Discurso del presidente Juan Domingo Perón
en la Academia Argentina de Letras
12 de octubre de 1947
No me consideraría
con derecho a levantar mi voz en el solemne
día que se festeja la gloria de España, si mis palabras tuvieran que ser
tan sólo halago de circunstancias o simple ropaje que vistiera una conveniencia
ocasional. Me veo impulsado a expresar mis sentimientos porque tengo la firme
convicción de que las corrientes de egoísmo y las encrucijadas de odio que
parecen disputarse la hegemonía del orbe, serán sobrepasadas por el triunfo del
espíritu que ha sido capaz de dar vida cristiana y sabor de eternidad al Nuevo
Mundo.
No me atrevería a
llevar mi voz a los pueblos que, junto con el nuestro, formamos la Comunidad
Hispánica, para realizar tan sólo una conmemoración protocolar del Día de la
Raza.
Únicamente puede
justificarse el que rompa mi silencio, la exaltación de nuestro espíritu ante
la contemplación reflexiva de la influencia que, para sacar al mundo del caos
que se debate, puede ejercer el tesoro espiritual que encierra la titánica obra
cervantina, suma y compendio apasionado y brillante del inmortal genio de
España.
Espíritu contra
utilitarismo
Al impulso ciego de
la fuerza, al impulso frío del dinero, la Argentina,
coheredera de la espiritualidad hispánica, opone la supremacía vivificante
del espíritu.
En medio de un
mundo en crisis y de una humanidad que vive acongojada por las consecuencias de
la última tragedia e inquieta por la hecatombe que presiente; en medio de la
confusión de las pasiones que restallan sobre las conciencias, la Argentina, la
isla de paz, deliberada y voluntariamente, se hace presente en este día para
rendir cumplido homenaje al hombre cuya figura y obra constituyen la expresión
más acabada del genio y la grandeza de la raza.
Y a través de la figura y de la obra de Cervantes va el
homenaje argentino a la Patria Madre, fecunda, civilizadora, eterna, y a
todos los pueblos que han salido de su maternal regazo.
Por eso estamos
aquí, en esta ceremonia que tiene la jerarquía de símbolo. Porque recordar a
Cervantes es reverenciar a la madre España; es sentirse más unidos que nunca a
los demás pueblos que descienden legítimamente de tan noble tronco; es afirmar la existencia de una comunidad
cultural hispanoamericana de la que somos parte y de una continuidad
histórica que tiene en la raza su expresión objetiva más digna, y en el Quijote
la manifestación viva y perenne de sus ideales, de sus virtudes y de su
cultura; es expresar el convencimiento de que el alto espíritu señoril y
cristiano que inspira la Hispanidad iluminará al mundo cuando se disipen las
nieblas de los odios y de los egoísmos.
Por eso rendimos
aquí el doble homenaje a Cervantes y a la Raza.
Homenaje, en primer
lugar, al grande hombre que legó a la humanidad una obra inmortal, la más
perfecta que en su género haya sido escrita, código del honor y breviario del
caballero, pozo de sabiduría y, por los siglos, de los siglos, espejo y
paradigma de su raza.
Destino maravilloso
el de Cervantes que, al escribir El Ingenioso Hidalgo Don Quijote de la
Mancha, descubre en el mundo nuevo de su novela, con el gran fondo de
la naturaleza filosófica, el encuentro cortés y la unión entrañable de un
idealismo que no acaba y de un realismo que se sustenta en la tierra. Y además
caridad y amor a la justicia, que entraron en el corazón mismo de América; y
son ya los siglos los que muestra, en el laberinto dramático que es esta hora
del mundo, que siempre triunfa aquella concepción clara del riesgo por el bien
y la ventura de todo afán justiciero. El saber “jugarse entero” de nuestros
gauchos es la empresa que ostentan orgullosamente los “quijotes de nuestras
pampas”.
En segundo lugar,
sea nuestro homenaje a la raza a que
pertenecemos.
Para nosotros, la
raza no es un concepto biológico.
Para nosotros es algo puramente espiritual. Constituye una suma de
imponderables que hace que nosotros seamos lo que somos y nos impulsa a ser lo
que debemos ser, por nuestro origen y nuestro destino. Ella es lo que nos
aparta de caer en el remedo de otras comunidades cuyas esencias son extrañas a
la nuestra, pero a las que con cristiana caridad aspiramos a comprender y
respetamos. Para nosotros, la raza constituye nuestro sello personal,
indefinible e inconfundible.
Para nosotros los
latinos, la raza es un estilo. Un estilo de vida que nos enseña a saber vivir
practicando el bien y a saber morir con dignidad.
Nuestro homenaje a la madre España constituye también una
adhesión a la cultura occidental. Porque España aportó
al occidente la más valiosa de las contribuciones: el descubrimiento y la colonización de un nuevo mundo ganado para la
causa de la cultura occidental.
Su obra civilizadora cumplida en tierras de América no
tiene parangón en la Historia. Es única en el mundo.
Constituye su más calificado blasón y es la mejor ejecutoria de la raza, porque
toda la obra civilizadora es un rosario
de heroísmos, de sacrificios y de ejemplares renunciamientos.
Su empresa tuvo el
sino de una auténtica misión. Ella no vino a las Indias ávida de ganancias
y dispuesta a volver la espalda y marcharse una vez exprimido y saboreado el
fruto. Llegaba para que fuera cumplida y hermosa realidad el mandato póstumo de
la Reina Isabel de “atraer a los pueblos
de Indias y convertirlos al servicio de Dios”. Traía para ello la buena nueva de la verdad revelada,
expresada en el idioma más hermoso de la tierra. Venía para que esos
pueblos se organizaran bajo el imperio del derecho y vivieran pacíficamente. No aspiraban a destruir al indio sino a
ganarlo para la fe y dignificarlo como ser humano...
Era un puñado de
héroes, de soñadores desbordantes de fe. Venían a enfrentar a lo desconocido;
ni el desierto, ni la selva con sus mil especies donde la muerte aguardaba el
paso del conquistador en el escenario de una tierra inmensa, misteriosa,
ignorada y hostil.
Nada los detuvo en
su empresa; ni la sed, ni el hambre, ni las epidemias que asolaban sus huestes;
ni el desierto con su monótono desamparo, ni la montaña que les cerraba el
paso, ni la selva con sus mil especies de oscuras y desconocidas muertes. A
todo se sobrepusieron. Y es ahí, precisamente, en los momentos más difíciles,
en los que se los ve más grandes, más serenamente dueños de sí mismos, más
conscientes de su destino, porque en ellos parecía haberse hecho alma y figura
la verdad irrefutable de que “es el
fuerte el que crea los acontecimientos y el débil el que sufre la suerte que le
impone el destino”. Pero en los conquistadores pareciera que el destino era
trazado por el impulso de su férrea voluntad.
Como no podía
ocurrir de otra manera, su empresa fue
desprestigiada por sus enemigos, y su epopeya objeto de escarnio, pasto de
la intriga y blanco de la calumnia, juzgándose con criterio de mercaderes lo
que había sido una empresa de héroes. Todas las armas fueron probadas: se recurrió
a la mentira, se tergiversó cuanto se había hecho, se tejió en torno suyo una leyenda plagada de infundios y se la
propaló a los cuatro vientos.
Y todo, con un
propósito avieso. Porque la difusión de
la leyenda negra, que ha pulverizado la crítica histórica serie y
desapasionado, interesaba doblemente a los aprovechados detractores. Por una
parte, les servía para echar un baldón a la cultura heredada por la comunidad
de los pueblos hermanos que constituimos Hispanoamérica.
Por la otra
procuraba fomentar así, en nosotros, una
inferioridad espiritual propicia a sus fines imperialistas, cuyas
asalariados y encumbradísimos voceros repetían, por encargo, el ominoso
estribillo cuya remunerada difusión corría por cuenta de los llamados órganos
de información nacional. Este estribillo ha sido el de nuestra incapacidad para
manejar nuestra economía e intereses, y la conveniencia de que nos dirigieran
administradores de otra cultura y de otra raza. Doble agravio se nos infería;
aparte de ser una mentira, era una indignidad y una ofensa a nuestro decoro de
pueblos soberanos y libres.
España, nuevo Prometeo, fue así
amarrada durante siglos a la roca de la Historia. Pero lo que no se pudo hacer
fue silenciar su obra, ni disminuir la magnitud de su empresa que ha quedado
como magnífico aporte a la cultura occidental.
Allí están, como
prueba fehaciente, las cúpulas de las iglesias
asomando en las ciudades fundadas por ella; allí sus leyes de Indias, modelo de ecuanimidad, sabiduría y justicia; sus
universidades; su preocupación por la cultura,
porque “conviene –según se lee en la Nueva Recopilación- que nuestros vasallos,
súbditos y naturales, tengan en los reinos de Indias, universidades y estudios
generales donde sean instruidos y graduados en todas ciencias y facultades, y
por el mucho amor y voluntad que tenemos de honrar y favorecer a los de
nuestras Indias y desterrar de ellas las tinieblas de la ignorancia y del
error, se crean Universidades gozando los que fueren graduados en ellas de las
libertades y franquezas de que gozan en estos reinos los que se gradúan en
Salamanca”.
Su celo por
difundir la verdad revelada porque –como también dice la Recopilación
-“teniéndonos por más obligados que ningún otro príncipe del mundo a procurar
el servicio de Dios y la gloria de su santo nombre y emplear todas las fuerzas
y el poder que nos ha dado, en trabajar que sea conocido y adorado en todo el
mundo por verdadero Dios como lo es, felizmente hemos conseguido traer al
gremio de la Santa Iglesia Católica las innumerables gentes y naciones que
habitan las Indias occidentales, isla y tierra firme del mar océano”.
España levantó,
edificó universidades, difundió la cultura, formó hombres, e hizo mucho más; fundió y confundió su sangre con América
y signó a sus hijas con un sello que las hace, si bien distintas a la madre en
su forma y apariencias, iguales a ella en su esencia y naturaleza. Incorporó a
la suya la expresión de un aporte fuerte y desbordante de vida que remozaba a
la cultura occidental con el ímpetu de una energía nueva.
Y si bien hubo
yerros, no olvidemos que esa empresa, cuyo cometido la antigüedad clásica
hubiera discernido a los dioses, fue aquí cumplida por hombres, por un puñado
de hombres que no eran dioses aunque los impulsara, es cierto, el soplo divino
de una fe que los hacía creados a la imagen y semejanza de Dios.
Son hombres y
mujeres de esa raza los que en heroica comunión rechazan, en 1806, al
extranjero invasor, y el hidalgo jefe que obtenida la victoria amenaza con
“pena de la vida al que los insulte”.
Es gajo de ese
tronco el pueblo que en mayo de 1810
asume la revolución recién nacida; esa sangre de esa sangre la que vence
gloriosamente en Tucumán y Salta y cae con honor en Vilcapugio y Ayohuma; es la
que bulle en el espíritu levantisco e indómito de los caudillos; es la que
enciende a los hombres que en 1816 proclaman a la faz del mundo nuestra
independencia política; es la que agitada corre por las venas de esa raza de
titanes que cruzan las ásperas y desoladas montañas de los Andes, conducidas por un héroe en una marcha que tiene la
majestad de un friso griego; es la que ordena a los hombres que forjaron la
unidad nacional, y la que aliente a los que organizaron la República; es la que
se derramó generosamente cuantas veces fue necesario para defender la soberanía
y la dignidad del país; es la misma que moviera al pueblo a reaccionar sin
jactancia pero con irreductible firmeza cuando cualquiera osó inmiscuirse en
asuntos que no le incumbían y que correspondía solamente a la nación
resolverlos; de esa raza es el pueblo que lanzó su anatema a quienes no fueron
celosos custodios de su soberanía, y con razón, porque sabe, y la verdad lo
asiste, que cuando un Estado no es dueño de sus actos, de sus decisiones, de su
futuro y de su destino, la vida no vale la pena de ser allí vivida; de esa raza
es ese pueblo, este pueblo nuestro, sangre de nuestra sangre y carne de nuestra
carne, heroico y abnegado pueblo, virtuoso y digno, altivo sin alardes y lleno
de intuitiva sabiduría, que pacífico y laborioso en su diaria jornada se juega
sin alardes la vida con naturalidad de soldado, cuando una causa noble así lo
requiere, y lo hace con generosidad de Quijote, ya desde el anónimo y oscuro
foso de una trinchera o asumiendo en defensa de sus ideales el papel de primer protagonista
en el escena rio turbulento de las calles de una ciudad.
Señores:
La historia, la religión y el idioma nos sitúan en el
mapa de la cultura occidental y latina, a través de su vertiente hispánica, en la que el heroísmo y la nobleza, el ascetismo y la espiritualidad,
alcanzan sus más sublimes proporciones. El
Día de la Raza, instituido por el Presidente Yrigoyen, perpetúa en
magníficos términos el sentido de esta filiación. “La España descubridora y
conquistadora –dice el decreto-, volcó sobre el continente enigmático y
magnífico el valor de sus guerreros, el denuedo de sus exploradores, la fe de
sus sacerdotes, el preceptismo de sus sabios, las labores de sus menestrales y
con la aleación de todos estos factores, obró el milagro de conquistar para la
civilización la inmensa heredad en que hoy florecen las naciones a las cuales
ha dado, con la levadura de su sangre y con la armonía de su lengua, una
herencia inmortal que debemos de afirmar y de mantener con jubiloso
reconocimiento”.
Si la América olvidara
la tradición que enriquece su alma, rompiera sus vínculos con la latinidad, se
evadiera del cuadro humanista que le demarca el catolicismo y negara a España,
quedaría instantáneamente baldía de coherencia y sus ideas carecerían de
validez. Ya lo dijo Menéndez y Pelayo: “Donde
no se conserva piadosamente la herencia de lo pasado, pobre o rica, grande
o pequeña, no esperemos que brote un
pensamiento original, ni una idea dominadora”. Y situado en las antípodas
de su pensamiento, Renán afirmó que “el verdadero hombre de progreso es el que
tiene los pies enraizados en el pasado”.
El sentido misional
de la cultura hispánica, que catequistas y guerreros introdujeron en la
geografía espiritual del Nuevo Mundo, es valor incorporada y absorbido por
nuestra cultura, lo que ha suscitado una comunidad de ideas e ideales, valores
y creencias, a la que debemos preservar de cuantos elementos exóticos pretenden
mancillarla. Comprender esta imposición del destino, es el primordial deber de
aquellos a quienes la voluntad pública o el prestigio de sus labores
intelectuales, les habilita para influir en el proceso mental de las
muchedumbres. Por mi parte, me he esforzado en resguardar las formas típicas de
la cultura a que pertenecemos, trazándome un plan de acción del que pude decir
–el 24 de noviembre de 1944- que “tiene, ante todo, a cambiar la concepción
materialista de la vida por una exaltación de los valores espirituales”.
Precisamente esa
oposición, esa contraposición entre materialismo
y espiritualidad, constituye la ciencia del Quijote. O más propiamente
representa la exaltación del idealismo, refrenado por la realidad del sentido
común.
De ahí la
universalidad de Cervantes, a quien, sin embargo, es precio identificar como
genio auténticamente español, mal que no puede concebirse como no sea en
España.
Esta solemne
sesión, que la Academia Argentina de
Letras ha querido poner bajo la advocación del genio máximo del idioma en
el IV Centenario de su nacimiento, traduce –a mi modo de ver- la decidida
voluntad argentina de reencontrar las rutas tradicionales en las que la
concepción del mundo y de la persona humana, se origina en la honda
espiritualidad grecolatina y en la ascética grandeza ibérica y cristiana.
Para participar en
ese acto, he preferido traer, antes que una exposición académica sobre la
inmortal figura de Cervantes, palpitación humana, su honda vivencia espiritual
y su suprema gracia hispánica. En su vida y en su obra personifica la más alta
expresión de las virtudes que nos incumbe resguardar.
Mientras unos
soñaban y otros seguían amodorrados en su incredulidad, fue gestándose la
tremenda subversión social que hoy vivimos y se preparó la crisis de las
estructuras políticas tradicionales. La revolución social de Eurasia ha ido
extendiéndose hacia Occidente, y los cimientos de los países latinos del Oeste
europea crujen ante la proximidad de exóticos carros de guerra. Por los Andes
asoman su cabeza pretendidos profetas, a sueldo de un mundo que abomina de
nuestra civilización, y otra trágica paradoja parece cernirse sobre América al
oírse voces que, con la excusa de defender los principios de la Democracia
(aunque en el fondo quieren proteger los privilegios del capitalismo), permitan
el entronizamiento de una nueva y sangrienta Tiranía.
Como miembros de la
comunidad occidental, no podemos substraernos a un problema que de no
resolverlo con acierto, puede derrumbar un patrimonio espiritual acumulado
durante siglos. Hoy, más que nunca, debe resucitar Don Quijote y abrirse el
sepulcro del Cid Campeador.