viernes, 12 de octubre de 2012

Perón y el 12 de octubre


Discurso del presidente Juan Domingo Perón

en la Academia Argentina de Letras

12 de octubre de 1947

No me consideraría con derecho a levantar mi voz en el solemne día que se festeja la gloria de España, si mis palabras tuvieran que ser tan sólo halago de circunstancias o simple ropaje que vistiera una conveniencia ocasional. Me veo impulsado a expresar mis sentimientos porque tengo la firme convicción de que las corrientes de egoísmo y las encrucijadas de odio que parecen disputarse la hegemonía del orbe, serán sobrepasadas por el triunfo del espíritu que ha sido capaz de dar vida cristiana y sabor de eternidad al Nuevo Mundo.

No me atrevería a llevar mi voz a los pueblos que, junto con el nuestro, formamos la Comunidad Hispánica, para realizar tan sólo una conmemoración protocolar del Día de la Raza.

Únicamente puede justificarse el que rompa mi silencio, la exaltación de nuestro espíritu ante la contemplación reflexiva de la influencia que, para sacar al mundo del caos que se debate, puede ejercer el tesoro espiritual que encierra la titánica obra cervantina, suma y compendio apasionado y brillante del inmortal genio de España.

Espíritu contra utilitarismo

Al impulso ciego de la fuerza, al impulso frío del dinero, la Argentina, coheredera de la espiritualidad hispánica, opone la supremacía vivificante del espíritu.

En medio de un mundo en crisis y de una humanidad que vive acongojada por las consecuencias de la última tragedia e inquieta por la hecatombe que presiente; en medio de la confusión de las pasiones que restallan sobre las conciencias, la Argentina, la isla de paz, deliberada y voluntariamente, se hace presente en este día para rendir cumplido homenaje al hombre cuya figura y obra constituyen la expresión más acabada del genio y la grandeza de la raza.

Y a través de la figura y de la obra de Cervantes va el homenaje argentino a la Patria Madre, fecunda, civilizadora, eterna, y a todos los pueblos que han salido de su maternal regazo.

Por eso estamos aquí, en esta ceremonia que tiene la jerarquía de símbolo. Porque recordar a Cervantes es reverenciar a la madre España; es sentirse más unidos que nunca a los demás pueblos que descienden legítimamente de tan noble tronco; es afirmar la existencia de una comunidad cultural hispanoamericana de la que somos parte y de una continuidad histórica que tiene en la raza su expresión objetiva más digna, y en el Quijote la manifestación viva y perenne de sus ideales, de sus virtudes y de su cultura; es expresar el convencimiento de que el alto espíritu señoril y cristiano que inspira la Hispanidad iluminará al mundo cuando se disipen las nieblas de los odios y de los egoísmos.

Por eso rendimos aquí el doble homenaje a Cervantes y a la Raza.

Homenaje, en primer lugar, al grande hombre que legó a la humanidad una obra inmortal, la más perfecta que en su género haya sido escrita, código del honor y breviario del caballero, pozo de sabiduría y, por los siglos, de los siglos, espejo y paradigma de su raza.

Destino maravilloso el de Cervantes que, al escribir El Ingenioso Hidalgo Don Quijote de la Mancha, descubre en el mundo nuevo de su novela, con el gran fondo de la naturaleza filosófica, el encuentro cortés y la unión entrañable de un idealismo que no acaba y de un realismo que se sustenta en la tierra. Y además caridad y amor a la justicia, que entraron en el corazón mismo de América; y son ya los siglos los que muestra, en el laberinto dramático que es esta hora del mundo, que siempre triunfa aquella concepción clara del riesgo por el bien y la ventura de todo afán justiciero. El saber “jugarse entero” de nuestros gauchos es la empresa que ostentan orgullosamente los “quijotes de nuestras pampas”.

En segundo lugar, sea nuestro homenaje a la raza a que pertenecemos.

Para nosotros, la raza no es un concepto biológico. Para nosotros es algo puramente espiritual. Constituye una suma de imponderables que hace que nosotros seamos lo que somos y nos impulsa a ser lo que debemos ser, por nuestro origen y nuestro destino. Ella es lo que nos aparta de caer en el remedo de otras comunidades cuyas esencias son extrañas a la nuestra, pero a las que con cristiana caridad aspiramos a comprender y respetamos. Para nosotros, la raza constituye nuestro sello personal, indefinible e inconfundible.

Para nosotros los latinos, la raza es un estilo. Un estilo de vida que nos enseña a saber vivir practicando el bien y a saber morir con dignidad.

Nuestro homenaje a la madre España constituye también una adhesión a la cultura occidental. Porque España aportó al occidente la más valiosa de las contribuciones: el descubrimiento y la colonización de un nuevo mundo ganado para la causa de la cultura occidental.

Su obra civilizadora cumplida en tierras de América no tiene parangón en la Historia. Es única en el mundo. Constituye su más calificado blasón y es la mejor ejecutoria de la raza, porque toda la obra civilizadora es un rosario de heroísmos, de sacrificios y de ejemplares renunciamientos.

Su empresa tuvo el sino de una auténtica misión. Ella no vino a las Indias ávida de ganancias y dispuesta a volver la espalda y marcharse una vez exprimido y saboreado el fruto. Llegaba para que fuera cumplida y hermosa realidad el mandato póstumo de la Reina Isabel de “atraer a los pueblos de Indias y convertirlos al servicio de Dios”. Traía para ello la buena nueva de la verdad revelada, expresada en el idioma más hermoso de la tierra. Venía para que esos pueblos se organizaran bajo el imperio del derecho y vivieran pacíficamente. No aspiraban a destruir al indio sino a ganarlo para la fe y dignificarlo como ser humano...

Era un puñado de héroes, de soñadores desbordantes de fe. Venían a enfrentar a lo desconocido; ni el desierto, ni la selva con sus mil especies donde la muerte aguardaba el paso del conquistador en el escenario de una tierra inmensa, misteriosa, ignorada y hostil.

Nada los detuvo en su empresa; ni la sed, ni el hambre, ni las epidemias que asolaban sus huestes; ni el desierto con su monótono desamparo, ni la montaña que les cerraba el paso, ni la selva con sus mil especies de oscuras y desconocidas muertes. A todo se sobrepusieron. Y es ahí, precisamente, en los momentos más difíciles, en los que se los ve más grandes, más serenamente dueños de sí mismos, más conscientes de su destino, porque en ellos parecía haberse hecho alma y figura la verdad irrefutable de que “es el fuerte el que crea los acontecimientos y el débil el que sufre la suerte que le impone el destino”. Pero en los conquistadores pareciera que el destino era trazado por el impulso de su férrea voluntad.

Como no podía ocurrir de otra manera, su empresa fue desprestigiada por sus enemigos, y su epopeya objeto de escarnio, pasto de la intriga y blanco de la calumnia, juzgándose con criterio de mercaderes lo que había sido una empresa de héroes. Todas las armas fueron probadas: se recurrió a la mentira, se tergiversó cuanto se había hecho, se tejió en torno suyo una leyenda plagada de infundios y se la propaló a los cuatro vientos.

Y todo, con un propósito avieso. Porque la difusión de la leyenda negra, que ha pulverizado la crítica histórica serie y desapasionado, interesaba doblemente a los aprovechados detractores. Por una parte, les servía para echar un baldón a la cultura heredada por la comunidad de los pueblos hermanos que constituimos Hispanoamérica.

Por la otra procuraba fomentar así, en nosotros, una inferioridad espiritual propicia a sus fines imperialistas, cuyas asalariados y encumbradísimos voceros repetían, por encargo, el ominoso estribillo cuya remunerada difusión corría por cuenta de los llamados órganos de información nacional. Este estribillo ha sido el de nuestra incapacidad para manejar nuestra economía e intereses, y la conveniencia de que nos dirigieran administradores de otra cultura y de otra raza. Doble agravio se nos infería; aparte de ser una mentira, era una indignidad y una ofensa a nuestro decoro de pueblos soberanos y libres.

España, nuevo Prometeo, fue así amarrada durante siglos a la roca de la Historia. Pero lo que no se pudo hacer fue silenciar su obra, ni disminuir la magnitud de su empresa que ha quedado como magnífico aporte a la cultura occidental.

Allí están, como prueba fehaciente, las cúpulas de las iglesias asomando en las ciudades fundadas por ella; allí sus leyes de Indias, modelo de ecuanimidad, sabiduría y justicia; sus universidades; su preocupación por la cultura, porque “conviene –según se lee en la Nueva Recopilación- que nuestros vasallos, súbditos y naturales, tengan en los reinos de Indias, universidades y estudios generales donde sean instruidos y graduados en todas ciencias y facultades, y por el mucho amor y voluntad que tenemos de honrar y favorecer a los de nuestras Indias y desterrar de ellas las tinieblas de la ignorancia y del error, se crean Universidades gozando los que fueren graduados en ellas de las libertades y franquezas de que gozan en estos reinos los que se gradúan en Salamanca”.

Su celo por difundir la verdad revelada porque –como también dice la Recopilación -“teniéndonos por más obligados que ningún otro príncipe del mundo a procurar el servicio de Dios y la gloria de su santo nombre y emplear todas las fuerzas y el poder que nos ha dado, en trabajar que sea conocido y adorado en todo el mundo por verdadero Dios como lo es, felizmente hemos conseguido traer al gremio de la Santa Iglesia Católica las innumerables gentes y naciones que habitan las Indias occidentales, isla y tierra firme del mar océano”.

España levantó, edificó universidades, difundió la cultura, formó hombres, e hizo mucho más; fundió y confundió su sangre con América y signó a sus hijas con un sello que las hace, si bien distintas a la madre en su forma y apariencias, iguales a ella en su esencia y naturaleza. Incorporó a la suya la expresión de un aporte fuerte y desbordante de vida que remozaba a la cultura occidental con el ímpetu de una energía nueva.

Y si bien hubo yerros, no olvidemos que esa empresa, cuyo cometido la antigüedad clásica hubiera discernido a los dioses, fue aquí cumplida por hombres, por un puñado de hombres que no eran dioses aunque los impulsara, es cierto, el soplo divino de una fe que los hacía creados a la imagen y semejanza de Dios.

Son hombres y mujeres de esa raza los que en heroica comunión rechazan, en 1806, al extranjero invasor, y el hidalgo jefe que obtenida la victoria amenaza con “pena de la vida al que los insulte”.

Es gajo de ese tronco el pueblo que en mayo de 1810 asume la revolución recién nacida; esa sangre de esa sangre la que vence gloriosamente en Tucumán y Salta y cae con honor en Vilcapugio y Ayohuma; es la que bulle en el espíritu levantisco e indómito de los caudillos; es la que enciende a los hombres que en 1816 proclaman a la faz del mundo nuestra independencia política; es la que agitada corre por las venas de esa raza de titanes que cruzan las ásperas y desoladas montañas de los Andes, conducidas por un héroe en una marcha que tiene la majestad de un friso griego; es la que ordena a los hombres que forjaron la unidad nacional, y la que aliente a los que organizaron la República; es la que se derramó generosamente cuantas veces fue necesario para defender la soberanía y la dignidad del país; es la misma que moviera al pueblo a reaccionar sin jactancia pero con irreductible firmeza cuando cualquiera osó inmiscuirse en asuntos que no le incumbían y que correspondía solamente a la nación resolverlos; de esa raza es el pueblo que lanzó su anatema a quienes no fueron celosos custodios de su soberanía, y con razón, porque sabe, y la verdad lo asiste, que cuando un Estado no es dueño de sus actos, de sus decisiones, de su futuro y de su destino, la vida no vale la pena de ser allí vivida; de esa raza es ese pueblo, este pueblo nuestro, sangre de nuestra sangre y carne de nuestra carne, heroico y abnegado pueblo, virtuoso y digno, altivo sin alardes y lleno de intuitiva sabiduría, que pacífico y laborioso en su diaria jornada se juega sin alardes la vida con naturalidad de soldado, cuando una causa noble así lo requiere, y lo hace con generosidad de Quijote, ya desde el anónimo y oscuro foso de una trinchera o asumiendo en defensa de sus ideales el papel de primer protagonista en el escena rio turbulento de las calles de una ciudad.

Señores:

La historia, la religión y el idioma nos sitúan en el mapa de la cultura occidental y latina, a través de su vertiente hispánica, en la que el heroísmo y la nobleza, el ascetismo y la espiritualidad, alcanzan sus más sublimes proporciones. El Día de la Raza, instituido por el Presidente Yrigoyen, perpetúa en magníficos términos el sentido de esta filiación. “La España descubridora y conquistadora –dice el decreto-, volcó sobre el continente enigmático y magnífico el valor de sus guerreros, el denuedo de sus exploradores, la fe de sus sacerdotes, el preceptismo de sus sabios, las labores de sus menestrales y con la aleación de todos estos factores, obró el milagro de conquistar para la civilización la inmensa heredad en que hoy florecen las naciones a las cuales ha dado, con la levadura de su sangre y con la armonía de su lengua, una herencia inmortal que debemos de afirmar y de mantener con jubiloso reconocimiento”.

Si la América olvidara la tradición que enriquece su alma, rompiera sus vínculos con la latinidad, se evadiera del cuadro humanista que le demarca el catolicismo y negara a España, quedaría instantáneamente baldía de coherencia y sus ideas carecerían de validez. Ya lo dijo Menéndez y Pelayo: “Donde no se conserva piadosamente la herencia de lo pasado, pobre o rica, grande o pequeña, no esperemos que brote un pensamiento original, ni una idea dominadora”. Y situado en las antípodas de su pensamiento, Renán afirmó que “el verdadero hombre de progreso es el que tiene los pies enraizados en el pasado”.

El sentido misional de la cultura hispánica, que catequistas y guerreros introdujeron en la geografía espiritual del Nuevo Mundo, es valor incorporada y absorbido por nuestra cultura, lo que ha suscitado una comunidad de ideas e ideales, valores y creencias, a la que debemos preservar de cuantos elementos exóticos pretenden mancillarla. Comprender esta imposición del destino, es el primordial deber de aquellos a quienes la voluntad pública o el prestigio de sus labores intelectuales, les habilita para influir en el proceso mental de las muchedumbres. Por mi parte, me he esforzado en resguardar las formas típicas de la cultura a que pertenecemos, trazándome un plan de acción del que pude decir –el 24 de noviembre de 1944- que “tiene, ante todo, a cambiar la concepción materialista de la vida por una exaltación de los valores espirituales”.

Precisamente esa oposición, esa contraposición entre materialismo y espiritualidad, constituye la ciencia del Quijote. O más propiamente representa la exaltación del idealismo, refrenado por la realidad del sentido común.

De ahí la universalidad de Cervantes, a quien, sin embargo, es precio identificar como genio auténticamente español, mal que no puede concebirse como no sea en España.

Esta solemne sesión, que la Academia Argentina de Letras ha querido poner bajo la advocación del genio máximo del idioma en el IV Centenario de su nacimiento, traduce –a mi modo de ver- la decidida voluntad argentina de reencontrar las rutas tradicionales en las que la concepción del mundo y de la persona humana, se origina en la honda espiritualidad grecolatina y en la ascética grandeza ibérica y cristiana.

Para participar en ese acto, he preferido traer, antes que una exposición académica sobre la inmortal figura de Cervantes, palpitación humana, su honda vivencia espiritual y su suprema gracia hispánica. En su vida y en su obra personifica la más alta expresión de las virtudes que nos incumbe resguardar.

Mientras unos soñaban y otros seguían amodorrados en su incredulidad, fue gestándose la tremenda subversión social que hoy vivimos y se preparó la crisis de las estructuras políticas tradicionales. La revolución social de Eurasia ha ido extendiéndose hacia Occidente, y los cimientos de los países latinos del Oeste europea crujen ante la proximidad de exóticos carros de guerra. Por los Andes asoman su cabeza pretendidos profetas, a sueldo de un mundo que abomina de nuestra civilización, y otra trágica paradoja parece cernirse sobre América al oírse voces que, con la excusa de defender los principios de la Democracia (aunque en el fondo quieren proteger los privilegios del capitalismo), permitan el entronizamiento de una nueva y sangrienta Tiranía.

Como miembros de la comunidad occidental, no podemos substraernos a un problema que de no resolverlo con acierto, puede derrumbar un patrimonio espiritual acumulado durante siglos. Hoy, más que nunca, debe resucitar Don Quijote y abrirse el sepulcro del Cid Campeador.


Juan Domingo Perón


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viernes, 21 de septiembre de 2012

"Ya nos habíamos acostumbrado un poco a pensar que los indios tenían por destino estar marginados"


Entrevista a Miguel León-Portilla


Autor: Enrique Krauze.
El País, Madrid, 30 de Junio de 2001.

El ganador del Premio Internacional Menéndez y Pelayo es uno de los principales investigadores de la América precolombina. El historiador mexicano habla sobre la honda huella, mayor que la de los conquistadores, que dejaron los humanistas españoles durante la colonia. El encuentro entre la América precolombina y los conquistadores españoles tuvo su lado positivo en el profundo mestizaje cultural que empezó a gestarse en esa época. Miguel León-Portilla (México, 1926), ha dedicado buena parte de los 45 años que lleva en la universidad Autónoma de México a investigar a los poco conocidos humanistas españoles que desempeñaron ese papel de vínculo.

Comienzo por preguntarle algo provocador. Aunque se usa mucho la fórmula "el tribunal de la historia", la historia, lo sabemos, no es un tribunal, y el historiador no es un juez. Pero imaginemos que asume usted ese papel en este instante. ¿Cuál es su veredicto razonado -llamémosle así- sobre la responsabilidad moral, el saldo moral de España en la conquista de México?

Es una pregunta difícil de responder. Sin embargo, quiero abarcar, en torno al concepto de "conquista", otra serie de hechos que deben tomarse en cuenta. La conquista, si la reducimos a los enfrentamientos bélicos, a la destrucción de la ciudad de México, a la sujeción de los indígenas, al hecho de que quedaron ellos en encomiendas y corregimientos... todo aquello que nos dice fray Bernardino de Sahagún, el primer antropólogo, de que "a los indios no les quedó sombra de lo que fueron", la opinión inevitablemente tiene que ser negativa. Pero si abarcamos sobre ese concepto otra serie de hechos y de presencias humanas, entonces el juicio puede matizarse. Me refiero a una serie de individuos que influyeron decisivamente en lo que siguió a los hechos bélicos y a la destrucción de las Indias -diríamos, para usar las palabras del padre De las Casas-. Esas presencias fueron las que yo nombro "humanistas españoles en el Nuevo Mundo". Estos humanistas, a diferencia de otros que hubo en la Península, tuvieron que estar en un campo mucho más difícil: yo diría que en una trinchera cultural.

Vale la pena, sobre todo para el lector español -que a veces parece haber olvidado esa huella benigna-, que se refiera a algunos de ellos.

Voy a comenzar con uno del que casi no hay recuerdo: Sebastián Ramírez de Fuenleal. Este señor era oriundo de un pueblecito en la provincia de Cuenca. La Nueva España estaba toda revuelta y en peligro de perderse; llega Ramírez de Fuenleal en 1531, y lo primero que hace es tratar de conocer qué es la tierra, qué son los indios. Diríamos que fue él quien inspira las primeras investigaciones sobre la cultura indígena: es él quien concibe la creación del Colegio Imperial de Santa Cruz de Tlatelolco, que fue importantísimo: yo me atrevo a compararlo de alguna manera con la escuela de traductores de Toledo.

Exacto. Alfonso el Sabio reunió a los árabes, los cristianos y los judíos a través de la lengua y la tradición. El Colegio de Tlatelolco hizo lo mismo con los indígenas y los españoles. Pero para hablar de ese tema tan importante, el del humanismo hispánico, me gustaría saltar unos siglos y que nos cuente cómo entró en él.

Entré a este humanismo, probablemente, porque a mi vez me formé en un humanismo, y así pude percibir su presencia más pronto. Debo decir que el maestro Ángel María Garibay me ayudó mucho. Y yo tenía a la mano las obras de Gabriel Méndez Plancarte, sobre los Humanistas mexicanos del siglo XVI. Mencionaré también a otro filósofo español transterrado, el padre Gallegos Rocafull, importantísimo. Gallegos Rocafull destaca la presencia de estos que también llama Humanistas y filósofos españoles del siglo XVI.

Una floración renacentista de España en América. La lista es tan larga en el siglo XVI como lo sería en el XX.

Concentrándonos en el siglo XVI, tenemos a fray Andrés de Olmos, por ejemplo. Su investigación es antecedente directo de la obra de Bernardino de Sahagún. Estuvo en varios lugares de la Nueva España, aprendió por lo menos tres lenguas indígenas, hizo gramáticas (una es del náhuatl, obviamente: se terminó el 1 de enero de 1547 y es admirable; solamente le he encontrado un error). Otro gran humanista que llega por esos años, don Vasco de Quiroga, había leído y admirado la obra de Tomás Moro, la Utopía. Quiso hacerla realidad en Michoacán, que fue su obispado: allí fundó los famosos hospitales pueblo, y dejó tal huella que hasta el día de hoy los indios purépechas lo recuerdan y lo llaman "Tata Vasco".


Cada humanista tuvo su misión y su perspectiva, pero compartieron un mismo amor hacia el mundo inédito y misterioso que encontraron y que los encontró. Tengo la impresión de que en esta genealogía remota que usted hace, el personaje que más le ha conmovido es Bernardino de Sahagún.

Pues sí. Fray Bernardino llega a México con 29 años; había estudiado en la Universidad de Salamanca, que estaba en todo su esplendor. Llega y aprende la lengua náhuatl de manera admirable, tal vez a partir de las enseñanzas de fray Alonso de Molina (que es otro de estos humanistas), y se convierte en uno de los fundadores del Colegio de Tlatelolco, que abre formalmente sus puertas en 1536. Y allí ocurre un encuentro de dos mundos en su mejor versión. Por un lado están Olmos, Sahagún, Gaona; y del otro lado, una serie de sabios indígenas, médicos, conocedores de los códices, gente versada en la tradición prehispánica y jóvenes estudiantes indígenas. Pensemos que en 1536 han pasado sólo 15 años desde la caída de la ciudad. El virrey Mendoza les da entonces su apoyo. Es allí donde, a raíz de la terrible epidemia del cocoliztli -que afectó por cierto a Sahagún-, él empieza (es una hipótesis) a recoger estos testimonios de lo que hemos llamado la huehuetlahtolli, la "antigua palabra". Pienso que Sahagún, en medio de la epidemia y ya no sabiendo qué hacer, les diría a algunos de los viejos sabios indígenas: -ustedes ¿qué hacían cuando había una epidemia? -Bueno, pues aplicarnos tal hierba, tal otro medicamento. -¿Y qué otra cosa hacían? -Rezábamos al Dios omnipotente, al Dueño del Cerca y el Junto, al Dador de la Vida: al gran Tezcatlipoca. Entonces le recitarían la oración a Tezcatlipoca. Es preciosísima esa oración: la he traducido. Y a partir de eso, Sahagún arranca, en 1545, su magna investigación sobre Las cosas de Nueva España.


Volvamos a su genealogía más próxima y directa.

Bueno. Estuve con los jesuitas en Los Ángeles: allí estudiaba filosofía. Todavía en esa época los jesuitas seguían mucho la filosofía escolástica (confieso que llegué a sentir una verdadera repugnancia por aquello, porque me parecía una especie de momia sumergida en formol para dar la impresión de que seguía viva). Estoy hablando de los años cincuenta tempranos. Y más o menos por ese tiempo caen en mis manos algunas traducciones del náhuatl del padre Garibay. Cuando vi esas traducciones quedé impresionadísimo, porque ya había leído a los presocráticos, había leído los Diálogos de Platón, y me dije: "Pero ¡qué barbaridad!: esta poesía suena de un modo similar". Ahí estaban los temas últimos de la conciencia. Además, me carteaba con don Manuel Gamio. Manuel Gamio era tío mío.

Ahora entiendo: ahí está el hilo directo, porque Gamio es el fundador de la moderna antropología mexicana.

Con él aprendí a conocer mucho del mundo prehispánico. De niños salíamos de excursión a una serie de lugares como Teotihuacán, que él estudió profundamente. Desde entonces me quedé fascinado por ese mundo. Yo tenía la semilla indígena ya: había leído ya, a los doce o trece años, a Clavijero, por ejemplo. En mi época leíamos a Julio Verne, a Salgari: los devorábamos; eran libros interesantísimos, porque con ellos viajabas a los Mares del Sur o dabas la vuelta al mundo en 80 días.


Sus viajes serían también a través del tiempo hacia una isla aún más misteriosa, una isla en el espacio y el tiempo: Mesoamérica. Lo cual me lleva al título célebre de uno de sus libros, traducido a decenas de lenguas, La visión de los vencidos. ¿Cómo fue su acercamiento a la literatura nahua?

Me cautivaban las preguntas que se planteaban en los cantares indígenas antiguos: me recordaban a los presocráticos. Y llegué a caer en lo que parecía una locura: hablar de un posible pensamiento filosófico indígena. Entonces le dije al padre Garibay: "Quiero averiguar esto". Y me preguntó: "¿Usted sabe náhuatl?". "¿No?". "Pues tiene usted que estudiarlo, ¡hombre!". Entonces me metí y pude, en unos ocho o diez meses, saber algo de náhuatl. En las lecturas que hacía me topé con el relato que Sahagún conservó acerca de la conquista. Y todo eso me fascinó. Y luego voy viendo que existen otros relatos en los Anales de Tlatelolco, y que hay muchos códices e imágenes de todo esto. "¡Qué barbaridad!", me dije: "¡Esto es una cosa increíble!". Recordé entonces lo que Vasconcelos dice en su Breve historia de México: "Estos indios estaban tan mal que ni siquiera se dieron cuenta de lo que les pasó con la conquista". Había que refutarlo. Y le dije a don Ángel María Garibay: "Pues vamos a publicar esto, vamos a publicarlo pensando en lo que es, 'la visión de los vencidos', en el sentido de que no son sólo los vencedores los que escriben la historia". Y así lo hice. Se trata de una verdadera epopeya, como dice José Emilio Pacheco.

Clavijero, el historiador jesuita del siglo XVIII, equiparaba la civilización prehispánica con la griega y la latina. ¿Cuál es su concepto actual de esa cultura, sus luces, sus sombras, sus alcances, sus limitaciones?

A veces mi mujer me dice (claro que de broma): "Tú escribes sobre los antiguos mexicanos, más que como fueron ellos, como querrías que hubieran sido". No llego a ese grado. A menudo nos fijamos solamente en los aspectos negativos: los sacrificios humanos, las guerras, la idea ésta de que eran antropófagos. Cosas discutibles, sobre todo lo de que eran antropófagos: admito que consumían algo de la carne de las víctimas, pero era una especie de comunión. Para un cristiano, cuando le dicen "el cuerpo de Cristo, la sangre de Cristo", tiene que creerlo porque si no es un hereje.

Ahora recuerdo que fray Bartolomé de las Casas los defendía aun en el caso francamente extremo de los sacrificios humanos: para él se trataba de una forma exacerbada de la adoración a Dios.

Así lo dice De las Casas: "No hay otro pueblo más religioso que éste".

Son "religiosísimos", decía también Sahagún. Y creo que este rasgo sigue siendo característico del mexicano en general.

Sahagún dice más: "Aun a su costa, con los sacrificios rinden culto a su dios". En definitiva, para mí Mesoamérica, y no solamente los pueblos nahuas, es una de las grandes civilizaciones originales que ha creado la humanidad. Quiero decir que no recibió el impulso de otra cultura. Y no son muchas en la historia: calculo que hay seis focos nada más, y éste es uno de ellos. Eso le confiere una significación enorme. Por algo en el mundo cada día hay más centros de investigación en torno a Mesoamérica: los hay aquí en México, los hay, y muchísimos, en Estados Unidos, Canadá, Francia, Alemania, Inglaterra, Italia, España, Japón; los hay en Israel; también en la antigua Unión Soviética, con investigaciones sobre la escritura maya. Lo interesante es el estudio de aquellos hombres en aislamiento, esas comunidades humanas que crearon una civilización con memoria y con libros, separada por completo del Viejo Mundo.

Octavio Paz, que como muchos otros estudiosos mexicanos y extranjeros, reflexionó sobre temas de la cosmogonía y los tiempos prehispánicos, me dijo alguna vez: "Es imposible conocerlos: la verdad es que no sabemos nada de ellos". ¿Es posible pensar ese mundo? ¿Hay límites de comprensión infranqueables?

Bueno, estamos hablando del conocimiento histórico. Desde luego pienso que hay límites infranqueables: jamás podré pensar ni sentir como un sabio nahua prehispánico, un tlamatini: es imposible. Tengo alumnos en la universidad, ahora, que son de estirpe nahua, como yo les digo: son de aquí cerca, de la zona de Milpa Alta, donde todavía se habla un náhuatl bastante cercano al que llamamos clásico. Y, cuando tenemos algún problema con un texto, siempre les digo: "Imagínate que entra un tlamatini ahora: ¿qué haríamos para preguntarle?: tendríamos que preguntarle desde nuestro punto de vista del siglo XXI, y entonces él no nos entendería; quedaríamos igual: lo que nos dijera sería como otro texto antiguo más, y nos quedaríamos con el mismo problema". En ese sentido creo que hay límites infranqueables. Pero también creo que, en cierto modo, podemos llegar a saber mucho más que Sahagún, porque él no tenía un cuadro de todo lo que eran las creaciones mesoamericanas: no tenía idea de lo que había en Yucatán, por ejemplo; no tenía idea de que en Casas Grandes, allá en Chihuahua, había vestigios de una irradiación cultural de Mesoamérica. Sahagún ignoraba muchas cosas que nosotros conocemos hoy.

El horizonte y la riqueza del conocimiento acumulado a través de los siglos.

Claro. Hoy día, aunque sea en facsímil, podemos disponer de muchos códices, y los podemos estudiar: códices mixtecos, mayas, zapotecos, otomíes. Además, he buscado siempre contrastar los textos que estudio o los códices coloniales con los elementos que la arqueología descubre: las inscripciones en las piedras, que son piedra de toque para nosotros. Por lo demás, en toda traducción literaria se pierde algo. Eso ocurre con cualquier literatura, no nada más con la nahua.

Un tema central es la supervivencia de las culturas indígenas a través de los siglos: murieron, sobrevivieron, se transformaron. ¿En qué sentido, en qué proporción?

Hubo pueblos indígenas que desaparecieron y no necesariamente porque los mataran. En realidad, la Corona española, a través de las Leyes de Indias, realmente atendió a muchos requerimientos indígenas. Muchos indígenas conocieron el derecho español y ganaron muchos pleitos. Eso es verdad.

Funcionaba el Juzgado de Indios...

Funcionaba el Juzgado de Indios. Casos de supervivencia: los yaquis, los tarahumaras, los mayos, los guajiros, los coras y huicholes. Y estoy hablando de indígenas un tanto marginales. Ahora bien, ¿qué ocurre con los mesoamericanos? Pues muchísimos de ellos sobreviven: hay ahora mismo 30 etnias, desde los purépechas en Michoacán hasta los mayas de Yucatán. Solamente en México hay unos ocho grupos mayenses diferentes. Subsistieron a pesar de los muchos casos de explotación por parte de los encomenderos, de los corregidores, pero con la posibilidad de defenderse con el marco jurídico de las Leyes de Indias. Así se conservaron, al menos parcialmente, sus preciosas lenguas y muchos rasgos de su cultura. La visión del mundo que muchos grupos mesoamericanos mantienen es en esencia la misma: conciben la divinidad suprema como dualidad, nuestra Madre y nuestro Padre. Incluso mucha gente en México así lo sigue pensando: es nuestra Madre Guadalupe y nuestro Padre Jesús. ¿Y lo de la Trinidad?: pues esas personas no le dan mayor importancia a eso. ¿Qué pasó con la República en el siglo XIX? Es dolorosísimo decirlo, pero resultó sumamente perjudicial para las comunidades indígenas. El liberalismo los dejó en la desprotección total. Ya no tenían leyes que invocar, la "república de indios" desapareció. Aquí, en la ciudad de México, todavía hubo gobernantes indígenas prácticamente hasta la víspera de la Independencia. Dice Carlos María de Bustamente, el gran cronista de la Independencia: "Oigo un retintín de que en México ya no hay indios: nada más que los veo por todas partes".

Y sigue habiéndolos, aunque no en esa proporción. Además, el régimen de la revolución mexicana corrigió en muchos sentidos al liberalismo del siglo XIX y volvió -parcialmente al menos- a las instituciones protectoras virreinales. Pero usted ha hablado de las lenguas que sobrevivieron. Ahora que se discute sobre el español como lengua impuesta, ¿cuál es su opinión?

Las lenguas indígenas, en la época de los Austrias, fueron objeto de una legislación ambivalente. Mandaban algunas reales cédulas a los españoles "que sepan la lengua del lugar en que trabajan con los indios", pero en otros casos mandaban "que los indios aprendan el castellano". Hay una cédula de Carlos V, de 1550, que dice: "Tenemos entendido que aun la lengua más desarrollada de estos naturales es incapaz de expresar los misterios de nuestra santa fe". Yo les respondo, a los que así pensaron, que tenían razón y no la tenían; tenían razón en cuanto a que también podemos decir que nuestro español es una lengua que, hasta hoy, carece de términos para expresar muchos inventos tecnológicos, y por eso decimos hardware y software, etcétera. Tampoco los españoles podían expresar los misterios de la religión mesoamericana. Y no tenían razón si pensaban que aquellas lenguas eran imperfectas, porque ninguna lengua es imperfecta.

Hablando de palabras, hay en la historia mexicana una palabra capital, la palabra "mestizaje", porque, si bien hubo muchos casos de continuidad y supervivencia durante los siglos del virreinato, también hubo confluencia, convergencia, fusión. ¿Cuál es su concepto, digamos, de la centralidad del mestizaje en la historia mexicana?

Es indudablemente la realidad de un proceso que se fue desarrollando desde la época novohispana. Pero se incrementó de una manera tremenda en el siglo XIX, y se sigue incrementando hoy día. Sí, por desgracia: esta manera de escape al que te refieres se sigue reproduciendo en muchísimos indígenas, en pueblos enteros, que vienen a las grandes ciudades: aquí en el Distrito Federal hay, según creo, 2,5 millones de indios. Yo conozco ahí por Ciudad Nezahualcóyotl, y en Iztapalapa, cantidad de comunidades de mixtecos y zapotecos que están ahí metidos. Y hasta en Los Ángeles, en California: en todas partes. Es un mestizaje intensísimo, un proceso irreversible. Mesoamérica existe ahora mucho más allá de Mesoamérica: Mesoamérica llega hasta Chicago.

Admitirías entonces que, si este proceso de mestizaje ha durado siglos y ha sido central -más allá del juicio moral que nos merezca-, es ocioso imaginar que esas culturas se hubieran podido conservar intocadas, como una especie de Arcadia.

Sí, es una quimera, es imposible. Además es indeseable, porque en la vida todo cambia. Por ejemplo, lo que llamamos indumentaria indígena: uno de los grupos indígenas de Chiapas, los tzotziles, usan una indumentaria española del siglo XVI fosilizada, porque tienen su casaca, un sombrero con listones (no había nada de eso antes de la conquista) y pantalones (tampoco usaban pantalones). Yo creo que hoy día no hay ningún pueblo indígena que conserve o mantenga una cultura mesoamericana pura.

Por eso los experimentos de aislamiento total -los indígenas y los frailes en una Arcadia- fracasaron, salvo en Paraguay con las legendarias misiones jesuitas. Pero a qué costo. El propio Bartolomé de las Casas fracasó también...

Así es, allá en Verapaz.

No le salió muy bien, pero su nombre me lleva directamente a la historia actual de México. Pienso que, si bien usted empezó su trayectoria como un seguidor humanista de Sahagún, recientemente, ante la irrupción del neozapatismo, se ha acercado más al padre De las Casas.

Yo creo que en México y en América Latina ya nos habíamos acostumbrado un poco a pensar que los indios tenían por destino estar marginados, no participar en la vida del país, estar en todos sentidos fatalmente mal, ¿verdad? Se necesitaba algo así como un aldabonazo terrible. Porque, vamos, es falsa la idea de que México ya va a quedar en la globalización, que vamos a ser un país del Primer Mundo maravilloso, mientras resulta que hay diez millones de indígenas en la peor situación...

Y muchos más, pero mestizos...

Exactamente, que están igual o peor.

Y su problema es económico, político y social, no racial. Pero volvamos a tu circunstancia y tu actitud. Imagino la escena en 1994. Está usted en sus actividades de índole académica, pero poco a poco adopta una actitud política y moral mucho más abierta, combativa, respetable, admirable incluso. Y cuando surge el tema de la autonomía de los pueblos indígenas aboga por ella. Yo, en lo personal, abogo por la autonomía cultural y lingüística, social, jurídica incluso, pero cuando se lleva esa autonomía demasiado lejos, ese "nosotros" se vuelve demasiado imperioso, opresivo, violento, ¿no cree?

Creo que este problema que menciona no es un problema exclusivo de México. Yo diría que en casi todo el mundo perduran minorías culturalmente diferentes, a veces lingüísticamente diferentes también. En España vemos a los vascos, catalanes y gallegos; en Francia tiene varias minorías: los bretones, los alsacianos; en el Este aprendimos que había chechenos; en Inglaterra sigue la lucha, y los escoceses y los galeses tienen ya su Parlamento aparte; y sigue el problema en el Ulster. O sea que casi no hay país en la tierra que no tenga esta cuestión.

Las identidades insurgentes, llamémosles así. Pero insisto: pueden fácilmente volverse identidades excluyentes y fanáticas. Un "nosotros" que aplasta al "yo", a los diversos "yos".

Las identidades insurgentes. ¿Cómo debe tratarse ese asunto? Para mí, tratar de someter por la violencia esos brotes de la identidad lo único que produce es más violencia. El mejor ejemplo es Yugoslavia. Yo diría que la diversidad cultural es fuente de creatividad, si se lleva bien. El que haya muchas lenguas es como un coro de posibilidades de ver el mundo: es maravilloso ¿no? Cuando muere una lengua -lo he repetido muchas veces- la humanidad se empobrece.

Tiene toda la razón. Esa diversidad es un valor esencial del hombre y hace crecer las culturas. Pero ¿qué ocurre cuando entre los "usos y costumbres" de las comunidades existe una tendencia a la opresión y aun la supresión de sus propias minorías internas? Entonces la legislación autonómica se complica. En otras palabras, la nación mexicana, mestiza en su mayoría, debe reconocer los derechos autonómicos culturales y lingüísticos de las minorías indígenas, pero en esas mismas comunidades, las mayorías internas tienen que respetar a su vez a sus propias minorías. Lo cual nos conecta directamente con un valor universal: la democracia.

Mire, yo por ejemplo me planteo el problema en Oaxaca. Hay tantos grupos étnicos, y están tan entremezclados que, por ejemplo, en una comunidad mixteca puede darse el caso de que vivan un cierto número de indios triques. Entonces, ¿qué va a hacerse? ¿Otra autonomía dentro de la autonomía mixteca? Por eso pienso que éste es un problema que solamente pueda atenderse viendo caso por caso.

Una interesante conclusión. Porque México es una constelación, un mosaico: el mosaico mexicano.

Esto lo heredé de don Manuel Gamio, para volver con él. Gamio lo dijo: son muchos Méxicos. Entonces hay que estudiar cada una de las regiones en su peculiaridad. Así puede ejercerse el buen gobierno. Ésa es la idea.

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