domingo, 4 de diciembre de 2011

El Estado impone su propia épica


Por Luis Alberto Romero
LA NACION, 30 de noviembre de 2011
El autor, historiador, es investigador principal del Conicet/UBA


Un reciente decreto creó el Instituto Nacional de Revisionismo Histórico Argentino e Iberoamericano Manuel Dorrego. De sus fundamentos se deduce que el Estado argentino se propone reemplazar la ciencia histórica por la epopeya y el mito.

El mito y la epopeya están en la prehistoria del saber histórico. Los mitos explicaban el misterio y el papel de lo divino; los relatos épicos exaltaban la acción de los héroes, entre divinos y humanos. La historia se ocupó, simplemente, de los hombres, y trató de entenderlos basándose en el razonamiento y la comprobación. En la Antigua Grecia, Herodoto y Tucídides fundaron la historia como ciencia y dejaron en el camino mitos y héroes. A mediados del siglo XIX, Wagner recurrió al mito y a la épica, pero sus óperas se representaban en los teatros; en las universidades estaban los historiadores tan notables como Mommsen.

Más o menos así estamos hoy en la Argentina. No tenemos ópera, pero hay abundantes cantantes, poetas y escritores de mitos y epopeyas, que conquistan la fantasía de su público. Los historiadores, por su parte, trabajan en las universidades y en el Conicet.

El Estado tiene otra idea: la épica debe ocupar el lugar de la historia. La tarea que le encomienda al Instituto de Revisionismo es rescatar y valorar la obra de los héroes fundadores de nuestra nación, sistemáticamente ignorada por la "historia oficial". Nadie se sorprendería si leyera esa propuesta en los escritos de Pacho O'Donnell, presidente del nuevo instituto. Su pluma y su verba son familiares. Lo insólito es que una prosa tan idiosincrática sea asumida, sin correcciones ni matices, por el Estado nacional a través de un decreto firmado por la Presidenta, el jefe de Gabinete y el ministro de Educación.

El decreto amonesta severamente a los historiadores. Obnubilados por el "liberalismo cosmopolita", abandonaron su misión -la reivindicación de los héroes patrios- y ocultaron la gesta de las grandes personalidades identificadas con el ideario nacional y con las luchas populares. Entre otros héroes olvidados se encuentran personajes como San Martín, Rosas, Yrigoyen, Perón y Eva Perón. También son culpables de haber olvidado el aporte de las mujeres y, sobre todo, la contribución de los sectores populares a estas luchas. Al nuevo instituto se le pide que elabore una reivindicación de los auténticos héroes, con la salvedad de que debe hacerse mediante un saber científico riguroso, ausente de la investigación histórica actual.

Los historiadores profesionales vivimos en el engaño. Creímos que la investigación histórica científica y rigurosa se había consolidado en las universidades y el Conicet. Computamos como hechos positivos no sólo la excelente formación profesional, sino la ampliación de nuestros temas, inclusive -entre tantos otros-, los referidos a las personalidades mencionadas. Nos enorgullecimos de haber superado viejas controversias esterilizantes. Acordamos que no existen verdades únicas ni definitivas y que el nuestro es un conocimiento en revisión permanente. No se si efectivamente lo logramos. Pero lo cierto es que hoy hay una enorme cantidad de historiadores excelentes y altamente capacitados, que se han formado y han sido examinados en sus capacidades por las rigurosas instituciones del Estado argentino: sus universidades, el Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas o la Agencia Nacional de Investigaciones.

Creímos que retribuíamos al Estado lo que hizo por nuestra formación con buena historia, reconocida en todo el mundo. Pero a través de este decreto, la más alta autoridad nos dice que ha sido un trabajo vano, y que sus instituciones académicas y científicas han fallado. Todo lo que hemos hecho es historia "oficial", y, peor aún, "liberal".

El decreto también se ocupa del conjunto de los ciudadanos. Les advierte sobre los riesgos de las ideas equivocadas sembradas por los enemigos del pueblo. Los previene acerca del pernicioso relativismo del saber. Sobre el pasado -así como sobre el presente- hay una verdad, que el Estado conoce y que este instituto contribuirá a inculcar. Para ello se ocupará de la correcta educación de los docentes y los vigilará para que no recaigan en el error. Podrá además cambiar los nombres de las calles y las imágenes de los billetes, monedas y estampillas; crear museos y lugares de memoria, establecer nuevas celebraciones y, en general, promover la difusión de estas ideas a través de cualquier medio de comunicación. En estos prospectos, inquietantemente totalitarios, se dibuja una suerte de orwelliano Ministerio de la Verdad, del cual ya hemos visto algunos adelantos en la cuestión de la llamada "memoria del pasado reciente".

El revisionismo histórico, cuya tradición se invoca en este decreto, merecía un destino mejor. En esa corriente historiográfica militaron historiadores y pensadores de fuste. Julio Irazusta desarrolló una bien fundamentada defensa de Juan Manuel de Rosas, con sólida erudición, aguda reflexión y una prosa refinada. Ernesto Palacio dejó una Historia de la Argentina bien pensada y provocativa. José María Rosa, quizá más desparejo, tiene piezas de preciso conocimiento y convincente argumentación. Ellos y sus seguidores, como todos los buenos historiadores, cuestionaron las ideas establecidas, provocaron el debate y aportaron nuevas preguntas. Sobre todo, formaron parte de una tradición crítica, contestataria, irreverente con el poder y reacia a subordinar sus ácidas verdades a las necesidades de los gobiernos.

Quienes hoy hablan en su nombre impresionan por su mediocridad. El decreto los califica de "historiadores o investigadores especializados", capaces de construir un conocimiento "de acuerdo con las rigurosas exigencias del saber científico". Pero ninguno de ellos es reconocido, o simplemente conocido, en el ámbito de los historiadores profesionales. De los 33 académicos designados, hay algunos conocidos en el terreno del periodismo, la docencia o la función pública. Dos de entre ellos, Pacho O'Donnell y Felipe Pigna, son escritores famosos. En mi opinión, entre ellos hay muchos narradores de mitos y epopeyas, pero ningún historiador. Nada comparable con los fundadores del revisionismo.
Estos epígonos del revisionismo comparten con sus predecesores ciertos rasgos, disculpables en quienes reunían otros méritos. Uno de ellos es la idea de la conspiración. Los "vencedores" han mantenido oculta una historia verdadera, que ellos revelarán. Lo que hemos leído muchas veces a propósito de Rosas y de otros se aplica hoy a Manuel Dorrego, cuyos méritos enumera el decreto. A los historiadores siempre nos asombra este permanente descubrimiento de lo ya sabido. Personalmente, hace cincuenta años ya aprendí todo eso con Enrique Barba y Tulio Halperín Donghi. Desde entonces, aparecieron abundantes trabajos académicos, algunos brillantes, que están al alcance de cualquiera que se tome el trabajo de buscarlos.

La retórica revisionista, sus lugares comunes y sus muletillas, encaja bien en el discurso oficial. Hasta ahora, se lo habíamos escuchado a la Presidenta en las tribunas, denunciando conspiraciones y separando amigos de enemigos. Pero ahora es el Estado el que se pronuncia y convierte el discurso militante en doctrina nacional. El Estado afirma que la correcta visión de nuestro pasado -que es una y que él conoce- ha sido desnaturalizada por la "historia oficial", liberal y extranjerizante, escrita por "los vencedores de las guerras civiles del siglo XIX". Los historiadores profesionales quedamos convertidos en otra "corpo" que miente, en otra cara del eterno "enemigo del pueblo".

En nombre del pueblo, el Estado coloca, en el lugar de la historia enseñada e investigada en sus propias instituciones, a esta épica, modesta en sus fundamentos, pero adecuada para su discurso. Más aún, anuncia su intención de imponerla a los ciudadanos como la verdad. Quizá sea el momento de que, en nombre del pueblo, se le diga a quien encabeza el Estado que hay cosas que no tiene derecho a hacer.

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jueves, 29 de septiembre de 2011

Ideas sobre Educación en América Latina, siglo XIX

Acerca de la Educación
Andrés Bello

Periódico "El Araucano", Chile, 1836




La educación, este ensayo de la primera edad, que prepara a los hombres para desempeñar en el gran teatro del mundo el papel que la suerte les ha destinado, es la que enseña los deberes que tenemos para con la sociedad como miembros de ella, y los que tenemos para con nosotros mismos, si queremos llegar al mayor grado de bienestar de que nuestra condición es susceptible. Procurar bienes y evitar males al individuo y a sus semejantes es el objeto que nos proponemos al formar el corazón y el espíritu de un hombre; y por consiguiente, podremos considerar la educación como el empleo de las facultades más a propósito para promover la felicidad humana.

El carácter, distintivo del hombre es la susceptibilidad de mejora progresiva. La educación, que enriquece su espíritu con ideas, y adorna su corazón con virtudes, es un medio eficaz de promover sus progresos; y mientras más verdaderos y más rápidos los haga, más contribuye a que llene perfectamente su destino el único ser que habita el globo susceptible de adelantamientos. Si es, pues, necesaria la educación, y si es necesario perfeccionarla con las reformas que aconsejarla observación del corazón humano, es una cuestión semejante a si es necesario promover la felicidad común y habilitar al hombre para conseguir con toda la plenitud posible los objetos que en su creación se propuso el Hacedor.

Si bajo todo gobierno hay igual necesidad de educarse, porque cualquiera que sea el sistema político de una nación, sus individuos tienen deberes que cumplir respecto de ella, respecto de sus familias y respecto de si mismos, en ninguno pesa más la obligación de proteger este ramo importante de la Prosperidad social que en los gobiernos republicanos, pues, según nos lo enseñaría la razón, y según lo han observado varios autores, y entre ellos particularmente Montesquieu, en ninguna asociación es más interesante que en las repúblicas. El objeto que los hombres se proponen en toda sociedad es la consecución de la felicidad general. Los gobiernos republicanos no son sino los representantes a la vez y los agentes de la voluntad nacional; y estando obligados como tales a seguir los impulsos de esa voluntad, nunca podrán eximirse de dedicar sus esfuerzos a conseguir el grande objeto a que ella tiende, haciendo a los individuos, útiles a sí mismos y útiles a sus semejantes por medio de la educación. Por otra parte, el sistema representativo democrático habilita a todos los miembros para tener en los negocios una parte más o menos directa; y no podrían los pueblos dar un paso en la carrera política sin que la educación tuviese la generalidad suficiente para infundir en todos el verdadero conocimiento de sus deberes y sus derechos, sin el cual es imposible llenar los primeros y dar a los segundos el precio que nos mueve a interesarnos en su conservación.

Mas no todos los hombres han de tener igual educación, aunque es preciso que todos tengan alguna, porque cada uno tiene distinto modo de contribuir a la felicidad común. Cualquiera que sea la igualdad que establezcan las instituciones políticas, hay sin embargo en todos los pueblos una desigualdad, no diremos jerárquica (que nunca puede existir entre republicanos, sobre todo en la participación de los derechos públicos), pe ro una desigualdad de condición, una desigualdad de necesidades, una desigualdad de método de vida. A estas diferencias, es preciso que se amolde la educación para el logro de los interesantes fines a que se aplica. Varios autores, entre ellos muy notablemente Locke, sin embargo de su interés por la mejora de la especie humana, no han considerado la educación sino como un don precioso reservado a altas clases, si así nos es licito expresarnos para denominar aquella porción de individuos que por sus mayores bienes de fortuna, o por los hábitos de sus padres se dedican a la profesión de las ciencias, a la dirección de grandes intereses propios, o al desempeño de los cargos públicos. Pero es no sólo una injusticia, sino un absurdo, privar de este beneficio a las clases menos acomodadas, si todos los hombres tienen igual derecho a su bienestar, y si todos han de contribuir al bienestar general. Estas clases, como las más numerosas y las más indigentes, son las que más exigen la protección de un gobierno para la ilustración de su juventud. Mas como sus necesidades sociales son diferentes, Y como su modo de existir tiene distintos medios y distinto rumbo, es preciso también darles una educación análoga a esta situación particular. Concluyeron entre nosotros los tiempos en que se negaba la inteligencia a la masa de los pueblos, y se dividía la raza humana en opresores y oprimidos.

Muy fácil es considerar que todos los hombres son susceptibles de igual extensión de conocimientos; mas como no debe tratarse de dar a cada uno sino los necesarios para la felicidad (lite apetece en S u estado, la cuestión debe únicamente ceñirse a los que más convenientes les sean.

Está universalmente reconocido que uno de los principios de la felicidad común es hacer al pueblo lo menos pobre posible. Sus comodidades aumentan. indudablemente con su dedicación a los trabajos lucrativos; mas, aunque ellos sean la fuente de su riqueza, no por eso son tan incesantes que les impidan la adquisición de conocimientos útiles y el ejercicio del entendimiento. Los primeros años de la vida son los' más apropósito para este interesante objeto. Aun considerando la, necesidad de Proporcionar ventajas a las labores productivas, sería conveniente que el hombre no se dedicase a ellas hasta después de cierta edad, hasta que se hubiesen desarrollado completamente sus facultades; porque el hombre, como todos los animales, no puede producir toda la utilidad de que es capaz, si una aplicación prematura al trabajo, no le deja adquirir el vigor y madurez que se necesitan en éL Sin estas calidades, sería contrario a la producción, a la economía, a la salud, ese mismo trabajo, que es un manantial de prosperidad, cuando se emprende después de los primeros años. Pero si esta época preciosa de la vida en que todavía es improductivo el brazo del hombre, se emplea en ilustrar su entendimiento, en refrenar sus pasiones, y en inspirarle el amor a la ocupación y el hábito de las virtudes, se harán incomparablemente más útiles a la sociedad y a él mismo las ocupaciones que le procuren después lo, necesario para su subsistencia.

De los dos ramos a que puede reducirse la educación, esto es, la formación del corazón y la ilustración del espíritu, el primero en sus principios fundamentales no puede ser debido sino a la educación doméstica. Las impresiones de la infancia ejercen sobre todos los hombres un poder que decide generalmente de sus hábitos, de sus inclinaciones y de su carácter, y como la época en que ellas emplean su poder es cabalmente aquella en que no conocemos más directores de nuestra conducta que los padres, claro es que a ellos hemos de deber esta parte del ejercicio de las facultades, que sería demasiado tardía si la retardásemos hasta hallarnos en aptitud de recibir la educación pública. En los primeros períodos de la regeneración de un pueblo, y de una regeneración como la que hemos experimentado los americanos, es casi imposible conseguir la perfección en la dirección de la niñez del corazón humano; hay vicios en las costumbres; las virtudes son más bien obra del instinto que de la persuasión, y esta situación moral no permite que la educación doméstica se ciña a reglas fijas, cuyas aplicaciones decidan el buen éxito. Mas, mejorándose sucesivamente las generaciones con el auxilio de la educación pública, no es difícil presagiar que llegará el día en que podamos hacer generalmente un uso benéfico y filosófico de la autoridad paternal.

Por lo que hace a la educación pública, no es necesario emplear muchos raciocinios para probar, como ya lo hemos indicado, que no debe ceñirse a preparar a los hombres para las distintas especies de carreras literarias y para las profesiones más elevadas; porque no es el bienestar sólo de una pequeña porción de la sociedad el que se debe promover. Ponerla al alcance de todos los jóvenes, cualesquiera que sean sus proporciones y su género de vida, estimularlos a adquirirla, y facilitar esta adquisición por la multiplicidad de establecimientos y la uniformidad de métodos, son medios eficaces para dar a la educación el impulso más conveniente a la prosperidad nacional. Esta es después de nuestra emancipación una de las más importantes reformas: educados para obedecer, carecíamos de necesidades intelectuales; pero elevados a una jerarquía política análoga a la naturaleza del hombre, las hemos visto nacer con nuestra transformación social, y observamos que cada día ensancha la civilización el circulo de ellas.

Parece difícil a primera vista dar a la instrucción pública una generalidad tan grande que se consiga ponerla al alcance de todas las clases. Pero, ¿qué obstáculos se presentan en ninguna sociedad que no puedan ser allanados por leyes acomodadas al carácter, a la índole, a las necesidades y a la situación moral de cada pueblo? Es preciso reconocer también que por nuestra fortuna nos hallamos ya en un siglo en que no necesitamos abandonarnos Para la reforma de nuestros pueblos a las inspiraciones del genio, sino que tenemos ejemplos que seguir, y podernos acogernos a los auxilios de una fecunda experiencia.

Por numerosa que sea la clase menos acomodada de nuestra población, no es, felizmente, el ilustrarla una obra superior a nuestros esfuerzos. Al principio sería tal vez difícil lograr que los padres se desprendiesen espontáneamente de sus hijos con el estímulo de adquirir bienes cuyas ventajas desconocen; pero ¿cuántos resortes no se podrían emplear para obligarlos a este sacrificio, que no se consideraría como tal, sino mientras no se reportasen los primeros frutos? Después, el instruirse se haría una necesidad imprescindible, y sin ningún trabajo se verían pobladas de alumnos las escuelas. A este celo debe la Prusia el que apenas se encuentre en su territorio un joven que no sepa leer y escribir.

Para generalizar y uniformar a un mismo tiempo la instrucción, nada más obvio y eficaz que la creación ' de escuelas que formen a los profesores. Consultando en ellas la perfección y la sencillez de los métodos, y diseminando después a los alumnos aptos por todo el territorio de la república, como otros tantos apóstoles de ',a civilización, hallaría la juventud en todas partes los mismos medios de adquirir esta importantísima ventaja, y habilitarse para dedicarse desde temprano al género de industria que debía proporcionarle recursos para su subsistencia. En varios puntos de Europa, y con más escrupulosidad en el norte de Alemania, se fomentan con un éxito felicísimo esta clase de establecimientos.

El círculo de conocimientos que se adquieren en estas escuelas erigidas para las clases menesterosas, no debe tener más extensión que la que exigen las necesidades de ellas: lo demás no sólo seria inútil, sino hasta perjudicial, porque, además de no proporcionarse ideas que fuesen de un provecho conocido en el curso de la vida, se alejaría a la juventud demasiado de los trabajos productivos. Las personas acomodadas, que adquieren la instrucción como una especie de lujo, y las que se dedican a profesiones que exigen más estudio, tienen otros medios para lograr una educación más amplia y más esmerada en colegios destinados a este fin.

En cuanto a las nociones que haya de adquirir esa gran porción de un pueblo que debe su subsistencia al sudor de su frente, y que es en gran manera digna de la protección de los gobiernos, y debe considerarse como uno de los instrumentos principales de la riqueza pública, no presenta dificultades la cuestión. Los principios de nuestra religión no pueden menos de ocupar el primer lugar: sin ellos no podríamos tener una norma que arreglase nuestras acciones, y que, dando a los extraviados impulsos del corazón el freno de la moral, nos pusiese en aptitud de llenar nuestros deberes para con Dios, para con los hombres y para con nosotros mismos.

Como cualquiera que sea el ejercicio que se adopte, no podemos prescindir de las relaciones con los demás individuos, y como para el cultivo de estas relaciones no basta solamente la palabra, leer y escribir es una necesidad indispensable a todos los hombres, que sin este auxilio carecían también de medios para conservar en seguridad y en orden los pocos o muchos negocios a que se entreguen. ¿Cómo confiarlos exclusivamente a la débil y falible custodia de la memoria?

La lectura y la escritura no se conocerían sino de una manera muy imperfecta, si no se agregase a ellas el estudio de la gramática, y no podrían prestar toda la utilidad que se puede esperar de ellas para el ejercicio de cualquier profesión, si, contentos sólo con estos conocimientos, prescindiésemos de la aritmética. Este ramo, uno de los más importantes de la educación, porque es el que más constante y frecuente aplicación tiene a las relaciones de los hombres, no puede ser ignorado sin que haga sentir su falta a cada paso de la vida; desde las más cuantiosas y extensas especulaciones mercantiles hasta el ramo de industria más pobre y más humilde, necesitan de su auxilio.

Tal vez sería demasiado exigir en la infancia de nuestros pueblos, pero no podría menos de ser grato a los amantes de su prosperidad, no ceñirse a la adquisición de estos conocimientos necesarísimos, y enriquecer la educación popular con otras ideas no tal vez indispensables en el curso ordinario de la vida, pero que elevan el alma, proporcionan medios para ocupar con provecho los momentos que dejan sin empleo las tareas que forman nuestra ocupación principal, y constituyen la felicidad de muchos instantes de la existencia. Entre estas ideas, se pueden contar como más interesantes algunos principios de astronomía y de geografía, no enseñados con la profundidad de que son susceptibles estos ramos, y que requiere la posesión de otros elementos científicos, sino en ligeros compendios y en forma de axiomas y noticias, y algunas cortas nociones de historia, que den un conocimiento del mundo en los siglos pasados, y de los acontecimientos principales ocurridos desde la creación. Aun cuando estas reducidas nociones no hagan más que excitar la curiosidad, e infundir para satisfacerla la afición a la lectura, se habrá hecho un bien positivo a la población. ¡Cuántas horas perniciosamente sacrificadas a los vicios o perdidas en el ocio serán empleadas en un útil recreo! Tal vez podrán parecer estas Indicaciones sugeridas por un deseo exagerado e irrealizable de innovar; pero muy fácil será convencerse que no hay en esto exageración ni quimeras, si se considera que aun en muchos puntos de la India se ha dado por los misioneros ingleses toda ésta y tal vez más latitud a la educación de las clases más miserables.

Mas, si por no ser de primera necesidad estos ramos de enseñanza se pueden omitir en los primeros tiempos de nuestra transformación social, no es posible que suceda otro tanto con el conocimiento de nuestros deberes y derechos políticos. Regidos por un sistema popular representativo, forma cada uno parte de ese pueblo en quien reside la soberanía, y muy difícil o imposible es conducirse con acierto en esta posición social, si se ignora lo que podemos exigir y lo que puede exigir de nosotros la sociedad. El estudio de la constitución debe, por consiguiente, formar una parte integrante de la educación general, no con la profundidad necesaria para adquirir un conocimiento pleno del derecho constitucional, sino recomendando sólo a la memoria sus artículos, para ponerse al cabo de la organización del cuerpo político a que pertenecemos. Sin esto, ni podremos cumplir jamás con nuestras 'unciones como miembros de él, ni tendremos por la conservación de nuestros derechos el celo que debe animarnos, ni veremos jamás encendido ese espíritu público, que es uno de los principios de la vitalidad de las naciones.
Nunca puede ser excesivo el desvelo de los gobiernos en un asunto de tanta trascendencia. Fomentar los establecimientos públicos destinados a una corta porción de su pueblo, no es fomentar la educación, porque no basta formar hombres hábiles en las altas profesiones; es preciso formar ciudadanos útiles, es preciso mejorar la sociedad; y esto no se puede conseguir sin abrir el campo de lo-, adelantamientos a la parte más numerosa de ella.
¿Qué haremos con tener oradores, jurisconsultos y estadistas, si la masa del pueblo vive sumergida en la noche de la ignorancia, y ni puede cooperar, en la parte que le toca, a la marcha de los negocios, ni a la riqueza, ni ganar aquel bienestar a que es acreedora la gran mayoría de un estado? No fijar la vista en los medios más a propósito para educarla, sería no interesarse en la prosperidad nacional. En vano desearemos que las grandes empresas mercantiles, los adelantamientos de la industria, el cultivo de todos los ramos de producción, proporcionen copiosas fuentes de riqueza, si los hombres no se dedican desde sus primeros años a adquirir los conocimientos necesarios para la profesión que quieran abrazar, y si por el hábito de ocuparse que contrajeron en la tierna edad, no se preparan para no ver después con tedio el trabajo. Las impresiones de la niñez ejercen sobre nosotros un poder irresistible y deciden por lo común de nuestra felicidad. Difícil es que el que deja pasar este período hermoso de la vida sumergido en el abandono, el que no aprendió desde niño a sojuzgar la natural inclinación al ocio, el que no se ha creado la necesidad de emplear algunas horas del día, pueda después mirar sin horror el trabajo y no prefiera la miseria al logro de un desahogo y de unas comodidades que juzga demasiado caras si las compra con el sudor de su frente. Con seres de esta especie, ¿habrá moral, habrá riqueza, habrá prosperidad?



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jueves, 14 de julio de 2011

Claves de la realidad económica latinoamericana


Razones históricas, culturales y sociales que demoran el crecimiento económico de los países del sur de América. Las influencias del caciquismo, el intervencionismo exterior y la aplicación de modelos que retrasan el desarrollo.Por Santiago Niño Becerra
AUTOR de “El crash del 2010. La crisis de la próxima década”, Marea, 2009
Publicado por Revista “Noticias”, Buenos Aires, disponible en
http://www.revista-noticias.com.ar/comun/nota.php?art=2513&ed=1802

Un pasado colonial y un acceso violento a la independencia son características comunes a la totalidad de las economías latinoamericanas, pero ¿son los únicos rasgos comunes, o se dan otros parámetros compartidos en el mosaico de los países tan diferentes entre sí que constituyen la realidad latinoamericana?

¿Características comunes? En 1825 puede darse por acabada lo que históricamente se conoce como «presencia colonial» en la mayor parte del territorio continental latinoamericano, lo cual sucede en un momento clave de la evolución económica y política: inicio del nuevo sistema económico en Inglaterra y proclamación de la Doctrina Monroe en Estados Unidos. Las evoluciones de ambos hechos determinaron, inexorablemente, la evolución futura de los diferentes países que se fueron formando en el subcontinente latinoamericano a partir del sustrato generado tras tres siglos de presencia española y portuguesa.

España y Portugal dejaron en sus colonias americanas tres herencias: un idioma, una religión y un modo de hacer las cosas, poco más. El modo de hacer las cosas fue característico, porque conjugó una operativa traída de la metrópoli con una sistemática antiquísima, adaptada a unas necesidades coloniales.

Cuando las armas callaron y se pudo dar a la independencia un sentido jurídico, en los diferentes territorios que componen el actual marco latinoamericano eran distinguibles, con mayor o menor intensidad, tres elementos comunes: por un lado, la presencia de una burguesía criolla desarrollada al calor de la administración colonial y en la que Esta se había apoyado de forma creciente para gobernar; por otro, un ancestral espíritu caciquil indígena, presente en comunidades y aglomeraciones; y por fin, otro elemento más, que se mantuvo sobrevolando el horizonte: el mensaje de la Doctrina Monroe que, de alguna manera, estaba ya predeterminando el origen de la futura influencia exterior que Latinoamérica iba a recibir.

La burguesía criolla venía ya configurada como una auténtica clase dominante, sentimiento que había sido permitido y abonado por las administraciones coloniales, siempre dentro del orden que la máxima autoridad colonial representaba: gran poder y riqueza, pero limitados por el techo del poder real personalizado en sus altos funcionarios. La metrópoli toleró a esta clase social, que se fue formando y reforzando a lo largo de los años, porque la necesitaba para llevar a buen término la administración de la colonia, pero sólo la toleró hasta un punto, un límite que esta burguesía criolla aceptó y nunca traspasó. Fundamental diferencia con la burguesía europea: una muy distinta conciencia de clase, ya que, a diferencia de la burguesía americana, la europea era liberal, revolucionaria por sus intereses, opuesta al antiguo orden, innovadora y manufacturera.

El caciquismo indígena siempre existió en las tierras sudamericanas: era parte del acervo de las culturas que poblaban el territorio antes de la llegada de españoles y portugueses; era una forma de hacer más allá de las dinastías. Era el poder genuino, porque enlazaba con ascendencias que habían existido desde siempre. Y los colonizadores percibieron este hecho enseguida, y enseguida también comprendieron que, convenientemente utilizado, ese sistema de caciques aborígenes podía ser muy rentable para el Gobierno de la nueva administración. Cambiaron las formas, claro, aunque poco, lo necesario, pero su filosofía permaneció intacta.

A través de la estructura caciquil, las administraciones coloniales se aseguraron el poder efectivo. Funcionó como una pirámide feudal, aunque adaptado a una realidad muy diferente a la europea, y de ella se beneficiaron familias asimiladas, profesionales necesarios para la Corona a fin de que hicieran de correas de transmisión de órdenes y mandatos. ¿Qué posibilitó que una forma de hacer tan antigua pudiese aplicarse a situaciones tan diferentes? Básicamente, la mentalidad de la población indígena, por un lado, y las nulas opciones de la población esclava, por otro. ¿Consecuencias de esa forma de hacer? Que gran parte de la población del subcontinente no haya llegado a tener, aún, conciencia de clase.

El tercer elemento que mencionábamos, la Doctrina Monroe, fue en su momento el menos visible, sobre todo porque en 1823 Estados Unidos era un país joven, con una independencia recién obtenida, y debilitado tras la Guerra Angloestadounidense de 1812. Sin embargo, esa Doctrina ha sido un elemento que, a largo plazo, ha tenido una importancia radical en la evolución de América Latina.

En el momento de ser enunciada, la Doctrina Monroe fue poco más que un deseo, sobre todo porque Estados Unidos no tenía aún poder para aplicarla; sin embargo, la declaración del presidente Monroe supuso la puesta en marcha de un proceso que quedó instaurado en 1904 con el Corolario Roosevelt e institucionalizado con la Doctrina Truman en 1947.

Con el Corolario Roosevelt, Estados Unidos dio auténtica carta de naturaleza a la Doctrina Monroe, ya que justificó la intervención estadounidense en América Latina siempre que los intereses de sus compañías o la seguridad de su ciudadanía pudieran verse amenazadas. Es extensa la lista de las intervenciones militares de Estados Unidos en Latinoamérica producidas a partir de la última década del siglo XIX, intervenciones que la Doctrina Truman acabó de justificar. En cualquier caso, lo que generalizaron todas estas formas de política exterior recogidas en esas doctrinas fue el derecho que se arrogaba Estados Unidos para operar en Latinoamérica; derecho entendido por Estados Unidos sin tintes coloniales, ni imperialistas; algo que «tenía que ser así porque así debía ser».

Ese tercer elemento, la Doctrina Monroe y sus derivaciones, puso en marcha un proceso que duró casi un siglo: la intervención de Estados Unidos en América Latina. Y digo «la» intervención, y no las distintas intervenciones militares, ya que «la intervención» era —ha sido, es— un proceso permanente, constante, omnipresente, sobre todo reforzado a partir de la administración Reagan y sus «dictaduras amigas». ¿Cómo se desarrolló tal proceso?

Trabas al desarrollo. La combinación de los tres elementos que hemos expuesto hizo que América Latina accediera a la independencia imposibilitada para que el liberalismo se desarrollara en los nuevos países; y ese liberalismo era imprescindible para que se posibilitase el crecimiento económico. América Latina accedió pobre a la independencia, pero, lo que es peor, sin posibilidad de dejar de serlo.

De entrada, la estructura política, social y económica formada por la acción conjunta de los tres elementos produjo una estructura que pivotaba sobre tres ejes. Primero, un muy escaso número de grandes familias terratenientes que controlaban la mayoría de la generación de PIB, pues ostentaban la posesión de la tierra y de los utensilios productivos. Segundo, una burguesía gubernamental formada por un funcionariado más o menos establecido pero dependiente de las grandes familias anteriores. Y, en tercer lugar, unos ejércitos organizados, fundamentalmente, para mantener el orden interior y para defender los intereses de las grandes familias, y cuyos altos cargos no era raro que procedieran de las oligarquías dominantes. Fue en unos países administrados por una estructura como la descrita en los que intervino Estados Unidos.

La intervención estadounidense en el subcontinente latinoamericano es fundamental para explicar el futuro desarrollo de la realidad de esa región, ya que no fue como la británica, o la alemana, que se limitaron, prácticamente, a los aspectos económicos; el intervencionismo estadounidense determinó una forma de hacer las cosas, y es debido a este factor que Latinoamérica es hoy como es, y ese mismo factor pesó como una losa para limitar y, en diversos casos, imposibilitar el desarrollo económico y social latinoamericano.

Estados Unidos intervino en América Latina gracias a su potencial económico —sus corporaciones multinacionales— y militar, pero con todo ese poder, y no considerando la invasión, Estados Unidos no hubiese podido mantener su influencia si no hubiese existido la referida estructura que dificultaba cualquier cambio y mantenía, por conveniencia de las oligarquías, a la población en un estado de servidumbre.

A este atraso político, jurídico, técnico, debe añadirse un segundo hecho esencial: todas las economías latinoamericanas, absolutamente todas, y en mayor o menor medida, han sido, hasta finales del siglo XX, economías de monoproducto, de tal forma que la práctica totalidad de su PIB era generada por la producción de uno o dos bienes agrícolas y/o mineros, productos que son exportados a los países productores de bienes industriales en forma de materias primas.

De lo anterior se deduce el tercer hecho esencial de la realidad de América Latina: la dependencia exterior, una dependencia que se ha ido viendo incrementada en función de la mayor o menor necesidad que tenían las economías latinoamericanas de las remesas de su población emigrada a las economías desarrolladas, y también una gran dependencia de la inversión exterior en un, a menudo, difícil equilibrio entre los aspectos contrapuestos de la economía global. Y, finalmente, dependencia, en bastantes zonas, de la ayuda oficial al desarrollo. Queda un cuarto factor, obvio teniendo en cuenta todo lo anterior: la ausencia de estructuras económicas interiores que posibilitasen el intercambio ágil y la distribución fluida de los bienes orientados a esos mismos mercados interiores.

Diferencias. El crash de 1929 y la Gran Depresión afectaron a las economías latinoamericanas más que a las europeas, aunque menos que a la estadounidense. Tomando como índice 100, en 1929, el PIB per cápita (PIB pc) de las ocho mayores economías latinoamericanas, el de las doce economías europeas más importantes y el de Estados Unidos, se observa la aparición de un retroceso de los PIB pc de los tres grupos a partir de 1930. Las economías europeas recuperan o superan el nivel 100 en 1935, las latinoamericanas lo hacen en 1937, mientras que Estados Unidos debe esperar hasta 1940. Las caídas fueron pronunciadas: el índice medio de las ocho economías latinoamericanas cayó hasta el nivel 81,3 en 1932; el de las doce europeas hasta 90,7, también en 1932; el de Estados Unidos descendió hasta 72,7 en 1933. En América Latina los efectos de la Gran Depresión fueron dañinos, pero, posiblemente, tan importante como esas graves consecuencias, fue lo que sucedió después.


Cuando los efectos más duros de la crisis comienzan a ser superados, la evolución de los tres grupos de países no fue idéntica. Hasta 1950, el PIB pc de las economías latinoamericanas contempladas por las estadísticas de las que disponemos, aumentó ininterrumpidamente, alcanzando el índice 132; el de las europeas creció hasta llegar al nivel 118 en 1939 para caer posteriormente hasta 91 en 1946, recuperándose a partir de este año y llegando a 117 en 1950; Estados Unidos aumentó hasta la cota 187 en 1944, para caer hasta los 135 puntos en 1947 e ir remontando posteriormente hasta el nivel 145 en 1950.

A pesar de que la Segunda Guerra Mundial fue la solución definitiva a los efectos del crash del 29, para Europa la contienda tuvo un coste terrible, tanto en vidas humanas como en PIB, al contrario de lo que sucedió con el PIB de Estados Unidos. La economía estadounidense no tuvo que soportar una guerra en su territorio nacional; además, como proveedora de materiales al Reino Unido y a otros países aliados —antes de su entrada en la guerra—, y como proveedor y consumidor de producción industrial, después, Estados Unidos se convirtió en el gran beneficiado económico y geopolítico del conflicto bélico. ¿Y América Latina?

La neutralidad de la práctica totalidad de los países latinoamericanos durante casi toda la contienda convirtió a muchos de ellos en suministradores de los beligerantes, lo que les proporcionó abundantes ingresos. Unos ingresos que, Gobiernos con altas cargas de nacionalismo y populismo, utilizaron para construir, prácticamente de la nada, un tejido industrial propio. El modelo de sustitución de las importaciones por la producción nacional funcionó en tanto y en cuanto el incremento medio del PIB latinoamericano fue mayor que el mundial. Pero fue un crecimiento hipotecado: utilizando una mecánica de industrialización «hacia adentro» en un escenario autárquico, los estados del subcontinente se vieron forzados a recurrir a fondos exteriores para poder financiar su proceso de crecimiento, lo que dio comienzo al verdadero problema de Latinoamérica a lo largo de varias décadas: la deuda externa.

Equiparando a 100 el monto de la deuda externa de América Latina en 1970, en 1980 el índice había crecido hasta los 790 puntos, hasta los 1460 en 1990, hasta los 2127 en el año 2000, y hasta los 2249 en el 2008. ¿Las causas? La primera, la dependencia; la segunda, la crisis energética de 1973; la tercera, más dependencia.

A partir de aquí comienza en América Latina una nueva fase económica, política y social. El crecimiento, cuando lo hay, es desequilibrado y sin desarrollo. La emigración campo-ciudad crece y se acelera, lo que ocasiona un aumento de la pobreza y de la economía informal. Entre finales de la década de 1980 y finales de la de 1990 se impuso el modelo del Consenso de Washington: en un entorno global y a través de una mecánica que imponía la liberalización económica y la reducción del gasto público, se fijaron como objetivos básicos, casi únicos, la apertura al exterior de las economías y la reducción de la inflación.

El resto de la historia es conocido: la inflación se redujo, pero a costa de agravar la dependencia exterior, de crear una creciente vinculación con el dólar estadounidense, y de que aumentase la desigualdad social; y el PIB aumentó, aunque a una tasa insuficiente para alcanzar a toda la población, y tan sesgada que no sirvió para compensar el aumento demográfico que se fue produciendo.

De manera creciente, las economías nacionales empezaron a mirar al exterior: y en especial hacia la emigración, tendencia que fue acelerándose paulatinamente a pesar de los mayores ingresos que varios países de la zona obtuvieron mediante la exportación de materias primas, a partir del año 2004, debido a la creciente demanda por parte de otras economías mundiales que estaban centradas en la producción industrial.

La evolución experimentada por las remesas enviadas hacia América Latina por parte de la emigración ha sido espectacular. En el año 2004 alcanzaron los 45.000 millones de dólares; en el 2005, los 50.000; en el 2006, los 60.000; en el 2007, los 66.500 millones. En los hogares que reciben remesas procedentes de la emigración, esos ingresos constituyen, de media, el 33% de sus ingresos; de hecho, el Banco Interamericano de Desarrollo calcula que 20 millones de familias de América Latina y el Caribe reciben con regularidad fondos procedentes de las remesas de la emigración, de tal modo que, sin dichos fondos, la renta de la mitad de estas familias se situaría bajo el umbral de pobreza.

Del mismo modo, espectacular ha sido la evolución de la inversión exterior en la zona. Tomando como referencia la inversión directa, la media anual invertida, en miles de millones de dólares, pasó de 38.820, en el período 1993-1997, a 83.849 entre 1998 y 2002, y a 82.957 desde el 2003 al 2007. De hecho, en el año 2007 alcanzó los 113.157 millones y en el año 2008 los 128.301, incrementándose el 2007 en más del 35% con respecto al 2006, y el 13% en 2008 respecto al año anterior.

En resumen: en el año 2006, el PIB generado por la suma de todas las economías latinoamericanas ascendía al 7,7% del PIB del planeta, ciertamente poco. Ante este hecho la pregunta es ¿por qué?

Contrastes. América Latina llegó al siglo XIX carente de todo lo imprescindible para abordar la era industrial y, en cambio, sobrada de mucho de lo necesario, aunque sin posibilidades de usarlo. A lo largo de los dos siglos siguientes fue destino de todas las variedades y todos los colores que en el neocolonialismo se fueron produciendo, mientras, a nivel interno, los países que la forman iban profundizando en una dinámica de desentendimiento. Un dato: en el año 2007, el comercio interregional en el subcontinente representaba tan sólo el 24% del total del comercio latinoamericano, mientras que en la Unión Europea alcanzaba el 74%.

En Latinoamérica existen múltiples carencias, y desunión, e intromisión exterior, y una enorme dependencia, y lo peor, estas lacras han existido desde siempre.

En términos de promedio, América Latina ha experimentado unas variaciones más violentas que Europa en la evolución de su PIB pc; sin embargo, esas variaciones no se han traducido en avances auténticamente significativos: entre los años considerados, mientras que Europa ha aumentado su PIB pc 17,6 veces, Latinoamérica lo ha aumentado 9,3. Más aún, la distancia ha crecido: si en 1820 el PIB pc europeo equivalía a 1,74 veces el latinoamericano, en el año 2006 equivale a 3,29 veces.

La propia Historia, la existencia de culturas no esencialmente economicistas, la dependencia, la falta de estructuras liberales que favorecieran el verdadero liberalismo, el inmovilismo social, el mantenimiento de los gérmenes del antiguo caciquismo, el intervencionismo exterior, la aplicación por los gobiernos de unos modelos que no son capaces de generar lo que la mayoría de población latinoamericana precisa, el crecimiento sesgado y cautivo, el desarrollo tan sólo posible.



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lunes, 2 de mayo de 2011

Entrevista a Halperin Donghi

Entrevista al prestigioso historiador, cuando acababa de publicar "Son Memorias" (Siglo XXI), reflexiona en esta entrevista sobre los problemas que plantea la investigación historiográfica y evoca su infancia y los años de su formación, enlazados con algunos de los acontecimientos políticos que han sido centrales en la vida del país.





Publicado en La Nación el 13 de setiembre de 2008
Por Carlos Pagni


Una de las muchas deudas que los amantes de la historia tienen con Tulio Halperin Donghi es la de haber aprendido a través de sus estudios cómo las grandes visiones del pasado hablan también, subliminales, del presente en que fueron concebidas. Halperin se ha propuesto revelar a sus lectores cómo esa ley secreta de la historiografía funciona en su propia obra. En estos días llega a las librerías Son memorias (Siglo XXI), donde el historiador, consagrado entre nosotros hace décadas como el sumo sacerdote de su profesión, recrea los sucesivos presentes desde los cuales comenzó a narrar el pasado.

En el libro no hay intimidades y casi no hay emoción. Halperin prefiere verse como un hombre de su tiempo, como un caso de estudio. Son memorias es la historia de los avatares de una familia de inmigrantes ilustrados en esa orilla de la pampa que, a comienzos del siglo pasado, todavía no era el conurbano bonaerense. Es también una reconstrucción del campo intelectual, al menos de las parcelas en que se movían Gregorio Halperin y Renata Donghi, y en las que se movería después su hijo hasta la caída del peronismo. Es decir, hasta que aquel joven estudiante de Química, terminó de formarse como historiador profesional.

Allí están sus primeros experimentos con fuentes, en Italia, y el aprendizaje del oficio, sus reglas y sus trucos, en París, a la sombra de Fernand Braudel, célebre maestro de la escuela de los Anales, autor de El Mediterráneo y el mundo mediterráneo en la época de Felipe II . Están, también, los primeros artículos, publicados en LA NACION o en aquella memorable revista de José Luis Romero, Imago Mundi . Está también la génesis de problemas que se irían volviendo cada vez más densos en la obra de Halperin: el proyecto argentino de crear una sociedad desde la nada; el modo en que los totalitarismos y la guerra, "la tormenta del mundo", sacudieron al país; la cotidianidad del peronismo, una revolución a la que el autor asistió, contrariado, desde los márgenes de la academia, y ante la que aún hoy no termina de sorprenderse, por su corta duración y sus larguísimos efectos.

Las décadas cruciales en la formación de este hijo de judíos e italianos nacido en 1927 fueron también decisivas para la existencia contemporánea del país: en ese proceso en el que la Argentina de Alvear devino la Argentina de Perón, nuestra sociedad se modeló a sí misma por mucho tiempo. Por eso hay que agradecer que Halperin se haya sometido a su fabulosa máquina de interpretar. Porque al ponerse frente al espejo, nos puso un poco a todos allí.

-¿Encontró una dificultad especial en contar su vida?

-Desde luego, y creo que cualquiera que trata de contar su vida se da cuenta de eso. Es un tipo de dificultad distinto del que había tenido en mi experiencia de historiador. El proyecto originario era armar un libro formado por conversaciones con Jorge Laforgue. Pero hubiéramos debido tomarlo más en serio. Creíamos que si nos poníamos a conversar, de allí saldría una cosa muy ordenada. Pero no ocurrió así en absoluto y eso me hizo enormemente escéptico sobre todos los libros de conversaciones que existen.

-Sin embargo, las conversaciones de José Luis Romero con Félix Luna le gustaron

-Sí. Me pareció que tenían una muy buena relación, en el sentido de que Luna estaba en perfectas condiciones de entender lo que le decía Romero pero, al mismo tiempo, era tan ajeno a la experiencia de su interlocutor que Romero en cierta medida tenía que explicarlo todo. En cambio, en nuestro caso, nos conocíamos tanto que se daba demasiado por sobreentendido o se producía un falso diálogo. Mientras tanto, me dijeron que preparara un prologuito, lo preparé, me salió interesante, me pareció que podía seguir y, paralelamente, hice esto.
-En su relato hay un ocultamiento de la intimidad. El único momento en que se pone en evidencia una emoción es cuando relata la muerte de su padre. En lo demás hay un gran recato.

-Efectivamente. En realidad, yo no estaba contando mi propia vida, sino tratando de explicar de qué manera me hice historiador. Además, aunque todo eso está muy lejos en el tiempo, mi hermana está viva y ella ha vivido la misma experiencia de otra manera, por lo que algunas cosas podrían tal vez herirla. Por eso hay cosas con las que no me meto.
-Sin embargo, se mete con otras. Usted dice: "No sé si fui feliz", y "Ahora advierto que quería más a mi abuelo que a mi abuela". Les reprocha a sus padres que le hicieran saltar un año del colegio. Parecen cuestionamientos de un psicologismo que no imperaba en la época referida.

-Cuanto más psicologismo tienen los padres, más problemas tienen y más aún en la medida en que el psicologismo es compartido por sus hijos. Empiezan a recibir reproches antes. Además, no es que no sé si fui feliz. No sabía si era feliz. Pero estoy seguro de que lo era.
-Aparece un problema más denso con la ignorancia, por no decir la negación que le impusieron, de su condición de judío. ¿Esa negación era un presagio de los problemas que estaban por llegar en relación con los judíos o era nada más que el síntoma de un esfuerzo de sobreadaptación de sus padres? El mismo esfuerzo que llevaba a su madre a prohibirles hablar en dialecto en la mesa.

-Creo que sí significaba algo más. Pero no los problemas que tuve luego y que, en rigor, nunca los tuve, porque ahí sí hay una sobreadaptación. Es decir, en la medida en que hay un problema y uno trata de no tenerlo, evita las situaciones que crean ese problema.
-Sintiéndose discriminado

-No, sin sentirme discriminado. Usted recuerda que durante el Proceso había una campaña en que se denunciaba que la Argentina estaba sometida a un clima de antisemitismo delirante. Un colega me invitó a hablar en un grupo judío para que explicara la situación y empecé a explicar que estaban equivocados, que era una situación perfectamente manejable. Una vez que terminé, me dijeron: "Pero eso es horrible, no lo podés aguantar". Creo que en el tiempo de mi primera infancia, un problema que avanzada la década del 30 se hizo muy serio todavía no lo era. Yo diría que ser "contrera", más tarde, con el peronismo, me traería más problemas que ser judío, porque este problema se había disipado.
-Usted cree que hay una peculiaridad del antisemitismo argentino

-Yo estaba convencido de que en Uruguay había más antisemitismo que en la Argentina.
-Ustedes veraneaban en Punta del Este.

-Iba a veranear a Punta del Este y en aquel momento, la alta burguesía de Maldonado, que era la gente con que nos tratábamos, los bolicheros, estaban siendo barridos por bolicheros judíos. Y había un clima pesadísimo. Cuando en la época de Isabel Perón, Norma Kennedy se puso muy violenta y propuso un asalto al barrio del Once, la DAIA protestó y ella tuvo que guardar violín en bolsa. Es el único lugar en que el ataque no ocurre porque las víctimas declaran que no les gusta la idea... [risas] Una de las cosas más grandiosas del texto de la DAIA era la sorpresa con que se recordaba cómo, en la hora más dura de la lucha por el Estado de Israel, Eva Perón se hizo presente con el trigo que envió al puerto de Jaifa, cosa que es verdad porque donde había votos ella iba. En aquel momento era inconcebible que el Presidente fuera a un acto de la DAIA y lo silbaran.
-Pero con el tiempo se fue acumulando una masa de denegación de justicia en la que se superponen los crímenes de la represión, el de la AMIA...

-Creo que se superpone con un cambio en el mundo. El Holocausto reveló que las fórmulas de convivencia que existían (que en el fondo eran tolerables para todos en la medida en que eran toleradas, es decir, eran desagradables pero tolerables) se habían derrumbado de una manera estrepitosa.
-En su libro hay una excelente reconstrucción del ambiente inmigratorio al que pertenecían sus padres. No sólo en su infancia sino más tarde, cuando llegaron los profesores italianos que huían del fascismo. Está esa foto del filósofo italiano Rodolfo Mondolfo, que durante su exilio fue profesor en Córdoba y en Tucumán, tomada en Punta del Este, con ustedes despidiéndolo en el andén ¿Influyó en su visión de la inmigración su propia condición de inmigrante, de exiliado, en Estados Unidos?

-No. Influye simplemente la distancia en el tiempo y ver ese proceso apoyado en algo que no es lo que era en aquel tiempo. A mí me impresiona cómo cambió la Argentina, cómo terminó el proceso de nacionalización. Cuando yo era chico, para mí ser extranjero era la condición más habitual de ser argentino. No sólo por quienes estaban en casa. La mercería se llamaba simplemente "lo del Turco". Eso cambió totalmente.
-También cambió la geografía en la que se instalaron. En sus recuerdos, el conurbano, la zona sur del Gran Buenos Aires, aparece como un paisaje de frontera, casi bucólico. Al cabo de los años, la modificación de ese paisaje es como una condensación de lo que ha sido la experiencia argentina, una metáfora del tema que opera en el trasfondo de sus memorias.

-Sí, es un retrato bastante negativo. De lo peor. En aquel tiempo no parecía atroz porque era un mundo de una abundancia tan extrema... Hoy es la corte de los milagros. Yo el conurbano hoy sólo lo conozco visto desde una ventanilla. Pero hace tres años tuve ocasión de ir a Mar del Plata y a Tandil. Cruzar el conurbano, una hora en ómnibus entre villas, es algo increíble, un cambio total. Es un país que ha cambiado, que tiene un problema, que no es el único país que lo tiene, pero que revela la incorporación de la Argentina a la pauta latinoamericana. Recuerdo una vez que veraneamos en Nono, cerca de Villa Dolores, y el dueño del hotel salía a las 7 de la tarde a comprar dos cabras para hacer la cena. Eso parecía parte del orden natural de las cosas.
-Hay un rumbo que no toma el libro pero que podría haber tomado: el de la historia de la vida privada. Pero sí aparecen algunos registros. Por ejemplo, cuando usted era chico siempre hacía frío. ¿Se dio cuenta de eso?

-¿Cómo no me voy a dar cuenta? Lo puse a propósito. Yo me acuerdo de que cuando nos mudamos al departamento fue una liberación, porque hasta ese momento Bueno, además esas cosas que tenía mamá que no quiero subrayar, pero ella hubiera sido una fanática de la Liga del Norte, es decir, todo lo que no le gustaba era "cosa de napolitanos". Entre otras cosas, la cocina Volcán. No podíamos tener cocina Volcán porque explotaban. Además teníamos sabañones, que ahora no existen más
-Los recuerdos de alguien que, como historiador, se abocó tanto al estudio del período que ocupa su propia vida revelan un juego especial de la memoria. Usted confronta un par de veces su experiencia de algunos hechos con los registros que de esos hechos tiene la historiografía profesional. El caso de aquel oscurecimiento, en tiempos de la Segunda Guerra, que algún historiador reconstruye como una experiencia de terror pero que usted recuerda como una noche plácida, en la que caminó por Callao y desembocó en la confitería Del Águila

-No quise insistir más pero recuerdo otra serie de episodios. Por ejemplo, cuando Ricardo Rojas estrenó Salamanca , uno de esos dramas fatales, tomamos entradas en el Cervantes y a la salida fuimos a la París. Era otra Argentina. En la mesa de al lado estaba el presidente Edelmiro Farrell con una gente. Debía haber algún "tira" en alguna parte, pero en ese caso muy discretamente. Papá empezó a decir que tenía una cara muy interesante, que Farrell tenía una cara de idiota abrumadora. Entonces mamá le dijo que no podía hablar así. Y recuerdo que mantenían esa discusión no a los gritos pero sí al lado de Farrell. Eso era la Argentina, que cambió cuando el imbécil de Pablo Ramírez invitó a un grupo de profesores a presentar el manifiesto en protesta por las agresiones a intelectuales, y ahí la pifió totalmente. Por eso en ese momento hubo una especie de explosión de pánico. Es decir que uno entiende muy bien por qué la gente no reaccionaba. Porque en el fondo no pasaba nada todavía. Y ése es, creo, uno de los factores de éxito del peronismo. La revolución del 43 en su aspecto represivo fue mucho menos dura que la revolución del 30. Entre otras cosas, porque afectaba a un sector mucho más chico que era la izquierda, y prácticamente nada más, hasta que los conservadores se unieron. Incluso cuando a mis padres se les ocurrió ir a pasar el año 1938 en Italia, eso era un poco delirante, tal como venían las cosas.
-¿Usted tomó apuntes a lo largo de su vida sobre estos episodios, siguió un diario o para su libro se apoyó solamente en el archivo de la memoria?

-En el archivo de la memoria completado con Google. Google es increíble para precisar algunos datos
-Sus memorias son antes que nada, como usted ya dijo, la historia de un historiador. En todo el libro ese destino aparece como un destino manifiesto. Tan manifiesto que no parecía ponerse en riesgo si dedicaba años a estudiar Química en la Facultad de Ciencias Exactas o a hacer la carrera de abogado

-Sí, había un destino manifiesto pero cuando traté de estudiar Química, intentaba escapar al destino. En cambio, cuando fui a estudiar Derecho, eso formaba parte de un ritual argentino: cuando uno estudiaba Humanidades, también se metía en Derecho, por las dudas.
-Si se puede llamar estudiar Derecho a eso que usted cuenta, es decir, asistir a todos los exámenes para aprender de memoria los temas sobre los que le iban a preguntar. Es simpático que cuando quiso estudiar en serio una materia le haya ido mal.

-Sí, la única vez que estudié bien tenía tanta confianza que me hundí. Era increíble, nunca volvió a ser así. Creo que nunca hubiera sido abogado si no fuera por este sistema pedagógico [risas].
-Pero sus primeras lecturas son, digámoslo así, historiográficas. Aquellas efemérides del diario El País en Punta del Este ¿Ya había en eso lo que podríamos interpretar como una vocación?

-No me daba cuenta de que esa manera de aproximarme al mundo implicaba algo. Finalmente descubrí que con la química no iba a ningún lado y en ese momento apareció una idea clara de lo que quería hacer.
-Por momentos parece lamentar que esa aproximación al mundo sea tan absorbente, por ejemplo, cuando cuenta que de una exposición de pintura lo que más termina por atraerlo son las referencias históricas que encuentra en los cuadros

-No creo que se haya vuelto tan absorbente sino que me faltan otras cosas: no tengo una gran apreciación artística. Siempre he sido desafinado, por ejemplo. Recuerdo que en el Nacional Buenos Aires teníamos un profesor que, como buen profesor de música, tenía una melena canosa y cuando yo trataba de solfear me dijo: "Usted tiene una voz ineducada e ineducable". Ahora me doy cuenta de que tengo una sensibilidad musical, estoy escuchando algo y puedo intuir lo que va a seguir.
-A propósito de la reconstrucción del ambiente en que vivían sus padres, usted termina ofreciendo una muy interesante semblanza de lo que era el Instituto del Profesorado con Roberto Giusti, Pedro Henríquez Ureña, Amado Alonso, Juan Mantovani, Abraham Rosenvasser, Francisco Romero Parece estar al borde de decir que el verdadero centro de la vida intelectual, para las Humanidades, estaba allí y no en Filosofía y Letras

-La Facultad no era entonces el verdadero centro intelectual. En el Instituto no tenían una serie de nulidades que estaban en la Facultad, simplemente porque no votaban por Coriolano Alberini. Aunque es verdad que el Instituto tenía sus limitaciones: era un alumnado muy femenino, de niñas cuyos padres juzgaban demasiado peligroso el ambiente universitario.
-En toda la historia de su formación aparece, de un modo u otro, el tema de la marginalidad, sobre todo durante el peronismo. Marginalidad respecto de la Universidad de Buenos Aires pero también marginalidad de los exiliados, como Raimundo y María Rosa Lida o como el mismo Claudio Sánchez Albornoz o José Luis Romero, que era un medievalista en Buenos Aires, marginal respecto de su objeto de estudio.

-Sí, estábamos empezando a globalizarnos...
-¿Qué efectos habrá tenido esto en la producción historiográfica? Yo le escuché decir alguna vez que Romero expandió el campo de los estudios medievales a partir de fuentes literarias gracias a, o por culpa de, su lejanía de los archivos.

-Es cierto pero, cuando yo pensaba eso, sobrestimaba la cantidad de fuentes a las que Romero no tenía acceso. Es decir, Romero perdía menos de lo que parecía porque, por el simple paso del tiempo, no hay tantas fuentes medievales. Lo que él tenía a su alcance, lo que estaba impreso eran, dicho de manera muy poco técnica, los resúmenes de cada documento. Pero no había grandes fondos de archivo sobre los que él no tuviera control simplemente porque no existen. Todavía ahora, para estudiar la Baja Edad Media en Inglaterra, se conocen tres o cuatro cuentas de abadías. Entonces, si uno tiene una cierta teoría, elige una abadía, porque está en función de su teoría.
-Ese problema de las fuentes a usted se le presentó en Turín, de muy joven. Usted empezó a mirar los documentos disponibles para su estudio, las crónicas que un ministro enviaba desde el Río de la Plata, y concluyó que debía hacerse las preguntas adecuadas para esa colección. A un consumidor vulgar de historia, no profesional, eso de que las fuentes determinen la naturaleza de los problemas lo dejaría pensando un rato, ¿no?

-Y sí. Si la fuente es lo único que uno tiene, uno tiene que encontrarle la vuelta a la fuente. Si no, no puede armar un enfoque narrativo ni un enfoque analítico. Si no, termina en lo que decía aquel humorista de Oxford: "La historia se hace poniendo una maldita cosa después de la otra". Claro, si uno no encuentra algo que le interese, está frito, porque lo que va a decir no le interesará a nadie.
-Cuando viajó a Italia, después de Francia, se dedicó a temas que no iban a ser los temas suyos.

-No eran del todo mis temas pero tenían que ser interesantes. Ahí encontré un tema que era muy divertido porque aquel noble saboyardo, cuando llegó a la Argentina y descubrió a un gran comerciante inglés con el birrete rojo de la revolución, trató de asustar a los de allá. Como suponía que le iba a ir mal, tenía la buena explicación de que había caído en un club de jacobinos. De ese señor aprendí que todo funcionaba con grandes discursos. ...l estaba en Buenos Aires cuando se produjo la revolución del 48 y él, que jamás había usado la palabra Italia, ante la revolución nacionalista empezó a usarla. Lo que me impresionaba no era que hubiera cambiado sino que con el nuevo lenguaje se manejaba tan bien como con el anterior, lo conocía de antes y lo tenía disponible.
-Otra cuestión interesante es la del azar, ¿no? Usted cuenta que accedió a Antonio Gramsci y con él a toda una interpretación del cambio histórico, por la casualidad de que en la biblioteca de Turín tardaban en entregar los libros y en la sala de referencias estaban los trabajos de Gramsci.

-El azar juega enormemente. Siempre he aconsejado a los estudiantes que tratan de hacer tesis que nunca dediquen más de 15 días a la elección del tema. Si no, uno no se emperra en sacar algo y puede perder años. Los temas lindos abundan pero hay que descubrirlos rápido. Descubrir qué puede dar de interesante la fuente.
-Hablábamos de Romero y las fuentes literarias pero, cuando en sus memorias usted habla del peronismo, recurre a un texto de Borges y a otro de Cortázar

-Eso quiere decir algo acerca del estado del trabajo histórico sobre el peronismo, que es malísimo. Cuando me fui de la Argentina, el trabajo de archivo me resultaba muy complicado porque podía venir sólo por períodos breves. Lo que después fue el libro Guerra y finanzas lo hice por esa razón. Yo quería llevar una masa documental perfectamente acotada, que pudiera viajar conmigo, y ese tema se prestaba a eso. Yo debía trabajar no necesariamente con fuentes literarias pero sí con fuentes que tenían que ver con la imagen de un fenómeno más que con el fenómeno en sí, porque debía trabajar con fuentes secundarias. Es decir, trabajaba con lo que estaba impreso. Entonces, con esos nuevos temas, recorriendo los formidables fondos de las universidades estadounidenses, estaba en ventaja con respecto a los que trabajaban aquí. Cuando volvía sí iba al archivo. Pero también eso es difícil en la Argentina, donde uno tiene que dedicar la primera semana a congraciarse con los archiveros.
- Tal vez eso haya determinado esa característica tan relevante de su obra que es, como dice Enrique Tandeter, que usted cita, el trabajo exhaustivo de las fuentes, que nunca son muy numerosas.

-Eso puede haber influido. Por otro lado, tuve mucha suerte, porque me gusta explorar un problema, armar una visión y después pasar a otra cosa. Eso se puede hacer en una historiografía como la argentina, que está tan mal explorada. En la historia de Francia eso no se puede hacer. Es un problema de la crítica literaria. En el fondo, todos los trabajos básicos ya están. Entonces cada dos años se inventa un nuevo vocabulario.
-Para decir de otra manera lo que ya está dicho...

-De eso por suerte yo me salvé.
-Otra peculiaridad de sus trabajos es que transmiten una instalación muy cómoda en el saber académico, que parece no obligarlo a respaldar cada afirmación con un aparato crítico demasiado extenso.

-En mi opinión, todo ese famoso aparato consiste simplemente en que, cuando uno dice algo, tiene que dar al que lee la manera de controlarlo y eso es todo. Me molesta un poco que se piense que la ausencia de un aparato crítico extenso supone que no hice trabajo de fuentes.
-No creo que se trate de la investigación sino de la exposición

-Hacer, por ejemplo, los tomos de La República imposible me dio un trabajo espantoso, me llevó años. Y lo que no hice, y eso evidentemente es muy objetable pero es inevitable, es justificar la selección. Mi selección está hecha con mi criterio, es decir, lo que me parece importante. Ahora tengo una especie de adversario, [el historiador nacionalista Norberto] Galasso, que explica que para hacer historia hay una etapa en que se junta todo y otra en la que, desde una perspectiva militante, se explica la versión que a uno le gusta. Es una manera un poco tosca de decir lo que todos hacemos.
-Hay observaciones suyas que van más allá de ese uso de fuentes literarias. Hablo de cierta imaginación literaria para presentar a los actores de un proceso. En estas memorias hay un caso simpatiquísimo que es el de esa bibliotecaria a la que usted veía mimetizarse con la imagen de un cuadro de Eva Perón que tenía sobre su cabeza. ¿Cuál es el límite en una explicación histórica de ese recurso?

-La narración es un instrumento del historiador. No porque toda historia sea narrativa sino porque una de las formas de presentar un fenómeno histórico es simplemente contarlo. No es sólo "poner una cosa después de la otra", como decía aquel humorista, aunque está eso por debajo. Lo que uno hace cuando trata de entender la historia es muy parecido a lo que hace cuando trata de inventar una historia, es decir, encontrar los nexos para explicarla. Debo decir que cuando hago historia me cuido un poco más que en las memorias [risas]. Cuando hago una reconstrucción histórica, de alguna manera, lo que es un poco desleal, es que eso lo tengo adentro pero no lo muestro.
-No se anima del todo a cruzar esa raya

-No me animo porque creo que no corresponde, pero es evidente que cuando yo escribí sobre la república imposible, ya tenía en mí todas las cosas que están desplegadas en las memorias.
-En su libro La Argentina y la tormenta del mundo también opera esa experiencia vivida por usted, ¿verdad?

-Sí, pero trato de controlarlo un poco mejor.
-Aparte de ese rodeo casi interminable sobre las fuentes, en la exposición de sus explicaciones se refleja también la forma en que a usted, perdón por el primitivismo, le funciona la cabeza. Como si los pliegues que encuentra en un fenómeno los transmitiera a una prosa en la que se encadenan infinitas oraciones subordinadas, algo que puede llegar a ser exasperante para un lector no habituado. Usted lo sabe, ¿no?

-Desde luego que tiene dificultades. Hay una escuela de lengua de Monterrey, en California, que sostiene que en realidad a la gente no es que le resulte difícil aprender lenguas sino que se resiste a aprender, que hay que vencer esa resistencia y que, una vez que eso se logra, todo entra. A mí parece que es el problema que tengo. La primera reacción es de resistencia pero después la gente que supera esa resistencia, que logra pasar de la página 3, empieza a funcionar. Eso es en parte lo que me creó un público muy leal, que no es muy grande, pero que además tiene una especie de orgullo, tiene la satisfacción de haber vencido la barrera. Debe de haber una enorme cantidad de gente a la que no le gusta en absoluto.
-De sus memorias se desprende que usted reconoce a dos grandes maestros y no muchos más: Romero y Braudel. En Braudel descubre los grandes avances del trabajo histórico en la historiografía francesa de aquel momento. El reconocimiento a Romero es más difuso

-Al escribir estas memorias, me di cuenta de todo lo que recibí de Romero. Fue un descubrimiento para mí. Porque Romero era un dato natural de mi vida, lo conocía desde chico, pertenecía al ambiente de mi casa. Creo que de Romero aprendí que había otra manera de ser historiador.
-¿Que en qué consiste?

-En escribir Historia. La otra idea, que predominaba en mi padre y en muchos otros intelectuales, es que no era necesario producir nada. Bastaba haberse producido a uno mismo.
-El ideal del maestro.

-Claro. Y creo que esa idea tenía que ver además con la adaptación a un cambio, al fin, diríamos, del "Estado enseñante", que estaba terminando. Estamos hablando del peronismo pero también del período anterior
-¿En qué medida eso no se aceleró por la calidad de la creación que se llevaba adelante al margen del Estado, dada la postergación académica que sufrieron muchos intelectuales durante el peronismo?

-Yo pienso que viene de antes. Bajo el peronismo el problema se manifestó de manera estrepitosa. Los que terminaron marginados totalmente de la universidad por el peronismo estaban ya semimarginados antes. Yo le debí mucho al peronismo. Si el peronismo no hubiera sacudido la estructura de la universidad, yo no habría entrado.
-Usted se refiere al reinado de Alberini, de Levene

-Exactamente. En 1957, el historiador italiano Ruggiero Romano, especializado en historia social y económica, empezó a venir a la Argentina enviado por Braudel para establecer conexiones. Nos citamos frente a la facultad una mañana y todos los que pasaban me saludaban. ...l me dijo: "Parecés el hijo del juez". Y yo le respondí: "Es que ahora estamos nosotros". ...l preguntó: "¿Y qué pasó con los otros?" "Pues naturalmente los echamos", le contesté. Yo vine en los días de Cámpora, en 1973, y César Milstein vino como bioquímico. ...l decía: "Es rarísimo, es la facultad gobernada por la FUBA del 53 con la marcha ´Los muchachos peronistas de fondo". En Farmacia, Marcelino Cereijido, que era el interventor, lo había echado a Alberto Taquini (decano de Farmacia en las décadas del 60 y el 70). Me parece, entonces que Taquini mandó una cartaen que decía: "No es la primera vez que Cereijido me echa, ya me echó en el año 55". Cereijido, en vez de decir tierra trágame, le mandó una respuesta tajante: "Efectivamente lo eché entonces, lo vuelvo a echar ahora y lo echaré cada vez que se atreva a aparecer al servicio de la oligarquía y el imperialismo "
-Sin embargo, en Francia Braudel le dijo que si quería estudiar con él no podía anotarse como alumno en las cátedras del célebre historiador marxista Pierre Vilar

-Sí, pero era una intolerancia mucho menor. Nadie podía expulsar a nadie. Digamos que eran fortalezas hostiles, era como en la Florencia del siglo XIII, con cada uno en su torre tirando al de enfrente.
-Más allá de ese espíritu faccioso, usted describe el antiperonismo, al menos antes de que se precipitara la caída, como un movimiento poco heroico.

-Yo nunca fui muy valiente, pero nunca tuve miedos injustificados. Recuerdo cuando mamá hablaba por teléfono con la señora María Hortensia Lacau, famosa por sus libros de texto sobre gramática, que le dijo que quería afiliarse al peronismo. Mamá le dio una hora de charla en que no le hizo ninguna objeción moral sino que le dijo: "Usted ahora comprende que nunca más va a poder publicar nada en la prensa " Y jamás nos pasó nada.
-No suponían que el teléfono estuviera intervenido.

-No, eso vino después.
-Era previsible que para usted los temas de su relación con la política fueran el comunismo y el peronismo, como para toda su generación.

-El comunismo tuvo una influencia fatal, no fatal porque fueran siniestros sino que no se daban cuenta de lo que eran. Eran como una multinacional que tenía que mandar a Moscú lo que Moscú quería recibir.
-Sin embargo su experiencia en Italia

-Bueno, eso era aparte. Pero los comunistas eran unos sinvergüenzas. Ahora me enteré, había un señor Pablo Robotnik que había escrito cien preguntas y respuestas sobre la Unión Soviética. Recuerdo una que era deliciosa: "¿Es verdad que en la Unión Soviética las vacas usan anteojos de sol?" Y la respuesta es: "Sí, es verdad, en los prados verdeantes del Círculo Polar Ártico que ahora florecen, el resplandor es tan grande que necesitan los anteojos".
–En su obra el juego de un presente que ilumina el pasado es permanente. ¿Cómo lo definiría?

-Lo que lo vuelve a uno hacia el pasado es un interés que surge del presente. Pero al mismo tiempo, una de las cosas que caracteriza el estudio del pasado es que lo que uno tiene que descubrir del pasado es que no es el presente. De tal manera que uno se pregunta a partir del presente pero va a recibir respuestas que ya no aluden al presente sino que aluden al pasado. Cuando uno tiene una filosofía de la historia (es decir, si usted cree, por ejemplo, que las relaciones de propiedad de la tierra en la época de Rosas forman parte de un proceso que se continúa hasta el presente), sí. Pero si no cree en eso sino que hay, diríamos, una serie de procesos mucho más complicados y con interposiciones de otros factores, ya no.
-En aquellas lecturas de Gramsci, en sus observaciones sobre la posguerra en Italia, en sus estudios sobre la caída del rosismo, parece haber modelos que se condicionan e iluminan unos a otros. Acaso el más fuerte, el que más lo ha inquietado es, en el mismo sentido, la caída del peronismo. ¿Es posible?

-Para mí, la caída del peronismo fue una sorpresa y creo que para todo el mundo lo fue. Hay que admitir que Perón cometió un error, que hubo una contradicción muy difícil de explicar sobre la que Lila Caimari escribió un libro admirable: Perón y la Iglesia Católica. Religión, Estado y sociedad en la Argentina (1943-1955) . Esa contradicción consiste en que si Perón era el "definidor supremo" de su comunidad organizada, no podía pretender manejarse con la Iglesia. Es muy sencillo. Si pretendía funcionar con las encíclicas, tenía que remitir su autoridad al que produce las encíclicas y eso él nunca lo aceptó. ...l tenía con la Iglesia el mismo problema que había tenido con los comunistas, es decir que podía tener un aliado pero no podía tener un agente.
-En el epílogo de sus memorias, y siempre sobre esa perspectiva que ofrece el presente para mirar el pasado, usted dice algo que no termina de decir: que en 2001 murió un determinado orden. ¿A qué se refiere?

-Me refiero a que la etapa europea de la historia mundial se terminó. ¿Usted se acuerda del sociólogo alemán Gunder Frank, uno de los autores de la "teoría de la dependencia"? Gunder Frank, después de haber formulado sus grandes teorías, plantó su última teoría genial al decir que no es que entramos en la edad dominada por China sino que toda la historia, desde el comienzo, estuvo dominada por China pero que Europa, al ser un rincón tan próspero de Asia, tardó en incorporarse. Creo que efectivamente hay un cambio que ha empezado y que nadie sabe cómo va a terminar. Porque incluso lo de China puede irse al diablo, lo que sería una catástrofe cósmica.
-No sería la reposición del orden anterior

-No, claro, es todavía peor y por lo tanto, no hay siquiera apuestas
-¿Usted cree que la Argentina encontraría en ese nuevo orden un contexto similar al de la segunda mitad del XIX, es decir, una nueva plataforma de lanzamiento hacia el progreso?

-No sé Además, la Argentina tiene una especial facilidad para que no le vaya bien. Es lo que dice Eduardo Duhalde, pero casi al revés [risas].
-El sabor que deja su epílogo es el de esa observación. Algo que pudo ser definitivamente no fue. Casi como en el "Poema conjetural"...

-Pienso que la Argentina fue realmente, como apuesta, una de las apuestas más audaces que ha habido. Porque la idea de hacer un país nuevo, no renovar una sociedad sino crear una sociedad, que en buena medida se hizo, no salió bien. No hay vuelta que darle.
-Siempre en esa interrogación al pasado desde el presente, usted dice que lo que creía ver en el fenómeno Kirchner en 2003 finalmente no se verificó y que ahora la experiencia actual lo lleva a mirar de nuevo hacia el peronismo de los años 50

-Ya me acostumbré a la idea de que la Argentina es peronista y debo decir que a esta altura estoy tan vencido por la vida que no me molesta en absoluto.
-Sin embargo, en su libro La larga agonía de la Argentina peronista aparecía otro desenlace. La hiperinflación de 1989 parecía ser el final de un ciclo, el final de esa sociedad peronista.

-Claro, yo ahí me refería a la agonía de la sociedad peronista, que debió ser el título del libro. Porque yo creo que el peronismo sobrevivió deshaciendo la revolución peronista. Fue lo que hizo Carlos Menem. Esta Argentina que vivimos hoy es una especie de antología del pasado peronista con música setentista y prosa frondizista.
-Contiene también algunos rasgos de los que usted recuerda del peronismo de los años 50, esos ribetes ridículos de los que hacían proezas en natación para que Perón aceptara ser reelecto

-Sí, pero aquel era un absurdo más legítimo, es decir, era gente que estaba inventando algo. En cambio ahora no hay esa dimensión. ...sa es la impresión que tuve oyendo, curiosamente, a Magdalena Ruiz Guiñazú. Llegué a la conclusión de que todos estamos un poco cansados, ¿no? Porque incluso ella, que empezaba con el traje de oso por aquí y por allá, ahora está realmente cansada, está aburrida. Todo lo que pasa lo ha visto 50 veces. Y eso nos pasa un poco a todos.
-Finalmente la experiencia argentina parecía que iba a ser y no fue. Y la de Halperin, el estudiante de Química, parecía que no iba a ser y fue. A pesar de la marginalidad y del exilio, ocupa un lugar central en el pensamiento historiográfico del país.

-Mire, no sé si ocupo un lugar tan central
-Es casi un historiador-objeto [risas].

-Prefiero tomar bien lo que acaba de decir. Yo creo que estoy muy contento. La verdad es que tuve más suerte de la que merezco.






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miércoles, 16 de marzo de 2011

Carta de San Martín a Bolívar después de la entrevista de Guayaquil


Lima, 29 de agosto de 1822.


Excmo. Señor Libertador de Colombia, Simón Bolívar.


Querido General:

Dije a usted en mi última, de 23 del corriente, que habiendo reasumido el mando supremo de esta republica, con el fin de separar de él al débil e inepto Torre-Tagle, las atenciones que me rodeaban en aquel momento no me permitían escribirle con la extensión que deseaba; ahora al verificarlo, no sólo lo haré con la franqueza de mi carácter, sino con la que exigen los grandes intereses de la América.


Los resultados de nuestra entrevista no han sido los que me prometía para la pronta terminación de la guerra. Desgraciadamente, yo estoy íntimamente convencido, o que no ha creído sincero mi ofrecimiento de servir bajo sus órdenes con las fuerzas de mi mando, o que mi persona le es embarazoso. Las razones que usted me expuso, de que su delicadeza no le permitiría jamás mandarme, y que, aun en el caso de que esta dificultad pudiese ser vencida, estaba seguro que el congreso de Colombia no consentiría su separación de la república, permítame general le diga, no me han parecido plausibles. La primera se refuta por sí misma. En cuanto a la segunda, estoy muy persuadido, que la menor manifestación suya al congreso sería acogida con unánime aprobación cuando se trata de finalizar la lucha en que estamos empeñados, con la cooperación de usted y la del ejército de su mando; y que el alto honor de ponerle término refluirá tanto sobre usted como sobre la república que preside.

No se haga V. ilusión, general. Las noticias que tiene de las fuerzas realistas son equivocadas; ellas montan en el Alto y Bajo Perú á más de 19.000 veteranos, que pueden reunirse en el espacio de dos meses. El ejército patriota diezmado por las enfermedades, no podrá poner en línea de batalla sino 8.500 hombres, y de éstos, una gran parte reclutas. La división del general Santa Cruz (cuyas bajas según me escribe este general, no han sido reemplazadas a pesar de sus reclamaciones) en su dilatada marcha por tierra, debe experimentar una pérdida considerable, y nada podrá emprender en la presente campaña. La división de 1.400 colombianos que V. envía será necesaria para mantener la guarnición del Callao, y el orden de Lima. Por consiguiente, sin el apoyo del ejército de su mando, la operación que se prepara por puertos intermedios no podrá conseguir las ventajas que debían esperarse, si fuerzas poderosas no llamaran la atención del enemigo por otra parte, y así la lucha se prolongará por un tiempo indefinido. Digo indefinido, porque estoy íntimamente convencido, que sean cuales fueren las vicisitudes de la presente guerra, la independencia de la América es irrevocable; pero también lo estoy, de que su prolongación causará la ruina de sus pueblos, y es un deber sagrado para los hombres á quienes están confiados sus destinos, evitar la continuación de tamaños males.

En fin, general; mi partido está irrevocablemente tomado. Para el 20 del mes entrante he convocado el primer congreso del Perú, y al día siguiente de su instalación me embarcaré para Chile, convencido de que mi presencia es el sólo obstáculo que le impide á usted venir al Perú con el ejército de su mando. Para mí hubiese sido el colmo de la felicidad, terminar la guerra de la independencia bajo las órdenes de un general á quien la América debe su libertad. El destino lo dispone de otro modo, y es preciso conformarse.

No dudando que después de mi salida del Perú, el gobierno que se establezca reclamará la activa cooperación de Colombia, y que usted no podrá negarse á tan justa exigencia, remitiré á usted una nota de todos los jefes cuya conducta militar y privada pueda ser á usted de alguna utilidad su conocimiento.
El general Arenales quedará encargado del mando de las fuerzas argentinas. Su honradez, coraje y conocimientos, estoy seguro lo harán acreedor que usted le dispense toda consideración.

Nada diré á usted sobre la reunión de Guayaquil á la república de Colombia. Permítame, general, que le diga, que creí que no era á nosotros á quienes correspondía decidir este importante asunto. Concluida la guerra, los gobiernos respectivos lo hubieran transado, sin los inconvenientes que en el día pueden resultar á los intereses de los nuevos estados de Sud-América.

He hablado á usted, general, con franqueza, pero los sentimientos que exprime esta Carta, quedarán sepultados en el más profundo silencio; si llegasen á traslucirse, los enemigos de nuestra libertad podrían prevalecerse para perjudicarla, y los intrigantes y ambiciosos para soplar la discordia.

Con el comandante Delgado, dador de ésta, remito á usted una escopeta y un par de pistolas, juntamente con un caballo de paso que le ofrecí en Guayaquil. Admita usted, general, esta memoria del primero de sus admiradores.

Con estos sentimientos, y con los de desearle únicamente sea usted quien tenga la gloria de terminar la guerra de la independencia de la América del Sud, se repite su afectísimo servidor.


JOSÉ DE SAN MARTÍN


Este documento revela mucho acerca de la entrevista de Guayaquil y sus consecuencias. Si quieres comentar algo al respecto o compartir aquí tu opinión, será bienvenida

martes, 15 de febrero de 2011

Burke: cultura popular y alta cultura


Peter Burke es uno de los historiadores más prolíficos y notables de la actualidad. En esta entrevista habla de la manera en que la historia se ocupa hoy de la interacción entre los distintos niveles culturales

Por Cristóbal Florenzano y Marcelo Somarriva
El Mercurio, Chile

© EL Mercurio / GDA


El trabajo de Peter Burke como historiador podría caracterizarse por su empeño en conciliar la historia cultural y la historia del arte, a través de obras como La fabricación de Luis XIV y El Renacimiento italiano: cultura y sociedad en Italia , con una significativa labor de divulgación, a través de libros que describen y analizan el estado de la disciplina de la historia en las últimas dos décadas, como sus libros Sociología e Historia , Formas de hacer Historia y Visto y no visto: el uso de la imagen como documento histórico . Este aspecto de su trabajo, que distingue a Burke de otros autores actuales, es lo que él llama su "labor de misionero". A través de ella, Burke, ya sea como autor o editor, ha introducido en la historiografía inglesa una serie de perspectivas históricas de tradiciones culturales foráneas, francesas, italianas y alemanas, así como aportes de la sociología y la antropología.

La oficina de Peter Burke es alta y luminosa. Está frente a uno de los muchos parques públicos que tiene la ciudad universitaria de Cambridge, en Inglaterra. Lo primero que se ve al entrar son los libros que se acumulan por todas partes. Ordenados en largos estantes sobre los muros, abiertos sobre el escritorio a un lado de la computadora, apilados a lo largo de la pieza, forman sobre el suelo de madera pequeñas torres que hay que esquivar con cuidado

Burke es profesor emérito de Historia Cultural en Cambridge y este año cumple 42 años de ejercicio académico. Cuenta que durante algún tiempo fue un pintor aficionado, pero que sus obligaciones ya no se lo permiten. Burke es uno de los historiadores contemporáneos más prolíficos y también uno de los de mayor fama mundial: al día siguiente de dar esta entrevista, lo esperaban en Taiwán y poco tiempo antes de abrirnos la puerta había recibido un mensaje electrónico de un periodista coreano. Una de las pocas distracciones que su trabajo le permite es pasear por Cambridge. No se trata, sin embargo, de un gran descanso, pues, según dice, la mayor parte de las ideas se le ocurren caminando. A diferencia de muchos que la consideran una experiencia torturante, dice que le gusta escribir. Piensa que hacerlo es un buen punto de partida para investigar, ya que sólo así se da cuenta de las cosas que necesita conocer mejor. Escribe durante las mañanas y luego camina hacia la biblioteca, donde trata de resolver las dudas que le surgieron en el trayecto.

En sus comienzos, Peter Burke estuvo muy influido por la Escuela de los Anales e incluso pensó trabajar con su fundador, Fernand Braudel. Buscando un espacio intelectual donde sus intereses de historiador pudiesen fertilizarse con las discusiones que se desarrollaban en otras disciplinas, como la filosofía y la sociología, entró a enseñar como profesor en la Universidad de Sussex. Después de haber pasado quince años allí, Burke se mudó a Cambridge. El contraste entre la atmósfera liberal de Sussex y la formalidad social y académica del Emmanuel College lo descolocó tanto que se puso a tomar notas de las maneras y costumbres de sus colegas tal como lo haría un antropólogo, apuntes que luego publicó en un artículo titulado "Notas para una etnografía de un college de Cambridge", bajo el seudónimo de William Dell.

Peter Burke mantiene una cercanía importante con Latinoamérica: está casado con la historiadora brasileña Maria Lucía Pallarés y viaja con ella todos los años a San Pablo.

- Una de sus áreas de trabajo ha sido la cultura popular. ¿Cómo percibe esta cultura hoy, cuando se habla de una aceleración del tiempo y de los cambios sociales?

-Los historiadores se han vuelto más dudosos de lo que acostumbraban acerca de si el término cultura popular sirve para definir la cultura de cualquier período y eso es, en parte, por los cambios actuales. Ahora es más difícil definir la cultura popular de lo que era hace cincuenta años; entonces los intelectuales no miraban televisión y tenían una cultura muy separada de la que tenía la gente normal. Hoy casi todo el mundo mira televisión, hasta los mismos programas, incluso quienes dicen no hacerlo. Algo bueno de esto es el surgimiento de un idioma común. Así, puedes dar una conferencia e ilustrar lo que estás diciendo a partir de un código compartido y puedes contar con que el público lo entienda. Algunos sociólogos, a mi entender acertadamente, hablan de una cultura común. Pienso que tienes que hablar de culturas, en plural, incluso hablando de individuos. Todos nosotros vivimos en una cultura común, pero participamos de varias culturas a la vez. Cuando escribí sobre la cultura popular en la Europa Occidental de comienzos de la época moderna, observé que las clases altas eran biculturales, participaban de lo que los historiadores llaman historia popular y también de una cultura educada, de la cual la gente común estaba excluida. Ahora tenemos que hablar de muchos grupos con intereses especiales. Treinta o cuarenta años atrás hubo un comité de gobierno encargado de investigar en la televisión inglesa y la comisión argumentó que la televisión inglesa tenía que reflejar a las minorías porque todos formamos parte de alguna, los que ven el cricket o la gente que observa pájaros, y así puedes hacer una lista de un centenar de cosas. Todos vivimos en una o más subculturas o minorías, hay muy pocas barreras entre una cultura y otra, y eso nos hace pensar que en el pasado la situación pudo haber sido mucho más fluida de lo que creíamos.
- ¿Cómo ve la perspectiva de la alta cultura en este contexto?

-Veo una interacción. Hoy las matrices de la cultura popular y la alta cultura interactúan. Un ejemplo de ello son las relaciones que se dieron entre el arte pop y el arte publicitario comercial en la pintura de Andy Warhol y así hay muchos otros casos. Por supuesto que esto ocurría antes, pero no ocurría tanto como ahora. Hoy muchos artistas o compositores practican esa mezcla de culturas, aun cuando los resultados podrán no ser muy populares.
-¿Qué aproximación debería tener la historia cultural a la alta cultura?

-Creo que es una tarea pendiente para los estudios culturales, particularmente en su versión anglosajona, donde me parece que la expresión se usa de manera más extendida. En ellos la alta cultura está notoriamente ausente, principalmente porque desde sus orígenes hicieron una crítica de los estudios anteriores a los que consideraban muy estrechos y exclusivos. Pienso que los estudios culturales pueden incluir también a la "alta cultura" y también extenderse hacia otros siglos.
- Usted señala que uno de los problemas que presenta la historia cultural es el de definir su objeto de estudio. Al respecto habla de definiciones de cultura que tienden a crecer. ¿Cuál definición prefiere usted?

-Si tuviera que dar una definición sería en términos de los elementos simbólicos y de los lugares donde los encuentras, es decir, si los encuentras en la vida diaria o en lo que llamamos obras de arte. Quiero evitar una definición en la que todo es cultura, porque si todo es cultura, la palabra está de más y el término no cumple función alguna. Si incluimos la vida diaria en esta acepción, hay que tener en cuenta que una comida ordinaria tiene menos que ver con la cultura que una comida especial en la que alguien celebra algo, porque esta última está más ritualizada. Esto también es relativo porque, por ejemplo, si viajas a otro país, lo que es ordinario parecerá fuera de lo común y viceversa. Cuando algo está más ritualizado, tiene un mayor contenido simbólico. Quiero mantener una multiplicidad de perspectivas y creo que el terreno común de un historiador cultural puede describirse como lo simbólico y su interpretación.
-¿Coincide usted con las profecías que plantean los gurúes de los medios cuando señalan que vivimos en una cultura visual?

-No cabe duda de que hoy en día hay más imágenes a nuestro alrededor de lo que solía haber en el pasado. Hay una variedad insólita de imágenes que nos rodean en todas partes. No estoy seguro, sin embargo, de que eso implique que la nuestra sea una cultura más visual que la cultura en la que vivieron nuestros antepasados, pues ellos también prestaron una enorme atención a las imágenes y poblaron sus entornos rituales y cotidianos con ellas. No diría, la verdad, que vivimos hoy en una cultura comparativamente más visual que la del pasado. Diría que vivimos en una cultura visual distinta, donde las imágenes se recambian más rápido y duran mucho menos. Un campesino del siglo XV convivía durante años con las mismas imágenes, con una escena sagrada representada en el vitral de una iglesia, por ejemplo, que llegaba a conocer de memoria hasta en sus más mínimos detalles. Era un modo de ver completamente distinto al que practicamos hoy nosotros frente a imágenes que se están deshaciendo todo el tiempo frente a los ojos.
- En uno de sus libros usted utiliza la metáfora de que el historiador de hoy debe leer imágenes, ciudades, en general textos que no están escritos. ¿Qué papel tiene la intuición en esto?

-No creo que leer imágenes deba ser sólo intuitivo, así como tampoco creo que la lectura de un texto deba ser enteramente intuitiva. Tal vez la proporción de intuición varía en los dos casos, pero yo no haría una distinción muy precisa. Los historiadores muchas veces siguen la intuición, pero deben justificar las conclusiones a las que llegan por la intuición. El problema de la intuición es que no puede aprenderse ni enseñarse, al menos en términos tradicionales. Pero creo que se puede aprender a leer imágenes y ciudades, tal como se puede aprender a leer textos. Se trata de una metáfora abierta, porque puede usarse para decir que no debemos ser tan logocéntricos y tomar las imágenes en serio. El problema es que hablamos de una "lectura" y con ello usamos un lenguaje logocéntrico para restarle importancia al imperio de las palabras.
- ¿Qué postura adopta usted en el debate contemporáneo acerca de la relación entre historia y ficción? ¿Cree usted que existen argumentos para defender a la historia de los argumentos que la consideran como una especie de ejercicio literario?

-Mi postura al respecto es moderada: creo que los historiadores construyen el pasado, pero lo construyen a partir de ciertas evidencias y materiales que existen más allá de sus posturas e imaginaciones personales. Los materiales pueden ser elegidos, combinados, ordenados e interpretados de tal manera que a través de ellos una historia en particular pueda ser contada, o algún aspecto puntual se vuelva visible. Desde ese punto de vista existen muchas similitudes con el trabajo de artesanía que da lugar a una obra de ficción. Pero a diferencia de la ficción pura, el historiador tiene que apoyarse en archivos, documentos y otro tipo de huellas que nos ha legado el pasado, que establecen límites y entregan una cierta dirección al trabajo de reconstrucción que hacemos desde el presente. Por otra parte, existe también una tradición de comentarios y lecturas de nuestro pasado histórico con la cual es saludable entablar un diálogo informado. La historia, a diferencia de la ficción pura, no opera a través de big bangs creativos que nacen de la nada. Opera más bien a través de un trabajo de reconstrucción continuo de las ideas y de los materiales que nos ha dejado el pasado. La tradición se transforma de manera incesante pero no desaparece, sin embargo, nunca del todo.
- ¿Cree usted que el historiador tiene algún tipo de responsabilidad ética con las vidas y hechos del pasado que intenta alumbrar?

-Me parece que sí, aunque no sé si yo entiendo el problema en los términos que usted llama éticos. En mi opinión, la responsabilidad del historiador en el interior de la comunidad humana más amplia en la que está inserto tiene que ver con el papel que juega ayudando a conservar la memoria de formas de vida valiosas que existieron en el pasado y que la historia tiende inevitablemente a destruir. En ese sentido, la responsabilidad del historiador, más que con el pasado, tiene que ver con el presente. El historiador puede recordarles a los hombres del presente que existen otras maneras posibles de hacer las cosas. Puede, al darles voz a las formas de vida del pasado, recordarle al presente que la manera en que nuestra cultura actual organiza y entiende el mundo no es la única, ni tampoco la mejor manera posible de hacerlo.
- ¿Pero qué posibilidad tiene el historiador de profundizar la memoria del resto de la comunidad en una época como la actual que parece estar más bien obsesionada con el futuro?

-Tengo la impresión de que a medida que la gente empieza a percibir una desconexión cada vez mayor con su pasado, en especial con las formas de vida cotidiana del pasado, se genera una reacción inversa, se genera un interés por la historia entre personas que buscan encontrar en ella algún tipo de contexto y orientación más coherentes que el que les ofrece el mundo actual. Aquí en Inglaterra, por ejemplo, la historia está pasando por un momento de auge en términos del interés del público. Y me consta que algo similar está ocurriendo en Francia y en otros países del continente. Hay muchas personas mayores de 50 años que se han convertido en lectores de historia porque están buscando reencontrase con el mundo que conocieron en su infancia: un mundo que el boom tecnológico de los últimos treinta años ha cambiado hasta volver irreconocible. De manera que no me parece que la voz del historiador en la comunidad esté condenada a morir en la irrelevancia y el aislamiento.


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