La búsqueda del presente
Comienzo con una
palabra que todos los hombres, desde que el hombre es hombre, han proferido:
gracias. Es una palabra que tiene equivalentes en todas las lenguas. Y en todas
es rica la gama de significados. En las lenguas romances va de lo espiritual a
lo físico, de la gracia que concede Dios a los hombres para salvarlos del error
y la muerte a la gracia corporal de la muchacha que baila o a la del felino que
salta en la maleza. Gracia es perdón, indulto, favor, beneficio, nombre,
inspiración, felicidad en el estilo de hablar o de pintar, ademán que revela
las buenas maneras y, en fin, acto que expresa bondad de alma. La gracia es
gratuita, es un don; aquel que lo recibe, el agraciado, si no es un mal nacido,
lo agradece: da las gracias. Es lo que yo hago ahora con estas palabras de poco
peso. Espero que mi emoción compense su levedad. Si cada una fuese una gota de
agua, ustedes podrían ver, a través de ellas, lo que siento: gratitud,
reconocimiento. Y también una indefinible mezcla de temor, respeto y sorpresa
al verme ante ustedes, en este recinto que es, simultáneamente, el hogar de las
letras suecas y la casa de la literatura universal.
Las lenguas son
realidades más vastas que las entidades políticas e históricas que llamamos
naciones. Un ejemplo de esto son las lenguas europeas que hablamos en América.
La situación peculiar de nuestras literaturas frente a las de Inglaterra,
España, Portugal y Francia depende precisamente de este hecho básico: son
literaturas escritas en lenguas transplantadas. Las lenguas nacen y crecen en
un suelo; las alimenta una historia común. Arrancadas de su suelo natal y de su
tradición propia, plantadas en un mundo desconocido y por nombrar, las lenguas
europeas arraigaron en las tierras nuevas, crecieron con las sociedades
americanas y se transformaron. Son la misma planta y son una planta distinta.
Nuestras literaturas no vivieron pasivamente las vicisitudes de las lenguas
transplantadas: participaron en el proceso y lo apresuraron. Muy pronto dejaron
de ser meros reflejos transatlánticos; a veces han sido la negación de las
literaturas europeas y otras, con más frecuencia, su réplica.
A despecho de estos
vaivenes, la relación nunca se ha roto. Mis clásicos son los de mi lengua y me
siento descendiente de Lope y de Quevedo como cualquier escritor español ...
pero no soy español. Creo que lo mismo podrían decir la mayoría de los
escritores hispanoamericanos y también los de los Estados Unidos, Brasil y
Canadá frente a la tradición inglesa, portuguesa y francesa. Para entender más
claramente la peculiar posición de los escritores americanos, basta con pensar
en el diálogo que sostiene el escritor japonés, chino o árabe con esta o aquella
literatura europea: es un diálogo a través de lenguas y de civilizaciones
distintas. En cambio, nuestro diálogo se realiza en el interior de la misma
lengua. Somos y no somos europeos. ¿Qué somos entonces? Es difícil definir lo
que somos pero nuestras obras hablan por nosotros.
La gran novedad de
este siglo, en materia literaria, ha sido la aparición de las literaturas de
América. Primero surgió la angloamericana y después, en la segunda mitad del
siglo XX, la de América Latina en sus dos grandes ramas, la hispanoamericana y
la brasileña. Aunque son muy distintas, las tres literaturas tienen un rasgo en
común: la pugna, más ideológica que literaria, entre las tendencias
cosmopolitas y las nativistas, el europeísmo y el americanismo. ¿Qué ha quedado
de esa disputa? Las polémicas se disipan; quedan las obras. Aparte de este
parecido general, las diferencias entre las tres son numerosas y profundas. Una
es de orden histórico más que literario: el desarrollo de la literatura
angloamericana coincide con el ascenso histórico de los Estados Unidos como
potencia mundial; el de la nuestra con las desventuras y convulsiones políticas
y sociales de nuestros pueblos. Nueva prueba de los límites de los
determinismos sociales e históricos; los crepúsculos de los imperios y las
perturbaciones de las sociedades coexisten a veces con obras y momentos de
esplendor en las artes y las letras: Li-Po y Tu Fu fueron testigos de la caída
de los Tang, Velázquez fue el pintor de Felipe IV, Séneca y Lucano fueron
contemporáneos y víctimas de Nerón. Otras diferencias son de orden literario y
se refieren más a las obras en particular que al carácter de cada literatura.
¿Pero tienen carácter las literaturas, poseen un conjunto de rasgos comunes que
las distingue unas de otras? No lo creo. Una literatura no se define por un
quimérico, inasible carácter. Es una sociedad de obras únicas unidas por
relaciones de oposición y afinidad.
La primera y básica
diferencia entre la literatura latinoamericana y la angloamericana reside en la
diversidad de sus orígenes. Unos y otros comenzamos por ser una proyección
europea. Ellos de una isla y nosotros de una península. Dos regiones
excéntricas por la geografía, la historia y la cultura. Ellos vienen de
Inglaterra y la Reforma;
nosotros de España, Portugal y la Contrarreforma. Apenas
si debo mencionar, en el caso de los hispanoamericanos, lo que distingue a
España de las otras naciones europeas y le otorga una notable y original
fisonomía histórica. España no es menos excéntrica que Inglaterra aunque lo es
de manera distinta. La excentricidad inglesa es insular y se caracteriza por el
aislamiento: una excentricidad por exclusión. La hispana es peninsular y
consiste en la coexistencia de diferentes civilizaciones y pasados: una
excentricidad por inclusión. En lo que sería la católica España los visigodos
profesaron la herejía de Arriano, para no hablar de los siglos de dominación de
la civilización árabe, de la influencia del pensamiento judío, de la Reconquista y de otras
peculiaridades.
En América la excentricidad
hispánica se reproduce y se multiplica, sobre todo en países con antiguas y
brillantes civilizaciones como México y Perú. Los españoles encontraron en
México no sólo una geografía sino una historia. Esa historia está viva todavía:
no es un pasado sino un presente. El México precolombino, con sus templos y sus
dioses, es un montón de ruinas pero el espíritu que animó ese mundo no ha
muerto. Nos habla en el lenguaje cifrado de los mitos, las leyendas, las formas
de convivencia, las artes populares, las costumbres. Ser escritor mexicano
significa oír lo que nos dice ese presente - esa presencia. Oírla, hablar con
ella, descifrarla: decirla... Tal vez después de esta breve digresión sea
posible entrever la extraña relación que, al mismo tiempo, nos une y separa de
la tradición europea.
La conciencia de la
separación es una nota constante de nuestra historia espiritual. A veces
sentimos la separación como una herida y entonces se transforma en escisión
interna, conciencia desgarrada que nos invita al examen de nosotros mismos;
otras aparece como un reto, espuela que nos incita a la acción, a salir al
encuentro de los otros y del mundo. Cierto, el sentimiento de la separación es
universal y no es privativo de los hispanoamericanos. Nace en el momento mismo
de nuestro nacimiento: desprendidos del todo caemos en un suelo extraño. Esta
experiencia se convierte en una llaga que nunca cicatriza. Es el fondo
insondable de cada hombre; todas nuestras empresas y acciones, todo lo que
hacemos y soñamos, son puentes para romper la separación y unirnos al mundo y a
nuestros semejantes. Desde esta perspectiva, la vida de cada hombre y la
historia colectiva de los hombres pueden verse como tentativas destinadas a
reconstruir la situación original. Inacabada e inacabable cura de la escisión.
Pero no me propongo hacer otra descripción, una más, de este sentimiento.
Subrayo que entre nosotros se manifiesta sobre todo en términos históricos.
Así, se convierte en conciencia de nuestra historia. ¿Cuando y cómo aparece
este sentimiento y cómo se transforma en conciencia? La respuesta a esta doble
pregunta puede consistir en una teoría o en un testimonio personal. Prefiero lo
segundo: hay muchas teorías y ninguna del todo confiable.
El sentimiento de
separación se confunde con mis recuerdos más antiguos y confusos: con el primer
llanto, con el primer miedo. Como todos los niños, construí puentes imaginarios
y afectivos que me unían al mundo y a los otros. Vivía en un pueblo de las
afueras de la ciudad de México, en una vieja casa ruinosa con un jardín
selvático y una gran habitación llena de libros. Primeros juegos, primeros
aprendizajes. El jardín se convirtió en el centro del mundo y la biblioteca en
caverna encantada. Leía y jugaba con mis primos y mis compañeros de escuela. Había
una higuera, templo vegetal, cuatro pinos, tres fresnos, un huele-de-noche, un
granado, herbazales, plantas espinosas que producían rozaduras moradas. Muros
de adobe. El tiempo era elástico; el espacio, giratorio. Mejor dicho: todos los
tiempos, reales o imaginarios, eran ahora mismo; el espacio, a su vez, se
transformaba sin cesar: allá era aquí: todo era aquí: un valle, una montaña, un
país lejano, el patio de los vecinos. Los libros de estampas, particularmente
los de historia, hojeados con avidez, nos proveían de imágenes: desiertos y
selvas, palacios y cabañas, guerreros y princesas, mendigos y monarcas.
Naufragamos con Simbad y con Robinson, nos batimos con Artagnan, tomamos
Valencia con el Cid. ¡Cómo me hubiera gustado quedarme para siempre en la isla
de Calipso! En verano la higuera mecía todas sus ramas verdes como si fuesen
las velas de una carabela o de un barco pirata; desde su alto mástil, batido
por el viento, descubrí islas y continentes - tierras que apenas se
desvanecían. El mundo era ilimitado y, no obstante, siempre al alcance de la
mano; el tiempo era una substancia maleable y un presente sin fisuras.
¿Cuando se rompió
el encanto? No de golpe: poco a poco. Nos cuesta trabajo aceptar que el amigo
nos traiciona, que la mujer querida nos engaña, que la idea libertaria es la
máscara del tirano. Lo que se llama "caer en la cuenta" es un proceso
lento y sinuoso porque nosotros mismos somos cómplices de nuestros errores y
engaños. Sin embargo, puedo recordar con cierta claridad un incidente que,
aunque pronto olvidado, fue la primera señal. Tendría unos seis años y una de
mis primas, un poco mayor que yo, me enseñó una revista norteamericana con una
fotografía de soldados desfilando por una gran avenida, probablemente de Nueva
York. "Vuelven de la guerra", me dijo. Esas pocas palabras me
turbaron como si anunciasen el fin del mundo o el segundo advenimiento de
Cristo. Sabía, vagamente, que allá lejos, unos años antes, había terminado una
guerra y que los soldados desfilaban para celebrar su victoria; para mí aquella
guerra había pasado en otro tiempo, no ahora ni aquí. La foto me desmentía. Me
sentí, literalmente, desalojado del presente.
Desde entonces el
tiempo comenzó a fracturarse más y más. Y el espacio, los espacios. La
experiencia se repitió una y otra vez. Una noticia cualquiera, una frase
anodina, el titular de un diario, una canción de moda: pruebas de la existencia
del mundo de afuera y revelaciones de mi irrealidad. Sentí que el mundo se
escindía: yo no estaba en el presente. Mi ahora se disgregó: el verdadero
tiempo estaba en otra parte. Mi tiempo, el tiempo del jardín, la higuera, los
juegos con los amigos, el sopor bajo el sol de las tres de la tarde entre las
yerbas, el higo entreabierto - negro y rojizo como un ascua pero un ascua dulce
y fresca - era un tiempo ficticio. A pesar del testimonio de mis sentidos, el
tiempo de allá, el de los otros, era el verdadero, el tiempo del presente real.
Acepté lo inaceptable: fui adulto. Así comenzó mi expulsión del presente.
Decir que hemos sido
expulsados del presente puede parecer una paradoja. No: es una experiencia que
todos hemos sentido alguna vez; algunos la hemos vivido primero como una
condena y después transformada en conciencia y acción. La búsqueda del presente
no es la búsqueda del edén terrestre ni de la eternidad sin fechas: es la
búsqueda de la realidad real. Para nosotros, hispanoamericanos, ese presente
real no estaba en nuestros países: era el tiempo que vivían los otros, los
ingleses, los franceses, los alemanes. El tiempo de Nueva York, París, Londres.
Había que salir en su busca y traerlo a nuestras tierras. Esos años fueron
también los de mi descubrimiento de la literatura. Comencé a escribir poemas.
No sabía qué me llevaba a escribirlos: estaba movido por una necesidad interior
difícilmente definible. Apenas ahora he comprendido que entre lo que he llamado
mi expulsión del presente y escribir poemas había una relación secreta. La
poesía está enamorada del instante y quiere revivirlo en un poema; lo aparta de
la sucesión y lo convierte en presente fijo. Pero en aquella época yo escribía
sin preguntarme por qué lo hacía. Buscaba la puerta de entrada al presente:
quería ser de mi tiempo y de mi siglo. Un poco después esta obsesión se volvió
idea fija: quise ser un poeta moderno. Comenzó mi búsqueda de la modernidad.
¿Qué es la
modernidad? Ante todo, es un término equívoco: hay tantas modernidades como
sociedades. Cada una tiene la suya. Su significado es incierto y arbitrario,
como el del período que la precede, la Edad Media. Si somos modernos frente al medievo,
¿seremos acaso la Edad
Media de una futura modernidad? Un nombre que cambia con el
tiempo, ¿es un verdadero nombre? La modernidad es una palabra en busca de su
significado: ¿es una idea, un espejismo o un momento de la historia? ¿Somos
hijos de la modernidad o ella es nuestra creación? Nadie lo sabe a ciencia
cierta. Poco importa: la seguimos, la perseguimos. Para mí, en aquellos años,
la modernidad se confundía con el presente o, más bien, lo producía: el
presente era su flor extrema y última. Mi caso no es único ni excepcional:
todos los poetas de nuestra época, desde el período simbolista, fascinados por
esa figura a un tiempo magnética y elusiva, han corrido tras ella. El primero
fue Baudelaire. El primero también que logró tocarla y así descubrir que no es
sino tiempo que se deshace entre las manos. No referiré mis aventuras en la
persecución de la modernidad: son las de casi todos los poetas de nuestro
siglo. La modernidad ha sido una pasión universal. Desde 1850 ha sido nuestra diosa
y nuestro demonio. En los últimos años se ha pretendido exorcizarla y se habla
mucho de la "postmodernidad". ¿Pero qué es la postmodernidad sino una
modernidad aún más moderna?
Para nosotros,
latinoamericanos, la búsqueda de la modernidad poética tiene un paralelo
histórico en las repetidas y diversas tentativas de modernización de nuestras
naciones. Es una tendencia que nace a fines del siglo XVIII y que abarca a la
misma España. Los Estados Unidos nacieron con la modernidad y ya para 1830,
como lo vio Tocqueville, eran la matriz del futuro; nosotros nacimos en el
momento en que España y Portugal se apartaban de la modernidad. De ahí que a
veces se hablase de "europeizar" a nuestros países: lo moderno estaba
afuera y teníamos que importarlo. En la historia de México el proceso comienza
un poco antes de las guerras de Independencia; más tarde se convierte en un
gran debate ideológico y político que divide y apasiona a los mexicanos durante
el siglo XIX. Un episodio puso en entredicho no tanto la legitimidad del
proyecto reformador como la manera en que se había intentado realizarlo: la Revolución mexicana. A
diferencia de las otras revoluciones del siglo XX, la de México no fue tanto la
expresión de una ideología más o menos utópica como la explosión de una
realidad histórica y psíquica oprimida. No fue la obra de un grupo de ideólogos
decididos a implantar unos principios derivados de una teoría política; fue un
sacudimiento popular que mostró a la luz lo que estaba escondido. Por esto mismo
fue, tanto o más que una revolución, una revelación. México buscaba al presente
afuera y lo encontró adentro, enterrado pero vivo. La búsqueda de la modernidad
nos llevó a descubrir nuestra antigüedad, el rostro oculto de la nación.
Inesperada lección histórica que no sé si todos han aprendido: entre tradición
y modernidad hay un puente. Aisladas, las tradiciones se petrifican y las
modernidades se volatilizan; en conjunción, una anima a la otra y la otra le
responde dándole peso y gravedad.
La búsqueda de la
modernidad poética fue una verdadera quéte, en el sentido alegórico y
caballeresco que tenía esa palabra en el siglo XII. No rescaté ningún Grial,
aunque recorrí varias waste lands, visité castillos de espejos y acampé entre
tribus fantasmales. Pero descubrí a la tradición moderna. Porque la modernidad
no es una escuela poética sino un linaje, una familia esparcida en varios
continentes y que durante dos siglos ha sobrevivido a muchas vicisitudes y
desdichas: la indiferencia pública, la soledad y los tribunales de las
ortodoxias religiosas, políticas, académicas y sexuales. Ser una tradición y no
una doctrina le ha permitido, simultáneamente, permanecer y cambiar. También le
ha dado diversidad: cada aventura poética es distinta y cada poeta ha plantado
un árbol diferente en este prodigioso bosque parlante. Si las obras son
diversas y los caminos distintos, ¿qué une a todos estos poetas? No una
estética sino la búsqueda. Mi búsqueda no fue quimérica, aunque la idea de
modernidad sea un espejismo, un haz de reflejos. Un día descubrí que no
avanzaba sino que volvía al punto de partida: la búsqueda de la modernidad era
un descenso a los orígenes. La modernidad me condujo a mi comienzo, a mi
antigüedad. La ruptura se volvió reconciliación. Supe así que el poeta es un
latido en el río de las generaciones.
La idea de
modernidad es un sub-producto de la concepción de la historia como un proceso
sucesivo, lineal e irrepetible. Aunque sus orígenes están en el
judeocristianismo, es una ruptura con la doctrina cristiana. El cristianismo
desplazó al tiempo cíclico de los paganos: la historia no se repite, tuvo un
principio y tendrá un fin; el tiempo sucesivo fue el tiempo profano de la
historia, teatro de las acciones de los hombres caídos, pero sometido al tiempo
sagrado, sin principio ni fin. Después del Juicio Final, lo mismo en el cielo
que en el infierno, no habrá futuro. En la Eternidad no sucede nada porque todo es. Triunfo
del ser sobre el devenir. El tiempo nuevo, el nuestro, es lineal como el
cristiano pero abierto al infinito y sin referencia a la Eternidad. Nuestro
tiempo es el de la historia profana. Tiempo irreversible y perpetuamente
inacabado, en marcha no hacia su fin sino hacia el porvenir. El sol de la
historia se llama futuro y el nombre del movimiento hacia el futuro es
Progreso.
Para el cristiano,
el mundo - o como antes se decía: el siglo, la vida terrenal - es un lugar de
prueba: las almas se pierden o se salvan en este mundo. Para la nueva
concepción, el sujeto histórico no es el alma individual sino el género humano,
a veces concebido como un todo y otras a través de un grupo escogido que lo
representa: las naciones adelantadas de Occidente, el proletariado, la raza
blanca o cualquier otro ente. La tradición filosófica pagana y cristiana había
exaltado al Ser, plenitud henchida, perfección que no cambia nunca; nosotros
adoramos al Cambio, motor del progreso y modelo de nuestras sociedades. El
Cambio tiene dos modos privilegiados de manifestación: la evolución y la
revolución, el trote y el salto. La modernidad es la punta del movimiento
histórico, la encarnación de la evolución o de la revolución, las dos caras del
progreso. Por último, el progreso se realiza gracias a la doble acción de la
ciencia y de la técnica, aplicadas al dominio de la naturaleza y a la
utilización de sus inmensos recursos.
El hombre moderno
se ha definido como un ser histórico. Otras sociedades prefirieron definirse
por valores e ideas distintas al cambio: los griegos veneraron a la Polis y al círculo pero
ignoraron al progreso, a Séneca le desvelaba, como a todos los estoicos, el
eterno retorno, San Agustín creía que el fin del mundo era inminente, Santo
Tomás construyó una escala - los grados del ser - de la criatura al Creador y
así sucesivamente. Una tras otra esas ideas y creencias fueron abandonadas. Me
parece que comienza a ocurrir lo mismo con la idea del Progreso y, en
consecuencia, con nuestra visión del tiempo, de la historia y de nosotros
mismos. Asistimos al crepúsculo del futuro. La baja de la idea de modernidad, y
la boga de una noción tan dudosa como "postmodernidad", no son
fenómenos que afecten únicamente a las artes y a la literatura: vivimos la
crisis de las ideas y creencias básicas que han movido a los hombres desde hace
más de dos siglos. En otras ocasiones me he referido con cierta extensión al
tema. Aquí sólo puedo hacer un brevísimo resumen.
En primer término:
está en entredicho la concepción de un proceso abierto hacia el infinito y
sinónimo de progreso continuo. Apenas si debo mencionar lo que todos sabemos:
los recursos naturales son finitos y un día se acabarán. Además, hemos causado
daños tal vez irreparables al medio natural y la especie misma está amenazada.
Por otra parte, los instrumentos del progreso - la ciencia y la técnica - han
mostrado con terrible claridad que pueden convertirse fácilmente en agentes de
destrucción. Finalmente, la existencia de armas nucleares es una refutación de
la idea de progreso inherente a la historia. Una refutación, añado, que no hay
más remedio que llamar devastadora.
En segundo término:
la suerte del sujeto histórico, es decir, de la colectividad humana, en el
siglo XX. Muy pocas veces los pueblos y los individuos habían sufrido tanto:
dos guerras mundiales, despotismos en los cinco continentes, la bomba atómica
y, en fin, la multiplicación de una de las instituciones más crueles y
mortíferas que han conocido los hombres, el campo de concentración. Los
beneficios de la técnica moderna son incontables pero es imposible cerrar los
ojos ante las matanzas, torturas, humillaciones, degradaciones y otros daños
que han sufrido millones de inocentes en nuestro siglo.
En tercer término:
la creencia en el progreso necesario. Para nuestros abuelos y nuestros padres
las ruinas de la historia - cadáveres, campos de batalla desolados, ciudades
demolidas - no negaban la bondad esencial del proceso histórico. Los cadalsos y
las tiranías, las guerras y la barbarie de las luchas civiles eran el precio
del progreso, el rescate de sangre que había que pagar al dios de la historia.
¿Un dios? Si, la razón misma, divinizada y rica en crueles astucias, según
Hegel. La supuesta racionalidad de la historia se ha evaporado. En el dominio
mismo del orden, la regularidad y la coherencia - en las ciencias exactas y en
la física - han reaparecido las viejas nociones de accidente y de catástrofe.
Inquietante resurrección que me hace pensar en los terrores del Año Mil y en la
angustia de los aztecas al fin de cada ciclo cósmico.
Y para terminar
esta apresurada enumeración: la ruina de todas esas hipótesis filosóficas e
históricas que pretendían conocer las leyes de desarrollo histórico. Sus creyentes,
confiados en que eran dueños de las llaves de la historia, edificaron poderosos
estados sobre pirámides de cadáveres. Esas orgullosas construcciones,
destinadas en teoría a liberar a los hombres, se convirtieron muy pronto en
cárceles gigantescas. Hoy las hemos visto caer; las echaron abajo no los
enemigos ideológicos sino el cansancio y el afán libertario de las nuevas
generaciones. ¿Fin de las utopías? Más bien: fin de la idea de la historia como
un fenómeno cuyo desarrollo se conoce de antemano. El determinismo histórico ha
sido una costosa y sangrienta fantasía. La historia es imprevisible porque su
agente, el hombre, es la indeterminación en persona.
Este pequeño repaso
muestra que, muy probablemente, estamos al fin de un período histórico y al
comienzo de otro. ¿Fin o mutación de la Edad Moderna? Es difícil saberlo. De todos modos,
el derrumbe de las utopías ha dejado un gran vacío, no en los países en donde
esa ideología ha hecho sus pruebas y ha fallado sino en aquellos en los que
muchos la abrazaron con entusiasmo y esperanza. Por primera vez en la historia
los hombres viven en una suerte de intemperie espiritual y no, como antes, a la
sombra de esos sistemas religiosos y políticos que, simultáneamente, nos
oprimían y nos consolaban. Las sociedades son históricas pero todas han vivido
guiadas e inspiradas por un conjunto de creencias e ideas metahistóricas. La
nuestra es la primera que se apresta a vivir sin una doctrina metahistórica;
nuestros absolutos - religiosos o filosóficos, éticos o estéticos - no son
colectivos sino privados. La experiencia es arriesgada. Es imposible saber si
las tensiones y conflictos de esta privatización de ideas, prácticas y
creencias que tradicionalmente pertenecían a la vida pública no terminará por
quebrantar la fábrica social. Los hombres podrían ser poseídos nuevamente por
las antiguas furias religiosas y por los fanatismos nacionalistas. Sería
terrible que la caída del ídolo abstracto de la ideología anunciase la
resurrección de las pasiones enterradas de las tribus, las sectas y las
iglesias. Por desgracia, los signos son inquietantes.
La declinación de
las ideologías que he llamado metahistóricas, es decir, que asignan un fin y
una dirección a la historia, implica el tácito abandono de soluciones globales.
Nos inclinamos más y más, con buen sentido, por remedios limitados para
resolver problemas concretos. Es cuerdo abstenerse de legislar sobre el porvenir.
Pero el presente require no solamente atender a sus necesidades inmediatas:
también nos pide una reflexión global y más rigurosa. Desde hace mucho creo, y
lo creo firmemente, que el ocaso del futuro anuncia el advenimiento del hoy.
Pensar el hoy significa, ante todo, recobrar la mirada critica. Por ejemplo, el
triunfo de la economía de mercado - un triunfo por default del adversario - no
puede ser únicamente motivo de regocijo. El mercado es un mecanismo eficaz
pero, como todos los mecanismos, no tiene conciencia y tampoco misericordia.
Hay que encontrar la manera de insertarlo en la sociedad para que sea la
expresión del pacto social y un instrumento de justicia y equidad. Las
sociedades democráticas desarrolladas han alcanzado una prosperidad envidiable;
asimismo, son islas de abundancia en el océano de la miseria universal. El tema
del mercado tiene una relación muy estrecha con el deterioro del medio
ambiente. La contaminación no sólo infesta al aire, a los ríos y a los bosques
sino a las almas. Una sociedad poseída por el frenesí de producir más para
consumir más tiende a convertir las ideas, los sentimientos, el arte, el amor,
la amistad y las personas mismas en objetos de consumo. Todo se vuelve cosa que
se compra, se usa y se tira al basurero. Ninguna sociedad había producido
tantos desechos como la nuestra. Desechos materiales y morales.
La reflexión sobre
el ahora no implica renuncia al futuro ni olvido del pasado: el presente es el
sitio de encuentro de los tres tiempos. Tampoco puede confundirse con un fácil
hedonismo. El árbol del placer no crece en el pasado o en el futuro sino en el
ahora mismo. También la muerte es un fruto del presente. No podemos rechazarla:
es parte de la vida. Vivir bien exige morir bien. Tenemos que aprender a mirar
de frente a la muerte. Alternativamente luminoso y sombrío, el presente es una
esfera donde se unen las dos mitades, la acción y la contemplación. Así como
hemos tenido filosofías del pasado y del futuro, de la eternidad y de la nada,
mañana tendremos una filosofía del presente. La experiencia poética puede ser
una de sus bases. ¿Qué sabemos del presente? Nada o casi nada. Pero los poetas
saben algo: el presente es el manantial de las presencias.
En mi peregrinación
en busca de la modernidad me perdí y me encontré muchas veces. Volví a mi
origen y descubrí que la modernidad no está afuera sino adentro de nosotros. Es
hoy y es la antigüedad más antigua, es mañana y es el comienzo del mundo, tiene
mil años y acaba de nacer. Habla en náhuatl, traza ideogramas chinos del siglo
IX y aparece en la pantalla de televisión. Presente intacto, recién
desenterrado, que se sacude el polvo de siglos, sonríe y, de pronto, se echa a
volar y desaparece por la ventana. Simultaneidad de tiempos y de presencias: la
modernidad rompe con el pasado inmediato sólo para rescatar al pasado milenario
y convertir a una figurilla de fertilidad del neolítico en nuestra
contemporánea. Perseguimos a la modernidad en sus incesantes metamorfosis y
nunca logramos asirla. Se escapa siempre: cada encuentro es una fuga. La
abrazamos y al punto se disipa: sólo era un poco de aire. Es el instante, ese
pájaro que está en todas partes y en ninguna. Queremos asirlo vivo pero abre
las alas y se desvanece, vuelto un puñado de sílabas. Nos quedamos con las manos
vacías. Entonces las puertas de la percepción se entreabren y aparece el otro
tiempo, el verdadero, el que buscábamos sin saberlo: el presente, la presencia.
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