jueves, 27 de mayo de 2010

Eric Hobsbawm: "Es un error creer que la religión es un fenómeno destinado a desaparecer"

En Clarín, 24 de mayo de 2010

El gran historiador británico afirma que su presencia se percibe en especial entre los débiles y los pobres. Las implicancias de ese avance en el Islam y sus relaciones con el mundo contemporáneo.
A sus 93 años, Eric Hobsbawm es considerado el mayor historiador vivo y su obra -en especial sus estudios generales como “La era del capital” y “La era de la revolución”- son clásicos de la historiografía. Nacido en Egipto pero inglés por adopción, en los años '30 perteneció a un influyente grupo de jóvenes intelectuales marxistas no estalinistas y en su carrera nunca dejó de observar con especial atención la evolución de los movimientos obreros. El siguiente es su último ejercicio de análisis del estado actual de la política global.
El nacionalismo fue una fuerza motriz de los siglos XIX y XX. ¿Cuál es su lectura de la situación actual?

No hay duda de que, históricamente, el nacionalismo fue, en gran medida, parte del proceso de formación de los Estados modernos, que requerían una forma de legitimación diferente del tradicional Estado teocrático o dinástico. La idea original del nacionalismo fue la creación de Estados grandes y me parece que esta función unificadora y ampliadora fue muy importante. Un caso típico fue la Revolución francesa, donde en 1790 apareció la gente diciendo "ya no somos del delfinado o del sur, todos nosotros somos franceses". En una etapa posterior, a partir de la década de 1870, encuentras movimientos de grupos dentro del Estado a la búsqueda de sus propios Estados independientes. Esto, desde luego, produjo el wilsoniano momento de la autodeterminación, aunque por fortuna en 1918-1919 se corrigió hasta cierto punto por algo que desde entonces ha desaparecido por completo, es decir, por la protección de las minorías. Se reconoció que ninguno de estos nuevos Estados-nación era, de hecho, étnica o lingüísticamente homogéneo. Pero, después de la Segunda Guerra Mundial, la debilidad de los acuerdos existentes fue abordada no sólo por los rojos, sino por todo el mundo, con la deliberada y forzosa creación de la hegemonía étnica. Esto trajo una enorme cantidad de sufrimiento y crueldad y, a largo plazo, tampoco funcionó. Sin embargo, hasta ese período, ese nacionalismo de tipo separatista operaba razonablemente bien. Se vio reforzado después de la Segunda Guerra Mundial por la descolonización, que por su naturaleza creó más Estados; y fue reafirmado aún más a finales del siglo por el colapso del imperio soviético, que también creó nuevos mini-Estados separados, incluidos muchos que, como en las colonias, realmente no habían querido separarse y para los cuales la independencia vino impuesta por la fuerza de la historia. Creo, por otro lado, que la función de los Estados pequeños, separatistas, que se han multiplicado tremendamente desde 1945, ha cambiado. Una razón de ello es que ahora se los reconoce como existentes. Antes de la Segunda Guerra Mundial, mini-Estados como Andorra, Luxemburgo y todos los demás no estaban reconocidos como parte del sistema internacional, excepto por los coleccionistas de sellos. La idea de que todas las unidades políticas existentes, hasta llegar a la Ciudad del Vaticano, son ahora un Estado y potencialmente un miembro de Naciones Unidas es nueva. También está bastante claro que, en términos de poder, estos Estados no son capaces de desempeñar el papel de los Estados tradicionales, no poseen capacidad para hacer la guerra a otros Estados. Se han convertido, como mucho, en paraísos fiscales o bases secundarias para decisores transnacionales. Islandia es un buen ejemplo; Escocia no está muy lejos. La base del nacionalismo ya no es la función histórica de crear una nación como un Estado-nación. Ya no es, por así decir, un eslogan demasiado convincente. En otro momento pudo ser eficaz como medio para crear comunidades y organizarlas contra otras unidades políticas o económicas, pero hoy el elemento xenófobo en el nacionalismo es cada vez más importante. Las causas de la xenofobia son ahora mucho mayores de lo que lo eran antes. Es cultural más que política -ahí está el auge del nacionalismo inglés o escocés de los últimos años-, pero no por eso menos peligrosa.

¿No incluía el fascismo esas formas de xenofobia?

En cierto sentido, el fascismo era todavía parte de una corriente para crear grandes naciones. No hay duda de que el fascismo italiano fue un gran salto adelante para convertir a los calabreses y umbrienses en italianos; e incluso en Alemania no lo fue hasta 1934 cuando los alemanes pudieron ser definidos como alemanes y no como germanos porque eran suevos, francos o sajones. Ciertamente, el fascismo alemán y el de Europa Central y del Este estaban apasionadamente en contra de los extranjeros -principalmente, pero no sólo-, contra los judíos. Y, por supuesto, el fascismo proporcionaba pocas garantías contra los instintos xenófobos. Una de las enormes ventajas de los viejos movimientos obreros era que ellos sí proporcionaban esa garantía. Esto quedó claro en Sudáfrica: si no llega a ser por el compromiso con la igualdad y la no discriminación de las organizaciones de la izquierda tradicional, la tentación de venganza sobre los afrikaners hubiera sido mucho más difícil de resistir.

¿Las dinámicas separatistas y xenófobas del nacionalismo operan ahora en los márgenes de la política mundial más que en el centro?

Sí, creo que es probable que eso sea cierto, aunque hay áreas como el sureste de Europa donde ha hecho una gran cantidad de daño. Desde luego, todavía el nacionalismo -o el patriotismo o la identificación con un pueblo específico, no necesariamente definido étnicamente- es un enorme activo para otorgar legitimidad a los gobiernos. Éste es el caso de China. Uno de los problemas de India es que ellos no tienen nada parecido a eso. Obviamente, Estados Unidos no puede basarse en la unidad étnica, pero sin duda tiene fuertes sentimientos nacionalistas. En muchos de los Estados que funcionan correctamente esos sentimientos permanecen. Ésta es la razón por la que la emigración masiva crea más problemas en la actualidad.

Ahora que llega tanta gente nueva a Europa y a Estados Unidos, ¿cómo prevé el funcionamiento de las dinámicas sociales de la inmigración contemporánea? ¿Habrá un crisol europeo similar al estadounidense?

Pero en Estados Unidos el crisol dejó de serlo ya en los años sesenta. Además, a finales del siglo XX, la migración es muy diferente de la de periodos anteriores, principalmente porque emigrando ya no se rompen los lazos con el pasado hasta el mismo punto que antes. Puedes seguir viviendo en dos, posiblemente incluso en tres mundos al mismo tiempo, e identificarte con dos o tres lugares diferentes. Puedes seguir siendo guatemalteco mientras estás en Estados Unidos. También hay situaciones, como en la UE, donde de facto la inmigración no crea la posibilidad de asimilación. Un polaco que llega al Reino Unidos no se supone que sea otra cosa que un polaco que viene a trabajar. Esto es, desde luego, nuevo y por completo diferente de la experiencia, por ejemplo, de la gente de mi generación -la de los emigrados políticos, aunque yo no fuera uno de ellos-, en la que tu familia era británica, pero culturalmente uno nunca dejaba de ser austríaco o alemán, y sin embargo, a pesar de todo, uno pensaba que debía ser inglés. Incluso cuando regresaban a sus países, no era lo mismo, el centro de gravedad había cambiado. Creo que es esencial mantener las reglas básicas de la asimilación; que los ciudadanos de un determinado país deberían comportarse de determinada manera y tener determinados derechos, que éstos deberían definirlos y que ello no debería quedar debilitado por argumentos multiculturales. Francia, a pesar de todo, había integrado a tantos de sus inmigrantes extranjeros como Estados Unidos, en términos relativos, y ciertamente la relación entre los locales y los antiguos inmigrantes es aún mejor ahí. Esto se debe a que los valores de la República francesa siguen siendo esencialmente igualitarios.

Hoy crece la opinión de que la religión ha regresado como una fuerza poderosa en un continente tras otro. ¿Cree que éste es un fenómeno de superficie más que de profundidad?

Es claro que la religión -como la ritualización de la vida, la creencia en la influencia de espíritus o entidades no materiales y, sobre todo, como un vínculo de unión de las comunidades- está tan extendida a lo largo de la historia que sería un error considerarla un fenómeno superficial o destinado a desaparecer; al menos entre los pobres y los débiles, que probablemente necesiten más sus consuelos y sus potenciales explicaciones de por qué las cosas son como son. Hay sistemas de gobierno, como el chino, que, a efectos prácticos, carecen de cualquier cosa que equivalga a lo que nosotros consideraríamos como religión. Ellos demuestran que eso es posible, pero creo que uno de los errores de los movimientos socialistas y comunistas tradicionales fue intentar extirpar violentamente la religión en tiempos donde podría haber sido mejor no hacerlo. Después de la caída de Mussolini en Italia, uno de los cambios más interesantes llegó cuando Togliatti dejó de discriminar a los católicos practicantes: hizo bien en hacerlo. De otra manera no hubiera logrado que el 14 por ciento de las amas de casa votasen a los comunistas en los años cuarenta. Esto cambió el carácter del Partido Comunista Italiano, que pasó de ser un partido leninista de vanguardia a un partido de clases de masas o un partido popular. Por otra parte, es cierto que la religión ha dejado de ser el lenguaje universal del discurso público y, en esa medida, la secularización ha sido un fenómeno global, aun cuando sólo haya debilitado a la religión organizada en algunas partes del mundo. En Europa todavía sigue haciéndolo; por qué no ha ocurrido esto en Estados Unidos no está tan claro, pero no hay duda de que la secularización se ha impuesto en gran medida entre los intelectuales y otros que no la necesitan. Para la gente que continúa siendo religiosa, el hecho de que ahora haya dos lenguajes para el discurso produce una cierta clase de esquizofrenia que se puede ver bastante a menudo, por ejemplo, en los judíos fundamentalistas de Cisjordania: creen en lo que son tonterías patentes, pero trabajan como expertos en tecnologías de la información. El actual movimiento islámico está compuesto en gran parte por jóvenes tecnólogos y técnicos de esta clase. Las prácticas religiosas, sin duda, cambiarán sustancialmente. El que ello vaya a producir una mayor secularización no está claro. Desde luego, el declive de las ideologías de la Ilustración ha dejado mucho más espacio para las políticas religiosas y para versiones religiosas del nacionalismo, pero no creo que haya habido un gran avance de todas las religiones. Muchas van cuesta abajo. El catolicismo romano está luchando con mucha energía, incluso en América Latina, contra el auge de las sectas protestantes evangélicas, y estoy seguro de que se mantiene en Africa sólo por las concesiones a las costumbres y hábitos locales. Las sectas protestantes evangélicas están creciendo, pero no está claro hasta qué punto son algo más que una pequeña minoría de los sectores socialmente en ascenso, como fueron los inconformistas en Inglaterra. Tampoco está claro que el fundamentalismo judío, que hace tanto daño en Israel, sea un fenómeno de masas. La única excepción a esta tendencia es el Islam, que ha continuado expandiéndose sin que haya habido ninguna actividad misionera efectiva durante los siglos pasados. Dentro del Islam no está claro si tendencias como el actual movimiento para restaurar el califato representan algo más que a una minoría militante. De cualquier forma, me parece que el Islam tiene grandes activos que le permitirán continuar creciendo, principalmente porque da a la gente pobre la sensación de que son tan buenos como cualquiera y de que todos los musulmanes son iguales.

¿No se podría decir lo mismo del Cristianismo?

Pero un cristiano no cree que él sea tan bueno como cualquier otro cristiano. Dudo que los cristianos negros crean que ellos son tan buenos como los colonizadores cristianos, mientras que los musulmanes negros sí lo creen. La estructura del Islam es más igualitaria y el elemento militante es más fuerte. Recuerdo haber leído que los comerciantes de esclavos en Brasil dejaron de importar esclavos musulmanes porque se rebelaban continuamente. Desde nuestra posición, este atractivo tiene considerables peligros: en alguna medida, el Islam hace a los pobres menos receptivos a otros llamamientos a favor de la igualdad. En el mundo musulmán, los progresistas sabían desde el principio que no había manera de alejar a las masas del Islam; incluso en Turquía tuvieron que llegar a alguna clase de modus vivendi, probablemente el único lugar donde esto se produjo de manera satisfactoria. En otros sitios, el auge de la religión como un elemento de la política, de la política nacionalista, ha sido en extremo peligroso.

La ciencia era parte central de la cultura de la izquierda antes de la Segunda Guerra Mundial, pero luego desapareció como elemento dirigente del pensamiento marxista o socialista. ¿Cree que los temas ambientales pueden provocar la reincorporación de la ciencia a la política radical?

Estoy seguro de que los movimientos radicales estarán interesados por la ciencia. Las preocupaciones ambientales y de otro tipo producen sólidas razones para contrarrestar la huida de la ciencia y de la aproximación racional a los problemas que se generalizó bastante durante los años setenta y ochenta. Pero, con respecto a los propios científicos, no creo que suceda. A diferencia de los científicos sociales, no hay nada que una a los científicos naturales con la política. Históricamente hablando, en la mayoría de los casos han permanecido apolíticos o tenían los estándares políticos de su respectiva clase. Hay excepciones, por ejemplo, entre la juventud a principios del siglo XIX en Francia y muy notablemente en las décadas de los años treinta y cuarenta. Pero éstos son casos especiales debidos al reconocimiento de los propios científicos de que su trabajo estaba siendo cada vez más esencial para la sociedad, pero que la sociedad no se daba cuenta. En el siglo XX la física fue el centro del desarrollo, mientras que en el siglo XXI lo es la biología. Al estar más cerca de la vida humana puede haber un elemento de politización mayor, pero ciertamente hay un factor que lo contrarresta: cada vez más los científicos han sido integrados en el sistema capitalista, tanto los individuos como las organizaciones. Hace cuarenta años hubiera resultado impensable hablar de patentar un gen. Hoy uno patenta un gen con la esperanza de hacerse millonario, y eso ha alejado a un nutrido grupo de científicos de la política de izquierda. Lo único que todavía puede politizarlos es la lucha contra gobiernos dictatoriales o autoritarios que interfieran en su trabajo. Desde luego, el medio ambiente es un tema que puede mantener movilizado a un cierto número de científicos. Si hay un desarrollo masivo de campañas alrededor del cambio climático, entonces los expertos se encontrarán comprometidos, principalmente contra ignorantes y reaccionarios. Por eso no está todo perdido.

Si debiera escoger temas o campos aún sin explorar que presenten desafíos para futuros historiadores, ¿cuáles elegiría?

El gran problema es uno muy general. En virtud de los estándares paleontológicos, la especie humana ha transformado su existencia a una velocidad asombrosa, pero el grado de cambio ha variado enormemente. Algunas veces se ha movido muy despacio, algunas veces muy deprisa, algunas de manera controlada, otras no. Claramente, esto implica un creciente control sobre la naturaleza, pero no deberíamos afirmar que sabemos adónde nos conduce. Los marxistas se han centrado correctamente sobre los cambios en el modo de producción y sus relaciones sociales como los generadores del cambio histórico. Sin embargo, si pensamos en términos de cómo "los hombres hacen su propia historia", la gran pregunta es ésta: históricamente, las comunidades y los sistemas sociales han apuntado hacia la estabilización y la reproducción, creando mecanismos capaces de mantener a raya saltos perturbadores hacia lo desconocido. La resistencia contra la imposición del cambio desde afuera es todavía un factor importante de la política mundial actual.
¿Cómo, entonces, unos seres humanos y unas sociedades estructuradas para resistir el desarrollo dinámico aceptan un modo de producción cuya esencia es su interminable e impredecible desarrollo dinámico? Los historiadores marxistas podrían investigar con provecho el funcionamiento de esta contradicción básica entre los mecanismos que traen el cambio y los preparados para resistirlo.



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jueves, 6 de mayo de 2010

El espejo lejano del primer Centenario

por Luis Alberto Romero

Publicado en Ñ, 25 de abril de 2010

Como todos los grandes aniversarios, los Centenarios provocan en los ciudadanos una pregunta y un desafío: qué hicimos y qué podemos hacer. Para el historiador, son además momentos privilegiados para comparar cómo han cambiado las miradas de la sociedad sobre sí misma. Frente al espejo del Centenario aparecen sus valores, sus balances y sus expectativas. Ciudadano e historiador, quiero tratar de entender cómo se miraban en su espejo los argentinos de 1910 y compararlo con nuestras miradas de hoy. Voy a centrarme en tres cuestiones: el Estado, la República y la Nación. Me temo que la comparación no ha de ser alentadora.

La mirada del Centenario

Coloquémonos primero en 1910. Fue el momento de un balance maduro, con mucho optimismo, pero también con dudas y temores. Los optimistas veían en el siglo transcurrido la progresiva realización de un logro magnífico. Parecían lejanas las luchas por la construcción del Estado: las guerras civiles, que jalonadas por pactos efímeros, se prolongaron hasta 1880. En 1910 el Estado estaba sólidamente afirmado, no había guerras interiores, las fronteras estaban definidas, y sus principales instituciones –el ejército, la escuela pública, el correo, entre otras– funcionaban eficientemente. A través de ellas el Estado pudo modelar un país pujante, impulsado por la inmigración, el crecimiento agrario y el comercio exterior. Era una época de confianza en la capacidad del Estado para dirigir y orientar todo, e inclusive para regular los conflictos.

Desde 1810 nadie dudó de que la Argentina sería una república, pero construir sus instituciones fue tarea ardua. A mediados de siglo, Alberdi habló de una "república posible", con instituciones fuertes, amplias libertades y pocos ciudadanos. Faltaba la democracia, que completaría la "república verdadera", y hacia allí marchó la ley electoral de 1912, la ley Sáenz Peña, producto legítimo del reformismo del Centenario.

Tampoco había dudas en el Centenario de que la Argentina era ya una nación. Bartolomé Mitre dijo que lo era desde 1810, pero eso no era completamente exacto. La nación, concebida gradualmente por intelectuales y políticos, sólo arraigó en las conciencias cuando el Estado la hizo suya, y le dio forma y contenido. La tarea era complicada en el escenario babélico de la inmigración masiva. Pero en 1910 estaban sentadas las bases de una nacionalidad, gracias sobre todo a la tenaz acción de la escuela pública. La nacionalidad de 1910 era plural, tolerante y liberal, no excluía a nadie y ponía en primer término las ideas de ley y patria.

A los pesimistas les preocupaba, en primer lugar, la cuestión social, es decir, el desarrollo de la conflictividad laboral. Algunos creyeron que sólo era posible la represión, pero la mayoría confió en las reformas, por ejemplo un Código del Trabajo que legalizara y regulara la acción sindical. También los preocupaba que la nacionalidad fuera insuficiente y querían reforzar la conciencia y la unidad del llamado ser nacional, lo que originó inacabables discusiones sobre su definición.

Optimistas y pesimistas expresaban dos perspectivas que, aunque opuestas, tenían un punto de coincidencia: la posibilidad de la reforma, del mejoramiento de una realidad perfectible, y la confianza en la potencia de quien podía realizar esas reformas: el Estado.

El Bicentenario
Ubicados en el Bicentenario, es difícil trazar un balance único. En el siglo hubo dos Argentinas diferentes, separadas por la profunda brecha de los años setenta. Una, próspera, integrada y conflictiva; la otra, empobrecida, segmentada pero que, paradójicamente, intentaba construir una democracia republicana.

Veamos la primera. Muchos la conocimos, pero ya no existe más. Hasta los años setenta, la Argentina fue vital y conflictiva. Tuvo una economía relativamente próspera, capaz por ejemplo de asegurar un empleo a los sucesivos contingentes migratorios. Su sociedad fue dinámica, móvil e integrativa, y en general los hijos estuvieron mejor que los padres, ya fuera en educación, en empleos e ingresos. También fue una sociedad conflictiva. Algunos de esos conflictos tuvieron que ver con el acelerado proceso de incorporación social, como ocurrió en el origen del peronismo. Otros, en cambio, se explican por las características del Estado y su relación con las diferentes corporaciones de intereses.

Aquella Argentina tuvo un Estado activo y potente, que intervino de manera creciente para regular y arbitrar en los conflictos de una sociedad cada vez más compleja. Al hacerlo, desarrolló también una gran capacidad para conceder franquicias, privilegios o, lisa y llanamente, prebendas. Una característica de aquella sociedad fue que cada uno –obrero, empresario, profesional, docente, sacerdote o militar– trató de encuadrarse en una corporación, aguerrida y combatiente, para arrancar al Estado algún privilegio o beneficio especial. En ese diálogo, el Estado potente fue progresivamente colonizado por las corporaciones, perdió su autonomía y se convirtió en el campo de combate y a la vez en su botín, hasta llegar al paroxismo de los tempranos años setenta.

Con respecto a la república y a la democracia, la sociedad integrada y móvil produjo una ciudadanía informada, activa y participativa, que protagonizó en la primera mitad del siglo XX dos ciclos definidamente democráticos: el radical y el peronista. En los dos casos se trató de una cierta variedad de democracia: de líder, plebiscitaria, fuertemente unanimista y escasamente republicana. Tanto el radicalismo como el peronismo se presentaron como la expresión de la nación y el pueblo. El presidente, depositario de la voluntad del pueblo, no se consideraba atado por los otros poderes de la república. Los adversarios del movimiento eran, en realidad, enemigos del pueblo y de la nación. Uno de los resultados de esta práctica democrática singular fue una vida política facciosa, intolerante e inestable. Los militares aprovecharon los conflictos de la democracia para proponer la alternativa de la dictadura, de formas cada vez más terribles.

Uno de los productos más característicos de la Argentina vital fue un nacionalismo robusto y aguerrido, construido sobre la idea de la unidad y la homogeneidad de una nación, que sin embargo debía ser definida. Quien impusiera su definición del ser nacional podía decidir quién pertenecía auténticamente y quién quedaba en los márgenes de la nación. La tarea convocó a poderosos enunciadores: el Ejército, la Iglesia católica, las fuerzas políticas nacionales y populares. Cada uno tuvo su idea de la nación, pero todas tenían ese rasgo común de la exclusión del otro, y entre todas dieron forma a un nacionalismo agresivo e intolerante, soberbio y paranoico. Su expresión más terrible fue la guerra de Malvinas, en 1982, y la multitud congregada en la plaza de Mayo, aclamando al dictador nacionalista.

La Argentina de hoy
La última dictadura militar potenció al extremo los conflictos y las malas pasiones de aquella Argentina. A la vez, su manera de enfrentarlos inició la construcción de la nueva Argentina, la que hoy nos toca vivir. Se trata de una Argentina decadente. En las últimas tres décadas el país cambió completamente. Se destruyó su antigua economía, ciertamente ineficaz, pero el surgimiento de lo nuevo apenas se vislumbra. La consecuencia ha sido un empobrecimiento general y una formidable redistribución regresiva del ingreso. En la gran transformación hubo algunos grandes beneficiados y una masa de afectados, sumergidos en la desocupación y en la miseria. Hoy la sociedad argentina está fragmentada, segmentada y cada vez pesan menos las clases medias que supieron caracterizarla.

En ese contexto social, tan poco adecuado para la formación de ciudadanos y de ciudadanía, la Argentina hizo su intento más sistemático y voluntarioso de construcción de una democracia republicana, como nunca conoció anteriormente: liberal, pluralista, republicana, basada en la ley, los derechos humanos y la discusión racional. Esa fue la ilusión de 1983. En la democracia realmente existente que tenemos desde los noventa llama la atención la reaparición de modelos de gestión política y estatal familiares en otras épocas. La democracia republicana se ha ido convirtiendo cada vez más en una democracia delegativa, según la fórmula de Guillermo O'Donnell. También reaparece el argumento plebiscitario –aunque las plazas unánimes y espontáneas sean raras– y junto con él, la execración del otro. Finalmente, reaparece una figura mucho más antigua: la de los gobiernos electores, que combinando presión y dádivas pueden construir los resultados comiciales.

Pero la clave está en el Estado. La reforma estatal se viene desarrollando sin solución de continuidad desde 1976, con la sola excepción de los años de Alfonsín. Consistió casi exclusivamente en destruirlo, con justificaciones tanto liberales como estatistas. Para achicar el déficit, se redujeron sus funciones sociales, como la educación, la salud y la seguridad, agudizando la pobreza. Para beneficiar a los más fuertes –los ganadores de la gran crisis– se redujo al mínimo su capacidad de control, achicando o destruyendo oficinas estatales. Pero se mantuvieron las prácticas prebendarias, que permanecen, aunque los beneficiarios se van alternando. El resultado ha sido un Estado incapacitado de desarrollar políticas sostenidas. Para quienes lo gobiernan, es hoy como un automóvil sin acelerador, freno ni volante; una herramienta inservible y hasta peligrosa que como un televisor viejo, sólo funciona con golpes de autoridad, de resultados imprevisibles.

Un balance
En 2001 se produjo una espectacular crisis, y después tuvimos una inesperada ola de prosperidad. Esta no ha concurrido a disolver el núcleo de miseria, que ya crece con lógica propia. Allí está la base de una sociedad escindida en dos mundos, que viven un conflicto cotidianamente escenificado en las calles. Si esto puede revertirse, sólo lo puede hacer el Estado.

¿Qué estado? ¿Con qué régimen político? ¿En nombre de qué nación? En torno de estas cuestiones se plantean los desafíos del Bicentenario. Algo va quedando claro: en lugar del consenso amplio de 1983, hay frente a cada cuestión dos opciones, más o menos claramente planteadas. Respecto de la República, para unos es un estorbo, y la solución está en achicarla y concentrar el poder en su vértice, apelando a la eficiencia y la legitimidad plebiscitaria. Para otros, el problema está en la discusión, la negociación y la elaboración de proyectos colectivos, lo que requiere fortalecer la Justicia y el Congreso.

Estos también sostienen que es necesario reconstruir el Estado. Liberarlo de la colonización corporativa y las prácticas prebendarias. Devolverle su potencia, dotarlo de las agencias que lo conviertan en maquinaria eficaz de las directivas del gobierno. Esta propuesta no tiene objetores de fondo sino enemigos de retaguardia, solapados. Son los que corrompen la porción del Estado que les afecta, mediante el prebendarismo o el clientelismo político. O los que destruyen las agencias molestas, las pocas que sobrevivieron a los vendavales de la dictadura y de los noventa.

Sin desconocer la importancia de la cuestión republicana, diría que el meollo del desafío de la hora está en la reconstrucción de un Estado capaz de pensar políticas estatales o políticas nacionales. Un Estado como el que tenían los hombres del Centenario, aunque ciertamente los problemas que ellos enfrentaban eran mucho más sencillos.
Esa me parece la lección que se desprende de mirar la Argentina del Bicentenario en el espejo, hoy un poco lejano, de su primer Centenario.

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