionismo con kirchnerismo.
Está claro que el revisionismo dio un paso adelante durante el anterior gobierno, como sucedió en todos los gobiernos peronistas. También en el de Juan Domingo Perón, aunque algunos lo discutan, pero eso es tema para otro artículo. Fueron peronistas la mayoría de sus pioneros o pertenecieron a la izquierda nacional que caminó a la par. Es muy difícil imaginar a un peronista que no sea revisionista, como también a un revisionista que no pertenezca al peronismo o a sus aliados progresistas.
Romero opina en espejo, pues se propone una épica para "desarmar una visión hegemónica" cuando es claro que eso es lo que ha sido y sigue siendo la historiografía liberal, dueña de monumentos, feriados nacionales, marchas patrióticas, denominación de avenidas, calles y parques; también programas escolares y universitarios, cátedras, academias, subsidios, becas, hasta formar a lo largo de los años lo que Nicolás Shumway denominó "la invención de la Argentina", una construcción cultural impregnada de intencionalidad ideológica.
Agradezco el alarmado artículo de Romero, pues tiene más claro que nosotros que la batalla cultural que el revisionismo ha librado y seguirá librando en clara inferioridad de condiciones contra el liberalismo histórico ha logrado resultados positivos.


El revisionismo histórico en cuestión
Gonzalo Rubio García

Infobae, 12 de diciembre de 2017


A lo largo del siglo XX la corriente historiográfica denominada revisionismo histórico ha suscitado distintos debates sobre su idiosincrasia, que, en la mayoría de los casos, ha tendido a confundir las características que dicho fenómeno representaba. De cualquier forma, respecto a la revisión de la historia cabe aclarar que la labor del historiador implica una reevaluación constante de los postulados vigentes sobre diversos temas históricos, noción que implica la natural crítica de las construcciones del pasado formuladas por distintos intelectuales.
El recientemente artículo publicado por Pacho O'Donnell en este medio es muestra de las equivocadas ideas sobre el revisionismo que se pregonan. Al respecto, es necesario establecer algunos puntos importantes.

En primer lugar, el escritor marginó a aquellos autores que no le son útiles para caracterizar al revisionismo como "popular, federal e iberoamericano". Probablemente, los hermanos Julio y Rodolfo Irazusta, y Ernesto Palacio hayan sido los autores más importantes que tuvo esa escuela historiográfica. Sin embargo, no hizo ninguna mención a sus figuras. Por el contrario, nombró a Adolfo Saldías, autor que escribió sus obras a finales del siglo XIX, siendo el revisionismo histórico un fenómeno nacido una vez entrado el siglo XX. Vale aclarar, además, que Saldías dedicó su obra a Bartolomé Mitre, a quien consideraba su maestro.

En segundo lugar, no todos los peronistas fueron revisionistas. Juan D. Perón trató de no inmiscuirse en las "discusiones teóricas", que consideraba una distracción de los ideólogos. Como ha afirmado Arturo Peña Lillo, el ex Presidente abrevaba la historia en la monumental obra de Mitre. De hecho, el peronismo estableció ciertas divisiones entre los revisionistas: Julio Irazusta se presentó como una acérrimo antiperonista que se encontró en la vereda opuesta a Raúl Scalabrini Ortiz, quien había sido un cercano amigo suyo en "esos años anteriores al diluvio".

¿Cómo debemos entender, entonces, al revisionismo histórico? En principio, podemos situar su nacimiento en torno a la década de 1930, momento en que muchos intelectuales argentinos revaluaron sus posiciones políticas frente a la crisis económica de 1929. Distintos escritores, como los hermanos Irazusta, buscaron explicar mediante la historia las causas que habían llevado a lo que, según consideraban, era la decadencia de la sociedad argentina. Bajo esa lógica, el análisis del pasado se transformaba en una herramienta para lograr un cambio en la mentalidad del presente y en un proceso de reivindicación política. Desde ese momento, las consideraciones sobre el revisionismo fueron mutando, pues la década de 1930 se caracterizó por los cambios de posturas entre los intelectuales y la modificación constante en los bandos que se adjudicaban los enfrentamientos.

También se ha tratado de identificar al revisionismo con la mera reivindicación de la figura de Juan Manuel de Rosas. Sin embargo, muchos autores que se consideraron revisionistas, como Raúl Scalabrini Ortiz, mostraron una imagen ambivalente sobre el gobernador de Buenos Aires. Dicho ejemplo ilustra las diferentes vertientes que tuvo el revisionismo, no siempre esquemáticas y, al menos hasta la década de 1960, rápidamente modificables. Parece, entonces, loable considerar al revisionismo como un fenómeno amplio que evita categorizaciones esquemáticas como las planteadas por Pacho. Pero un punto es evidente: el revisionismo mostraba discursos sobre el pasado igual de parciales como los que buscaba refutar.

Al momento que llegó el revisionismo, había muchos autores que no compartían la visión de la historia divulgada por Mitre. Esa característica se hizo más profunda con el correr de los años. Pacho se esmera en dividir la historia bajo dos categorías: liberal y nacional popular. Sin embargo, dicho esquema no sólo margina a muchísimos historiadores que poco tienen que ver con esas dos tendencias políticas, sino que se transforma en una inexacta construcción ideológica que sólo sirve para oscurecer un fenómeno complejo.

La idea de Pacho es "reivindicar a aquellos hechos y personajes a los que la historia oficial, liberal, ha oscurecido deliberadamente". Sin embargo, dicha postura se presenta igual de tendenciosa que aquella que se propone refutar. Los historiadores deben presentar sus interpretaciones del pasado, construcciones inevitablemente subjetivas, sin aires de revanchismo político, pues la disciplina, entonces, correría el riesgo de transformarse en un campo de batalla partidario en el que la búsqueda por elaborar un relato fidedigno podría ser condicionada según las necesidades políticas del presente.


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lunes, 7 de agosto de 2017

El oficio del historiador y el archivo. Entrevista a Lila Caimari


Por Osvaldo Aguirre
Revista Ñ
Buenos Aires, 18 de julio de 2017
https://www.clarin.com/revista-enie/ideas/temporada-archivos_0_SJYUDbhB-.html

Según la práctica tradicional, el historiador va al archivo en busca de sus fuentes. Pasa tanto tiempo en la consulta que puede sentirse como en su casa. La rutina, sin embargo, no es la misma con la digitalización de fondos documentales. Al modificar la escena típica de la investigación y allanar el acceso a múltiples repositorios, dice Lila Caimari, el desarrollo tecnológico produce un conjunto de efectos que alcanzan al núcleo del trabajo. El nuevo horizonte de posibilidades permite redescubrir antiguas experiencias y en particular la tarea artesanal que identificó no sin equívocos al oficio, como sostiene la historiadora Lila Caimari en La vida en el archivo (Siglo XXI), su libro reciente.
La negligencia en las políticas de mantenimiento y acceso es una situación que los investigadores padecen, y sobrellevan también con humor, como una historiadora que cita Caimari, según la cual en el trasfondo de las hemerotecas porteñas rige Hefaístos, el dios deforme de los griegos que premia o bien castiga a quienes lo consultan según designios insondables. “No quería un libro enojado, ni la voz de una historiadora quejosa porque el archivo no es como ella quiere. Trato más bien de mostrar cómo funciona ese mundo y sus problemas”, advierte Caimari.

–La vida en el archivo está escrito en un registro muy diferente a sus otros libros. ¿La idea fue contar el detrás de escena de la investigación histórica?

–Había un deseo de hablar y de ensayar maneras de escribir y de decir una práctica y un oficio que es muy intenso y muy rico y que está lleno de vicisitudes. Tengo la sensación de que ese oficio queda muy oculto detrás de la prosa final de los textos de historia. Valía la pena sacarlo a la luz. No es un libro que tenga grandes hipótesis ni que salga a discutir con ideas de historia sino que trata de acompañar una práctica. Doy talleres de tesis desde hace tiempo y son ámbitos muy creativos, donde hay mucho ensayo y error, caminos que se toman y después se desechan, mucho laboratorio de la historia, y me parecía interesante darle un lugar. También hablar sobre cómo es este trabajo, y encontrar maneras de comunicarlo a gente que no está en él, es decir, alejarme un poco y mirarlo con ojos extrañados, desnaturalizarlo. En ese proceso traté de contarles a otros por qué es interesante, por qué es lo contrario de un trabajo gris y rutinario donde solo cuenta la suerte de encontrar algo, cómo se piense. No es un libro exclusivamente sobre los archivos: lo que hice fue elegir la estación del archivo para mirar los procesos y microprocesos de la investigación.

–Uno de los textos está escrito como un diario personal. ¿Lleva registros de sus investigaciones?

–Llevo cuadernos de bitácora donde anoto ideas. Ese diario es un texto muy construido, semificcional pero totalmente verosímil en el sentido de que se apoya en interacciones y conversaciones que he tenido en muchos años de trabajar en la hemeroteca de la Biblioteca Nacional. Traté de recrear el clima, esa rutina con sus momentos de maravilla, sus momentos de frustración, sus pequeñas conspiraciones y complicidades, reconstruir ese lazo un poco tácito que nos une a los que estamos allí, cada uno muy ensimismado en lo que está buscando, y contar qué tipo de hallazgos se pueden hacer, la cantidad de líneas de investigación que se abren, la riqueza enorme de ese mundo de las publicaciones periódicas.

–También hay memoria personal desde sus tiempos de estudiante, cuando llevaba un cuaderno con anotaciones sobre periodismo policial. Parece una línea persistente en su trabajo.

–Siempre me interesó el periodismo policial. Todos los que hacemos investigaciones tenemos cuadernitos donde hay centenares de caminos no tomados, pequeños elementos que nos producen curiosidad o intriga y uno tiene que desechar porque busca otra cosa. El archivo de publicaciones periódicas es el lugar de todas las tentaciones, y a veces –ese es otro punto que me interesaba– el desvío es lo mejor que puede ocurrir. Encontrar lo que uno no busca, ver desmentidas las intuiciones o en versiones que no son las esperadas, es una manera de ser sensible a lo que el archivo nos dice. Me interesaba mostrar instancias en las que la red de pescar es lo más amplia posible, y permite rescatar cosas distintas, imprevistas. Uno tarda en encontrar el lugar donde se quiere parar en relación a los temas y por eso quería mostrar experiencias de archivo porosas, y diversas, como esos cuadernitos escritos al costado de las investigaciones.

–¿Cuáles son los riesgos de caer en las tentaciones del archivo?

–Los historiadores vamos al archivo soñando con encontrar el fondo de Alí Babá que nos va a dar todos los materiales más ricos y frondosos con los que después trabajar. Pero a veces es tan intenso que toma por asalto la investigación. Y lo que nosotros hacemos no es reproducir archivos, ni curaduría de documentos. Lo que hacemos es usar los documentos más elocuentes o más expresivos dentro de lo que encontramos para decir lo que queremos decir. En parte es un ejercicio de ventriloquismo porque usamos voces de otros para decir las ideas que tenemos sobre un período o un problema en particular. A veces esas voces cambian o corrigen nuestra idea inicial, hay un equilibrio entre ser sensibles a lo que nos dice el archivo y mantener las riendas de la voz y el camino propio. Algunos tipos de archivo, sobre todo los más narrativos, son tan ricos cualitativamente que fascinan y nos dejan un poco afuera en la medida en que es difícil intervenir. Tenemos que hacer un trabajo de ensamblaje, en el cual la cadena del razonamiento y del argumento se entrelaza con esos ejemplos del pasado. Si eso no está bien controlado transformamos al texto en una sucesión de citas. La cuestión es seleccionar bien, y a veces es muy difícil porque uno está muy apegado a lo que recogió y nos parece que todo es indispensable. En general nos quedamos con pocas piezas, las que insertamos en un argumento mayor. Pero ese archivo descartado no está ausente: acompaña, late bajo el texto, porque nos ha convencido de muchas cosas.

–¿Qué cambios produce la disponibilidad actual de los documentos en el trabajo cotidiano del historiador?

–Los historiadores de mi generación, como los de tantas generaciones previas, fuimos formados sobre la idea de la economía de escasez documental y estamos presenciando una transición vertiginosa hacia una economía de superabundancia. De ninguna manera la digitalización viene a remediar los enormes problemas de los archivos que tenemos, pero permite sortear muchas barreras para llegar a materiales que antes eran de acceso muy difícil. Eso cambia radicalmente nuestra concepción de lo que hacemos y efectivamente ha devaluado un valor antes muy importante, que eran lo que llamo las astucias del acceso. Y esa es una muy buena noticia. El acceso más democrático, más sencillo, desdibuja la figura del investigador héroe, o del investigador detective, y pone más valor en las maneras en que tratamos esos materiales, qué hacemos con ellos. El diseño, la manera en que articulamos las piezas y aprendemos a desplazar archivos de una sede a otra, es un valor cada vez más importante. Este momento también trae sus peligros, porque entramos en un territorio en el cual se pueden hacer todo tipo de movimientos y tenemos menos conciencia de las especificidades de los archivos. Todo está en nuestra pantalla, todo es igualmente accesible y entonces hay un riesgo nuevo, la despreocupación por los contextos de origen.

–¿Cuáles son las nuevas preguntas del oficio?

–La pregunta sobre qué destreza requiere hacer el trabajo del historiador está siempre, y la respuesta se está modificando. Es un momento incierto pero también muy excitante porque abre la puerta a una cantidad de operaciones muy creativas. La pregunta sería qué hacemos con las viejas destrezas del oficio. ¿Importa seguir yendo al archivo o es una cuestión de nostálgicos conservadores? Hay un discurso sobre la relación sensual con los materiales, sobre la importancia de leer en papel, de tocar, sobre el valor de la conexión con el pasado a través de la relación táctil con el objeto. En algunos casos es así, y es importante mantener algún tipo de contacto con el archivo físico. No me parece que el acceso ingenuo y acrítico a este nuevo mundo feliz de los archivos digitales sea tampoco la manera. En todo caso, nos debemos una reflexión y un aprendizaje de cómo relacionarnos con estas posibilidades, preguntarnos qué es hoy un archivo aceptable para una investigación. Depende de los temas. A veces no es necesario un festival de fuentes cruzadas sino lecturas más densas de corpus acotados, la destreza del trabajo intenso sobre pocas fuentes. Finalmente lo que importa son las preguntas que le hacemos al archivo, y lo que armamos con lo que nos dice.

–El archivo puede revelar datos a deshora o en el momento oportuno. ¿Tiene su propio tiempo?

–Es un tiempo sincopado. Uno puede adquirir ciertos instintos, saber por dónde buscar, y hay gente que los tiene y además es apasionada de la investigación de archivo. Yo no lo soy ni más ni menos que otros, lo que me interesa es escribir sobre el asunto, hablar de esa práctica. A veces surge la pieza que hace cambiar de dirección pero al cabo de un tiempo uno ya conoce ese universo paralelo como para saber que difícilmente encuentre piezas que pongan todo en cuestión. Ahí el rendimiento decreciente del archivo empieza a hacerse evidente, uno va para encontrar mejores ejemplos de lo que ya sabe, partículas que confirman y vuelven a confirmar la idea que se tiene. Ahí algunos decidimos que ya está y otros siguen yendo y yendo, hay algo adictivo en algunos casos. No me atrae el culto ni el fetiche. Tengo una relación intensa pero vital con el archivo. No me interesa un acomodamiento pasivo sino las operaciones que ese mundo ofrece y todo lo que uno puede hacer con él.

La obligación histórica de hablar siempre del pasado

La publicación de Apenas un delincuente, el libro de Lila Caimari sobre la historia del castigo en la Argentina, fue un poderoso impulso para el desarrollo de un nuevo campo de estudios, el de la cuestión criminal. Un espacio de producción sostenida al que pronto se agregará Historia de la cuestión criminal en América Latina, compilación de Caimari y Máximo Sozzo que reúne artículos de investigadores de Argentina, Brasil, Chile y México. “A partir de la pregunta por el delito uno puede armar reconstrucciones sobre muchísimas dimensiones del pasado. Este campo puede hablar de cuestiones de género, de clase, de raza, de formación del Estado, de élites técnicas estatales, depende cómo uno entre y cómo mire puede ir en direcciones muy distintas. Es una de las razones por las cuales no se ha quedado en un nicho específico”, dice la historiadora.

–¿Cómo se articulan esos estudios con la demanda social de explicaciones sobre el delito y sus causas?

–No hay un diálogo suficientemente fluido. El campo todavía no ha producido obras de síntesis capaces de hablar con los que no son especialistas. Nos debemos trabajos dirigidos a la opinión pública, que nos permitan dialogar con los que trabajan sobre el presente y sobre el pasado reciente, con los sociólogos y los antropólogos. El pasado es muy largo, pero vamos avanzando. Este es uno de los pocos campos de la historia a los que se les exige que hable sobre el presente. Nosotros producimos saber sobre el pasado y a la vez en perspectiva histórica sobre cuestiones que importan en el presente. En ese sentido es un campo distinto a otros de la historia: a la gente que trabaja historia política del siglo XIX nadie le pide que lo relacione con lo que pasó la semana pasada. A nosotros nos piden eso todo el tiempo y son saltos difíciles de hacer. Hay otro problema: se nos pide que proveamos los antecedentes de lo que pasa hoy, ir hacia atrás y mostrar una línea recta que conduce hasta el presente. Y la historia no hace eso. La idea de causalidad de los historiadores es compleja y en ese sentido nuestras respuestas son frustrantes, y no hay mucho tiempo para considerarlas. Esa obra de síntesis va a ser producto de una maduración.

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miércoles, 8 de febrero de 2017

Tzvetan Todorov (1939-2017). Su visita a Argentina.

Ha muerto el pensador búlgaro. Filósofo, lingüista, historiador que se destacó por sus estudios sobre el lenguaje, las artes y la sociedad.
Entre sus numerosas obras se encuentra "La conquista de América, la cuestión del otro" (1982), de gran relevancia en nuestra región.
Visitó Argentina y publicó sus reflexiones acerca de la memoria y la historia. Aquí se presenta el artículo que diera a conocer al respecto.


Un viaje a Argentina


Una sociedad necesita conocer la Historia, no solo tener memoria. En el caso argentino, un terrorismo revolucionario precedió al terrorismo de Estado de los militares, y no se puede comprender el uno sin el otro

Publicado en El País, Madrid, 7 de diciembre de 2010

En noviembre de 2010, fui por primera vez a Buenos Aires, donde permanecí una semana. Mis impresiones del país son forzosamente superficiales. Aun así, voy a arriesgarme a transcribirlas aquí, pues sé que, a veces, al contemplar un paisaje desde lejos, divisamos cosas que a los habitantes del lugar se les escapan: es el privilegio efímero del visitante extranjero.

He escrito en varias ocasiones sobre las cuestiones que suscita la memoria de acontecimientos públicos traumatizantes: II Guerra Mundial, regímenes totalitarios, campos de concentración... Esta es sin duda la razón por la que me invitaron a visitar varios lugares vinculados a la historia reciente de Argentina. Así pues, estuve en la ESMA (Escuela Mecánica de la Armada), un cuartel que, durante los años de la última dictadura militar (1976-1983), fue transformado en centro de detención y tortura. Alrededor de 5.000 personas pasaron por este lugar, el más importante en su género, pero no el único: el número total de víctimas no se conoce con precisión, pero se estima en unas 30.000. También fui al Parque de la Memoria, a orillas del Río de la Plata, donde se ha erigido una larga estela destinada a portar los nombres de todas las víctimas de la represión (unas 10.000, por ahora). La estela representa una enorme herida que nunca se cierra.

El término "terrorismo de Estado", empleado para designar el proceso que conmemoran estos lugares, es muy apropiado. Las personas detenidas eran maltratadas en ausencia de todo marco legal. Primero, las sometían a unas torturas destinadas a arrancarles informaciones que permitieran otros arrestos. A los detenidos, les colocaban un capuchón en la cabeza para impedirles ver y oír; o, por el contrario, los mantenían en una sala con una luz cegadora y una música ensordecedora. Luego, eran ejecutados sin juicio: a menudo narcotizados y arrojados al río desde un helicóptero; así es como se convertían en "desaparecidos". Un crimen específico de la dictadura argentina fue el robo de niños: las mujeres embarazadas detenidas eran custodiadas hasta que nacían sus hijos; luego, sufrían la misma suerte que el resto de los presos. En cuanto a los niños, eran entregados en adopción a las familias de los militares o a las de sus amigos. El drama de estos niños, hoy adultos, cuyos padres adoptivos son indirectamente responsables de la muerte de sus padres biológicos, es particularmente conmovedor.

En el Catálogo institucional del parque de la Memoria, publicado hace algunos meses, se puede leer: "Indudablemente, hoy la Argentina es un país ejemplar en relación con la búsqueda de la Memoria, Verdad y Justicia". Pese a la emoción experimentada ante las huellas de la violencia pasada, no consigo suscribir esta afirmación.

En ninguno de los dos lugares que visité vi el menor signo que remitiese al contexto en el cual, en 1976, se instauró la dictadura, ni a lo que la precedió y la siguió. Ahora bien, como todos sabemos, el periodo 1973-1976 fue el de las tensiones extremas que condujeron al país al borde de la guerra civil. Los Montoneros y otros grupos de extrema izquierda organizaban asesinatos de personalidades políticas y militares, que a veces incluían a toda su familia, tomaban rehenes con el fin de obtener un rescate, volaban edificios públicos y atracaban bancos. Tras la instauración de la dictadura, obedeciendo a sus dirigentes, a menudo refugiados en el extranjero, esos mismos grupúsculos pasaron a la clandestinidad y continuaron la lucha armada. Tampoco se puede silenciar la ideología que inspiraba a esta guerrilla de extrema izquierda y al régimen que tanto anhelaba.

Como fue vencida y eliminada, no se pueden calibrar las consecuencias que hubiera tenido su victoria. Pero, a título de comparación, podemos recordar que, más o menos en el mismo momento (entre 1975 y 1979), una guerrilla de extrema izquierda se hizo con el poder en Camboya. El genocidio que desencadenó causó la muerte de alrededor de un millón y medio de personas, el 25% de la población del país. Las víctimas de la represión del terrorismo de Estado en Argentina, demasiado numerosas, representan el 0,01% de la población.

Claro está que no se puede asimilar a las víctimas reales con las víctimas potenciales. Tampoco estoy sugiriendo que la violencia de la guerrilla sea equiparable a la de la dictadura. No solo las cifras son, una vez más, desproporcionadas, sino que además los crímenes de la dictadura son particularmente graves por el hecho de ser promovidos por el aparato del Estado, garante teórico de la legalidad. No solo destruyen las vidas de los individuos, sino las mismas bases de la vida común. Sin embargo, no deja de ser cierto que un terrorismo revolucionario precedió y convivió al principio con el terrorismo de Estado, y que no se puede comprender el uno sin el otro.

En su introducción, el Catálogo del parque de la Memoria define así la ambición de este lugar: "Solo de esta manera se puede realmente entender la tragedia de hombres y mujeres y el papel que cada uno tuvo en la historia". Pero no se puede comprender el destino de esas personas sin saber por qué ideal combatían ni de qué medios se servían. El visitante ignora todo lo relativo a su vida anterior a la detención: han sido reducidas al papel de víctimas meramente pasivas que nunca tuvieron voluntad propia ni llevaron a cabo ningún acto. Se nos ofrece la oportunidad de compararlas, no de comprenderlas. Sin embargo, su tragedia va más allá de la derrota y la muerte: luchaban en nombre de una ideología que, si hubiera salido victoriosa, probablemente habría provocado tantas víctimas, si no más, como sus enemigos. En todo caso, en su mayoría, eran combatientes que sabían que asumían ciertos riesgos.

La manera de presentar el pasado en estos lugares seguramente ilustra la memoria de uno de los actores del drama, el grupo de los reprimidos; pero no se puede decir que defienda eficazmente la Verdad, ya que omite parcelas enteras de la Historia. En cuanto a la Justicia, si entendemos por tal un juicio que no se limita a los tribunales, sino que atañe a nuestras vidas, sigue siendo imperfecta: el juicio equitativo es aquel que tiene en cuenta el contexto en el que se produce un acontecimiento, sus antecedentes y sus consecuencias. En este caso, la represión ejercida por la dictadura se nos presenta aislada del resto.

La cuestión que me preocupa no tiene que ver con la evaluación de las dos ideologías que se enfrentaron y siguen teniendo sus partidarios; es la de la comprensión histórica. Pues una sociedad necesita conocer la Historia, no solamente tener memoria. La memoria colectiva es subjetiva: refleja las vivencias de uno de los grupos constitutivos de la sociedad; por eso puede ser utilizada por ese grupo como un medio para adquirir o reforzar una posición política. Por su parte, la Historia no se hace con un objetivo político (o si no, es una mala Historia), sino con la verdad y la justicia como únicos imperativos. Aspira a la objetividad y establece los hechos con precisión; para los juicios que formula, se basa en la intersubjetividad, en otras palabras, intenta tener en cuenta la pluralidad de puntos de vista que se expresan en el seno de una sociedad.

La Historia nos ayuda a salir de la ilusión maniquea en la que a menudo nos encierra la memoria: la división de la humanidad en dos compartimentos estancos, buenos y malos, víctimas y verdugos, inocentes y culpables. Si no conseguimos acceder a la Historia, ¿cómo podría verse coronado por el éxito el llamamiento al "¡Nunca más!"? Cuando uno atribuye todos los errores a los otros y se cree irreprochable, está preparando el retorno de la violencia, revestida de un vocabulario nuevo, adaptada a unas circunstancias inéditas. Comprender al enemigo quiere decir también descubrir en qué nos parecemos a él. No hay que olvidar que la inmensa mayoría de los crímenes colectivos fueron cometidos en nombre del bien, la justicia y la felicidad para todos. Las causas nobles no disculpan los actos innobles.

En Argentina, varios libros debaten sobre estas cuestiones; varios encuentros han tenido lugar también entre hijos o padres de las víctimas de uno u otro terrorismo. Su impacto global sobre la sociedad es a menudo limitado, pues, por el momento, el debate está sometido a las estrategias de los partidos. Sería más conveniente que quedara en manos de la sociedad civil y que aquellos cuya palabra tiene algún prestigio, hombres y mujeres de la política, antiguos militantes de una u otra causa, sabios y escritores reconocidos, contribuyan al advenimiento de una visión más exacta y más compleja del pasado común.

Tzvetan Todorov es semiólogo, filósofo e historiador de origen búlgaro y nacionalidad francesa. Traducción de José Luis Sánchez-Silva.
* Este artículo apareció en la edición impresa del Martes, 7 de diciembre de 2010


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miércoles, 11 de enero de 2017

Octavio Paz: discurso al recibir el Premio Nobel de Literatura en 1990



La búsqueda del presente

Comienzo con una palabra que todos los hombres, desde que el hombre es hombre, han proferido: gracias. Es una palabra que tiene equivalentes en todas las lenguas. Y en todas es rica la gama de significados. En las lenguas romances va de lo espiritual a lo físico, de la gracia que concede Dios a los hombres para salvarlos del error y la muerte a la gracia corporal de la muchacha que baila o a la del felino que salta en la maleza. Gracia es perdón, indulto, favor, beneficio, nombre, inspiración, felicidad en el estilo de hablar o de pintar, ademán que revela las buenas maneras y, en fin, acto que expresa bondad de alma. La gracia es gratuita, es un don; aquel que lo recibe, el agraciado, si no es un mal nacido, lo agradece: da las gracias. Es lo que yo hago ahora con estas palabras de poco peso. Espero que mi emoción compense su levedad. Si cada una fuese una gota de agua, ustedes podrían ver, a través de ellas, lo que siento: gratitud, reconocimiento. Y también una indefinible mezcla de temor, respeto y sorpresa al verme ante ustedes, en este recinto que es, simultáneamente, el hogar de las letras suecas y la casa de la literatura universal.

Las lenguas son realidades más vastas que las entidades políticas e históricas que llamamos naciones. Un ejemplo de esto son las lenguas europeas que hablamos en América. La situación peculiar de nuestras literaturas frente a las de Inglaterra, España, Portugal y Francia depende precisamente de este hecho básico: son literaturas escritas en lenguas transplantadas. Las lenguas nacen y crecen en un suelo; las alimenta una historia común. Arrancadas de su suelo natal y de su tradición propia, plantadas en un mundo desconocido y por nombrar, las lenguas europeas arraigaron en las tierras nuevas, crecieron con las sociedades americanas y se transformaron. Son la misma planta y son una planta distinta. Nuestras literaturas no vivieron pasivamente las vicisitudes de las lenguas transplantadas: participaron en el proceso y lo apresuraron. Muy pronto dejaron de ser meros reflejos transatlánticos; a veces han sido la negación de las literaturas europeas y otras, con más frecuencia, su réplica.

A despecho de estos vaivenes, la relación nunca se ha roto. Mis clásicos son los de mi lengua y me siento descendiente de Lope y de Quevedo como cualquier escritor español ... pero no soy español. Creo que lo mismo podrían decir la mayoría de los escritores hispanoamericanos y también los de los Estados Unidos, Brasil y Canadá frente a la tradición inglesa, portuguesa y francesa. Para entender más claramente la peculiar posición de los escritores americanos, basta con pensar en el diálogo que sostiene el escritor japonés, chino o árabe con esta o aquella literatura europea: es un diálogo a través de lenguas y de civilizaciones distintas. En cambio, nuestro diálogo se realiza en el interior de la misma lengua. Somos y no somos europeos. ¿Qué somos entonces? Es difícil definir lo que somos pero nuestras obras hablan por nosotros.

La gran novedad de este siglo, en materia literaria, ha sido la aparición de las literaturas de América. Primero surgió la angloamericana y después, en la segunda mitad del siglo XX, la de América Latina en sus dos grandes ramas, la hispanoamericana y la brasileña. Aunque son muy distintas, las tres literaturas tienen un rasgo en común: la pugna, más ideológica que literaria, entre las tendencias cosmopolitas y las nativistas, el europeísmo y el americanismo. ¿Qué ha quedado de esa disputa? Las polémicas se disipan; quedan las obras. Aparte de este parecido general, las diferencias entre las tres son numerosas y profundas. Una es de orden histórico más que literario: el desarrollo de la literatura angloamericana coincide con el ascenso histórico de los Estados Unidos como potencia mundial; el de la nuestra con las desventuras y convulsiones políticas y sociales de nuestros pueblos. Nueva prueba de los límites de los determinismos sociales e históricos; los crepúsculos de los imperios y las perturbaciones de las sociedades coexisten a veces con obras y momentos de esplendor en las artes y las letras: Li-Po y Tu Fu fueron testigos de la caída de los Tang, Velázquez fue el pintor de Felipe IV, Séneca y Lucano fueron contemporáneos y víctimas de Nerón. Otras diferencias son de orden literario y se refieren más a las obras en particular que al carácter de cada literatura. ¿Pero tienen carácter las literaturas, poseen un conjunto de rasgos comunes que las distingue unas de otras? No lo creo. Una literatura no se define por un quimérico, inasible carácter. Es una sociedad de obras únicas unidas por relaciones de oposición y afinidad.

La primera y básica diferencia entre la literatura latinoamericana y la angloamericana reside en la diversidad de sus orígenes. Unos y otros comenzamos por ser una proyección europea. Ellos de una isla y nosotros de una península. Dos regiones excéntricas por la geografía, la historia y la cultura. Ellos vienen de Inglaterra y la Reforma; nosotros de España, Portugal y la Contrarreforma. Apenas si debo mencionar, en el caso de los hispanoamericanos, lo que distingue a España de las otras naciones europeas y le otorga una notable y original fisonomía histórica. España no es menos excéntrica que Inglaterra aunque lo es de manera distinta. La excentricidad inglesa es insular y se caracteriza por el aislamiento: una excentricidad por exclusión. La hispana es peninsular y consiste en la coexistencia de diferentes civilizaciones y pasados: una excentricidad por inclusión. En lo que sería la católica España los visigodos profesaron la herejía de Arriano, para no hablar de los siglos de dominación de la civilización árabe, de la influencia del pensamiento judío, de la Reconquista y de otras peculiaridades.

En América la excentricidad hispánica se reproduce y se multiplica, sobre todo en países con antiguas y brillantes civilizaciones como México y Perú. Los españoles encontraron en México no sólo una geografía sino una historia. Esa historia está viva todavía: no es un pasado sino un presente. El México precolombino, con sus templos y sus dioses, es un montón de ruinas pero el espíritu que animó ese mundo no ha muerto. Nos habla en el lenguaje cifrado de los mitos, las leyendas, las formas de convivencia, las artes populares, las costumbres. Ser escritor mexicano significa oír lo que nos dice ese presente - esa presencia. Oírla, hablar con ella, descifrarla: decirla... Tal vez después de esta breve digresión sea posible entrever la extraña relación que, al mismo tiempo, nos une y separa de la tradición europea.

La conciencia de la separación es una nota constante de nuestra historia espiritual. A veces sentimos la separación como una herida y entonces se transforma en escisión interna, conciencia desgarrada que nos invita al examen de nosotros mismos; otras aparece como un reto, espuela que nos incita a la acción, a salir al encuentro de los otros y del mundo. Cierto, el sentimiento de la separación es universal y no es privativo de los hispanoamericanos. Nace en el momento mismo de nuestro nacimiento: desprendidos del todo caemos en un suelo extraño. Esta experiencia se convierte en una llaga que nunca cicatriza. Es el fondo insondable de cada hombre; todas nuestras empresas y acciones, todo lo que hacemos y soñamos, son puentes para romper la separación y unirnos al mundo y a nuestros semejantes. Desde esta perspectiva, la vida de cada hombre y la historia colectiva de los hombres pueden verse como tentativas destinadas a reconstruir la situación original. Inacabada e inacabable cura de la escisión. Pero no me propongo hacer otra descripción, una más, de este sentimiento. Subrayo que entre nosotros se manifiesta sobre todo en términos históricos. Así, se convierte en conciencia de nuestra historia. ¿Cuando y cómo aparece este sentimiento y cómo se transforma en conciencia? La respuesta a esta doble pregunta puede consistir en una teoría o en un testimonio personal. Prefiero lo segundo: hay muchas teorías y ninguna del todo confiable.

El sentimiento de separación se confunde con mis recuerdos más antiguos y confusos: con el primer llanto, con el primer miedo. Como todos los niños, construí puentes imaginarios y afectivos que me unían al mundo y a los otros. Vivía en un pueblo de las afueras de la ciudad de México, en una vieja casa ruinosa con un jardín selvático y una gran habitación llena de libros. Primeros juegos, primeros aprendizajes. El jardín se convirtió en el centro del mundo y la biblioteca en caverna encantada. Leía y jugaba con mis primos y mis compañeros de escuela. Había una higuera, templo vegetal, cuatro pinos, tres fresnos, un huele-de-noche, un granado, herbazales, plantas espinosas que producían rozaduras moradas. Muros de adobe. El tiempo era elástico; el espacio, giratorio. Mejor dicho: todos los tiempos, reales o imaginarios, eran ahora mismo; el espacio, a su vez, se transformaba sin cesar: allá era aquí: todo era aquí: un valle, una montaña, un país lejano, el patio de los vecinos. Los libros de estampas, particularmente los de historia, hojeados con avidez, nos proveían de imágenes: desiertos y selvas, palacios y cabañas, guerreros y princesas, mendigos y monarcas. Naufragamos con Simbad y con Robinson, nos batimos con Artagnan, tomamos Valencia con el Cid. ¡Cómo me hubiera gustado quedarme para siempre en la isla de Calipso! En verano la higuera mecía todas sus ramas verdes como si fuesen las velas de una carabela o de un barco pirata; desde su alto mástil, batido por el viento, descubrí islas y continentes - tierras que apenas se desvanecían. El mundo era ilimitado y, no obstante, siempre al alcance de la mano; el tiempo era una substancia maleable y un presente sin fisuras.

¿Cuando se rompió el encanto? No de golpe: poco a poco. Nos cuesta trabajo aceptar que el amigo nos traiciona, que la mujer querida nos engaña, que la idea libertaria es la máscara del tirano. Lo que se llama "caer en la cuenta" es un proceso lento y sinuoso porque nosotros mismos somos cómplices de nuestros errores y engaños. Sin embargo, puedo recordar con cierta claridad un incidente que, aunque pronto olvidado, fue la primera señal. Tendría unos seis años y una de mis primas, un poco mayor que yo, me enseñó una revista norteamericana con una fotografía de soldados desfilando por una gran avenida, probablemente de Nueva York. "Vuelven de la guerra", me dijo. Esas pocas palabras me turbaron como si anunciasen el fin del mundo o el segundo advenimiento de Cristo. Sabía, vagamente, que allá lejos, unos años antes, había terminado una guerra y que los soldados desfilaban para celebrar su victoria; para mí aquella guerra había pasado en otro tiempo, no ahora ni aquí. La foto me desmentía. Me sentí, literalmente, desalojado del presente.

Desde entonces el tiempo comenzó a fracturarse más y más. Y el espacio, los espacios. La experiencia se repitió una y otra vez. Una noticia cualquiera, una frase anodina, el titular de un diario, una canción de moda: pruebas de la existencia del mundo de afuera y revelaciones de mi irrealidad. Sentí que el mundo se escindía: yo no estaba en el presente. Mi ahora se disgregó: el verdadero tiempo estaba en otra parte. Mi tiempo, el tiempo del jardín, la higuera, los juegos con los amigos, el sopor bajo el sol de las tres de la tarde entre las yerbas, el higo entreabierto - negro y rojizo como un ascua pero un ascua dulce y fresca - era un tiempo ficticio. A pesar del testimonio de mis sentidos, el tiempo de allá, el de los otros, era el verdadero, el tiempo del presente real. Acepté lo inaceptable: fui adulto. Así comenzó mi expulsión del presente.

Decir que hemos sido expulsados del presente puede parecer una paradoja. No: es una experiencia que todos hemos sentido alguna vez; algunos la hemos vivido primero como una condena y después transformada en conciencia y acción. La búsqueda del presente no es la búsqueda del edén terrestre ni de la eternidad sin fechas: es la búsqueda de la realidad real. Para nosotros, hispanoamericanos, ese presente real no estaba en nuestros países: era el tiempo que vivían los otros, los ingleses, los franceses, los alemanes. El tiempo de Nueva York, París, Londres. Había que salir en su busca y traerlo a nuestras tierras. Esos años fueron también los de mi descubrimiento de la literatura. Comencé a escribir poemas. No sabía qué me llevaba a escribirlos: estaba movido por una necesidad interior difícilmente definible. Apenas ahora he comprendido que entre lo que he llamado mi expulsión del presente y escribir poemas había una relación secreta. La poesía está enamorada del instante y quiere revivirlo en un poema; lo aparta de la sucesión y lo convierte en presente fijo. Pero en aquella época yo escribía sin preguntarme por qué lo hacía. Buscaba la puerta de entrada al presente: quería ser de mi tiempo y de mi siglo. Un poco después esta obsesión se volvió idea fija: quise ser un poeta moderno. Comenzó mi búsqueda de la modernidad.

¿Qué es la modernidad? Ante todo, es un término equívoco: hay tantas modernidades como sociedades. Cada una tiene la suya. Su significado es incierto y arbitrario, como el del período que la precede, la Edad Media. Si somos modernos frente al medievo, ¿seremos acaso la Edad Media de una futura modernidad? Un nombre que cambia con el tiempo, ¿es un verdadero nombre? La modernidad es una palabra en busca de su significado: ¿es una idea, un espejismo o un momento de la historia? ¿Somos hijos de la modernidad o ella es nuestra creación? Nadie lo sabe a ciencia cierta. Poco importa: la seguimos, la perseguimos. Para mí, en aquellos años, la modernidad se confundía con el presente o, más bien, lo producía: el presente era su flor extrema y última. Mi caso no es único ni excepcional: todos los poetas de nuestra época, desde el período simbolista, fascinados por esa figura a un tiempo magnética y elusiva, han corrido tras ella. El primero fue Baudelaire. El primero también que logró tocarla y así descubrir que no es sino tiempo que se deshace entre las manos. No referiré mis aventuras en la persecución de la modernidad: son las de casi todos los poetas de nuestro siglo. La modernidad ha sido una pasión universal. Desde 1850 ha sido nuestra diosa y nuestro demonio. En los últimos años se ha pretendido exorcizarla y se habla mucho de la "postmodernidad". ¿Pero qué es la postmodernidad sino una modernidad aún más moderna?

Para nosotros, latinoamericanos, la búsqueda de la modernidad poética tiene un paralelo histórico en las repetidas y diversas tentativas de modernización de nuestras naciones. Es una tendencia que nace a fines del siglo XVIII y que abarca a la misma España. Los Estados Unidos nacieron con la modernidad y ya para 1830, como lo vio Tocqueville, eran la matriz del futuro; nosotros nacimos en el momento en que España y Portugal se apartaban de la modernidad. De ahí que a veces se hablase de "europeizar" a nuestros países: lo moderno estaba afuera y teníamos que importarlo. En la historia de México el proceso comienza un poco antes de las guerras de Independencia; más tarde se convierte en un gran debate ideológico y político que divide y apasiona a los mexicanos durante el siglo XIX. Un episodio puso en entredicho no tanto la legitimidad del proyecto reformador como la manera en que se había intentado realizarlo: la Revolución mexicana. A diferencia de las otras revoluciones del siglo XX, la de México no fue tanto la expresión de una ideología más o menos utópica como la explosión de una realidad histórica y psíquica oprimida. No fue la obra de un grupo de ideólogos decididos a implantar unos principios derivados de una teoría política; fue un sacudimiento popular que mostró a la luz lo que estaba escondido. Por esto mismo fue, tanto o más que una revolución, una revelación. México buscaba al presente afuera y lo encontró adentro, enterrado pero vivo. La búsqueda de la modernidad nos llevó a descubrir nuestra antigüedad, el rostro oculto de la nación. Inesperada lección histórica que no sé si todos han aprendido: entre tradición y modernidad hay un puente. Aisladas, las tradiciones se petrifican y las modernidades se volatilizan; en conjunción, una anima a la otra y la otra le responde dándole peso y gravedad.

La búsqueda de la modernidad poética fue una verdadera quéte, en el sentido alegórico y caballeresco que tenía esa palabra en el siglo XII. No rescaté ningún Grial, aunque recorrí varias waste lands, visité castillos de espejos y acampé entre tribus fantasmales. Pero descubrí a la tradición moderna. Porque la modernidad no es una escuela poética sino un linaje, una familia esparcida en varios continentes y que durante dos siglos ha sobrevivido a muchas vicisitudes y desdichas: la indiferencia pública, la soledad y los tribunales de las ortodoxias religiosas, políticas, académicas y sexuales. Ser una tradición y no una doctrina le ha permitido, simultáneamente, permanecer y cambiar. También le ha dado diversidad: cada aventura poética es distinta y cada poeta ha plantado un árbol diferente en este prodigioso bosque parlante. Si las obras son diversas y los caminos distintos, ¿qué une a todos estos poetas? No una estética sino la búsqueda. Mi búsqueda no fue quimérica, aunque la idea de modernidad sea un espejismo, un haz de reflejos. Un día descubrí que no avanzaba sino que volvía al punto de partida: la búsqueda de la modernidad era un descenso a los orígenes. La modernidad me condujo a mi comienzo, a mi antigüedad. La ruptura se volvió reconciliación. Supe así que el poeta es un latido en el río de las generaciones.

La idea de modernidad es un sub-producto de la concepción de la historia como un proceso sucesivo, lineal e irrepetible. Aunque sus orígenes están en el judeocristianismo, es una ruptura con la doctrina cristiana. El cristianismo desplazó al tiempo cíclico de los paganos: la historia no se repite, tuvo un principio y tendrá un fin; el tiempo sucesivo fue el tiempo profano de la historia, teatro de las acciones de los hombres caídos, pero sometido al tiempo sagrado, sin principio ni fin. Después del Juicio Final, lo mismo en el cielo que en el infierno, no habrá futuro. En la Eternidad no sucede nada porque todo es. Triunfo del ser sobre el devenir. El tiempo nuevo, el nuestro, es lineal como el cristiano pero abierto al infinito y sin referencia a la Eternidad. Nuestro tiempo es el de la historia profana. Tiempo irreversible y perpetuamente inacabado, en marcha no hacia su fin sino hacia el porvenir. El sol de la historia se llama futuro y el nombre del movimiento hacia el futuro es Progreso.

Para el cristiano, el mundo - o como antes se decía: el siglo, la vida terrenal - es un lugar de prueba: las almas se pierden o se salvan en este mundo. Para la nueva concepción, el sujeto histórico no es el alma individual sino el género humano, a veces concebido como un todo y otras a través de un grupo escogido que lo representa: las naciones adelantadas de Occidente, el proletariado, la raza blanca o cualquier otro ente. La tradición filosófica pagana y cristiana había exaltado al Ser, plenitud henchida, perfección que no cambia nunca; nosotros adoramos al Cambio, motor del progreso y modelo de nuestras sociedades. El Cambio tiene dos modos privilegiados de manifestación: la evolución y la revolución, el trote y el salto. La modernidad es la punta del movimiento histórico, la encarnación de la evolución o de la revolución, las dos caras del progreso. Por último, el progreso se realiza gracias a la doble acción de la ciencia y de la técnica, aplicadas al dominio de la naturaleza y a la utilización de sus inmensos recursos.

El hombre moderno se ha definido como un ser histórico. Otras sociedades prefirieron definirse por valores e ideas distintas al cambio: los griegos veneraron a la Polis y al círculo pero ignoraron al progreso, a Séneca le desvelaba, como a todos los estoicos, el eterno retorno, San Agustín creía que el fin del mundo era inminente, Santo Tomás construyó una escala - los grados del ser - de la criatura al Creador y así sucesivamente. Una tras otra esas ideas y creencias fueron abandonadas. Me parece que comienza a ocurrir lo mismo con la idea del Progreso y, en consecuencia, con nuestra visión del tiempo, de la historia y de nosotros mismos. Asistimos al crepúsculo del futuro. La baja de la idea de modernidad, y la boga de una noción tan dudosa como "postmodernidad", no son fenómenos que afecten únicamente a las artes y a la literatura: vivimos la crisis de las ideas y creencias básicas que han movido a los hombres desde hace más de dos siglos. En otras ocasiones me he referido con cierta extensión al tema. Aquí sólo puedo hacer un brevísimo resumen.

En primer término: está en entredicho la concepción de un proceso abierto hacia el infinito y sinónimo de progreso continuo. Apenas si debo mencionar lo que todos sabemos: los recursos naturales son finitos y un día se acabarán. Además, hemos causado daños tal vez irreparables al medio natural y la especie misma está amenazada. Por otra parte, los instrumentos del progreso - la ciencia y la técnica - han mostrado con terrible claridad que pueden convertirse fácilmente en agentes de destrucción. Finalmente, la existencia de armas nucleares es una refutación de la idea de progreso inherente a la historia. Una refutación, añado, que no hay más remedio que llamar devastadora.

En segundo término: la suerte del sujeto histórico, es decir, de la colectividad humana, en el siglo XX. Muy pocas veces los pueblos y los individuos habían sufrido tanto: dos guerras mundiales, despotismos en los cinco continentes, la bomba atómica y, en fin, la multiplicación de una de las instituciones más crueles y mortíferas que han conocido los hombres, el campo de concentración. Los beneficios de la técnica moderna son incontables pero es imposible cerrar los ojos ante las matanzas, torturas, humillaciones, degradaciones y otros daños que han sufrido millones de inocentes en nuestro siglo.

En tercer término: la creencia en el progreso necesario. Para nuestros abuelos y nuestros padres las ruinas de la historia - cadáveres, campos de batalla desolados, ciudades demolidas - no negaban la bondad esencial del proceso histórico. Los cadalsos y las tiranías, las guerras y la barbarie de las luchas civiles eran el precio del progreso, el rescate de sangre que había que pagar al dios de la historia. ¿Un dios? Si, la razón misma, divinizada y rica en crueles astucias, según Hegel. La supuesta racionalidad de la historia se ha evaporado. En el dominio mismo del orden, la regularidad y la coherencia - en las ciencias exactas y en la física - han reaparecido las viejas nociones de accidente y de catástrofe. Inquietante resurrección que me hace pensar en los terrores del Año Mil y en la angustia de los aztecas al fin de cada ciclo cósmico.

Y para terminar esta apresurada enumeración: la ruina de todas esas hipótesis filosóficas e históricas que pretendían conocer las leyes de desarrollo histórico. Sus creyentes, confiados en que eran dueños de las llaves de la historia, edificaron poderosos estados sobre pirámides de cadáveres. Esas orgullosas construcciones, destinadas en teoría a liberar a los hombres, se convirtieron muy pronto en cárceles gigantescas. Hoy las hemos visto caer; las echaron abajo no los enemigos ideológicos sino el cansancio y el afán libertario de las nuevas generaciones. ¿Fin de las utopías? Más bien: fin de la idea de la historia como un fenómeno cuyo desarrollo se conoce de antemano. El determinismo histórico ha sido una costosa y sangrienta fantasía. La historia es imprevisible porque su agente, el hombre, es la indeterminación en persona.

Este pequeño repaso muestra que, muy probablemente, estamos al fin de un período histórico y al comienzo de otro. ¿Fin o mutación de la Edad Moderna? Es difícil saberlo. De todos modos, el derrumbe de las utopías ha dejado un gran vacío, no en los países en donde esa ideología ha hecho sus pruebas y ha fallado sino en aquellos en los que muchos la abrazaron con entusiasmo y esperanza. Por primera vez en la historia los hombres viven en una suerte de intemperie espiritual y no, como antes, a la sombra de esos sistemas religiosos y políticos que, simultáneamente, nos oprimían y nos consolaban. Las sociedades son históricas pero todas han vivido guiadas e inspiradas por un conjunto de creencias e ideas metahistóricas. La nuestra es la primera que se apresta a vivir sin una doctrina metahistórica; nuestros absolutos - religiosos o filosóficos, éticos o estéticos - no son colectivos sino privados. La experiencia es arriesgada. Es imposible saber si las tensiones y conflictos de esta privatización de ideas, prácticas y creencias que tradicionalmente pertenecían a la vida pública no terminará por quebrantar la fábrica social. Los hombres podrían ser poseídos nuevamente por las antiguas furias religiosas y por los fanatismos nacionalistas. Sería terrible que la caída del ídolo abstracto de la ideología anunciase la resurrección de las pasiones enterradas de las tribus, las sectas y las iglesias. Por desgracia, los signos son inquietantes.

La declinación de las ideologías que he llamado metahistóricas, es decir, que asignan un fin y una dirección a la historia, implica el tácito abandono de soluciones globales. Nos inclinamos más y más, con buen sentido, por remedios limitados para resolver problemas concretos. Es cuerdo abstenerse de legislar sobre el porvenir. Pero el presente require no solamente atender a sus necesidades inmediatas: también nos pide una reflexión global y más rigurosa. Desde hace mucho creo, y lo creo firmemente, que el ocaso del futuro anuncia el advenimiento del hoy. Pensar el hoy significa, ante todo, recobrar la mirada critica. Por ejemplo, el triunfo de la economía de mercado - un triunfo por default del adversario - no puede ser únicamente motivo de regocijo. El mercado es un mecanismo eficaz pero, como todos los mecanismos, no tiene conciencia y tampoco misericordia. Hay que encontrar la manera de insertarlo en la sociedad para que sea la expresión del pacto social y un instrumento de justicia y equidad. Las sociedades democráticas desarrolladas han alcanzado una prosperidad envidiable; asimismo, son islas de abundancia en el océano de la miseria universal. El tema del mercado tiene una relación muy estrecha con el deterioro del medio ambiente. La contaminación no sólo infesta al aire, a los ríos y a los bosques sino a las almas. Una sociedad poseída por el frenesí de producir más para consumir más tiende a convertir las ideas, los sentimientos, el arte, el amor, la amistad y las personas mismas en objetos de consumo. Todo se vuelve cosa que se compra, se usa y se tira al basurero. Ninguna sociedad había producido tantos desechos como la nuestra. Desechos materiales y morales.

La reflexión sobre el ahora no implica renuncia al futuro ni olvido del pasado: el presente es el sitio de encuentro de los tres tiempos. Tampoco puede confundirse con un fácil hedonismo. El árbol del placer no crece en el pasado o en el futuro sino en el ahora mismo. También la muerte es un fruto del presente. No podemos rechazarla: es parte de la vida. Vivir bien exige morir bien. Tenemos que aprender a mirar de frente a la muerte. Alternativamente luminoso y sombrío, el presente es una esfera donde se unen las dos mitades, la acción y la contemplación. Así como hemos tenido filosofías del pasado y del futuro, de la eternidad y de la nada, mañana tendremos una filosofía del presente. La experiencia poética puede ser una de sus bases. ¿Qué sabemos del presente? Nada o casi nada. Pero los poetas saben algo: el presente es el manantial de las presencias.

En mi peregrinación en busca de la modernidad me perdí y me encontré muchas veces. Volví a mi origen y descubrí que la modernidad no está afuera sino adentro de nosotros. Es hoy y es la antigüedad más antigua, es mañana y es el comienzo del mundo, tiene mil años y acaba de nacer. Habla en náhuatl, traza ideogramas chinos del siglo IX y aparece en la pantalla de televisión. Presente intacto, recién desenterrado, que se sacude el polvo de siglos, sonríe y, de pronto, se echa a volar y desaparece por la ventana. Simultaneidad de tiempos y de presencias: la modernidad rompe con el pasado inmediato sólo para rescatar al pasado milenario y convertir a una figurilla de fertilidad del neolítico en nuestra contemporánea. Perseguimos a la modernidad en sus incesantes metamorfosis y nunca logramos asirla. Se escapa siempre: cada encuentro es una fuga. La abrazamos y al punto se disipa: sólo era un poco de aire. Es el instante, ese pájaro que está en todas partes y en ninguna. Queremos asirlo vivo pero abre las alas y se desvanece, vuelto un puñado de sílabas. Nos quedamos con las manos vacías. Entonces las puertas de la percepción se entreabren y aparece el otro tiempo, el verdadero, el que buscábamos sin saberlo: el presente, la presencia.





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