jueves, 14 de julio de 2011

Claves de la realidad económica latinoamericana


Razones históricas, culturales y sociales que demoran el crecimiento económico de los países del sur de América. Las influencias del caciquismo, el intervencionismo exterior y la aplicación de modelos que retrasan el desarrollo.Por Santiago Niño Becerra
AUTOR de “El crash del 2010. La crisis de la próxima década”, Marea, 2009
Publicado por Revista “Noticias”, Buenos Aires, disponible en
http://www.revista-noticias.com.ar/comun/nota.php?art=2513&ed=1802

Un pasado colonial y un acceso violento a la independencia son características comunes a la totalidad de las economías latinoamericanas, pero ¿son los únicos rasgos comunes, o se dan otros parámetros compartidos en el mosaico de los países tan diferentes entre sí que constituyen la realidad latinoamericana?

¿Características comunes? En 1825 puede darse por acabada lo que históricamente se conoce como «presencia colonial» en la mayor parte del territorio continental latinoamericano, lo cual sucede en un momento clave de la evolución económica y política: inicio del nuevo sistema económico en Inglaterra y proclamación de la Doctrina Monroe en Estados Unidos. Las evoluciones de ambos hechos determinaron, inexorablemente, la evolución futura de los diferentes países que se fueron formando en el subcontinente latinoamericano a partir del sustrato generado tras tres siglos de presencia española y portuguesa.

España y Portugal dejaron en sus colonias americanas tres herencias: un idioma, una religión y un modo de hacer las cosas, poco más. El modo de hacer las cosas fue característico, porque conjugó una operativa traída de la metrópoli con una sistemática antiquísima, adaptada a unas necesidades coloniales.

Cuando las armas callaron y se pudo dar a la independencia un sentido jurídico, en los diferentes territorios que componen el actual marco latinoamericano eran distinguibles, con mayor o menor intensidad, tres elementos comunes: por un lado, la presencia de una burguesía criolla desarrollada al calor de la administración colonial y en la que Esta se había apoyado de forma creciente para gobernar; por otro, un ancestral espíritu caciquil indígena, presente en comunidades y aglomeraciones; y por fin, otro elemento más, que se mantuvo sobrevolando el horizonte: el mensaje de la Doctrina Monroe que, de alguna manera, estaba ya predeterminando el origen de la futura influencia exterior que Latinoamérica iba a recibir.

La burguesía criolla venía ya configurada como una auténtica clase dominante, sentimiento que había sido permitido y abonado por las administraciones coloniales, siempre dentro del orden que la máxima autoridad colonial representaba: gran poder y riqueza, pero limitados por el techo del poder real personalizado en sus altos funcionarios. La metrópoli toleró a esta clase social, que se fue formando y reforzando a lo largo de los años, porque la necesitaba para llevar a buen término la administración de la colonia, pero sólo la toleró hasta un punto, un límite que esta burguesía criolla aceptó y nunca traspasó. Fundamental diferencia con la burguesía europea: una muy distinta conciencia de clase, ya que, a diferencia de la burguesía americana, la europea era liberal, revolucionaria por sus intereses, opuesta al antiguo orden, innovadora y manufacturera.

El caciquismo indígena siempre existió en las tierras sudamericanas: era parte del acervo de las culturas que poblaban el territorio antes de la llegada de españoles y portugueses; era una forma de hacer más allá de las dinastías. Era el poder genuino, porque enlazaba con ascendencias que habían existido desde siempre. Y los colonizadores percibieron este hecho enseguida, y enseguida también comprendieron que, convenientemente utilizado, ese sistema de caciques aborígenes podía ser muy rentable para el Gobierno de la nueva administración. Cambiaron las formas, claro, aunque poco, lo necesario, pero su filosofía permaneció intacta.

A través de la estructura caciquil, las administraciones coloniales se aseguraron el poder efectivo. Funcionó como una pirámide feudal, aunque adaptado a una realidad muy diferente a la europea, y de ella se beneficiaron familias asimiladas, profesionales necesarios para la Corona a fin de que hicieran de correas de transmisión de órdenes y mandatos. ¿Qué posibilitó que una forma de hacer tan antigua pudiese aplicarse a situaciones tan diferentes? Básicamente, la mentalidad de la población indígena, por un lado, y las nulas opciones de la población esclava, por otro. ¿Consecuencias de esa forma de hacer? Que gran parte de la población del subcontinente no haya llegado a tener, aún, conciencia de clase.

El tercer elemento que mencionábamos, la Doctrina Monroe, fue en su momento el menos visible, sobre todo porque en 1823 Estados Unidos era un país joven, con una independencia recién obtenida, y debilitado tras la Guerra Angloestadounidense de 1812. Sin embargo, esa Doctrina ha sido un elemento que, a largo plazo, ha tenido una importancia radical en la evolución de América Latina.

En el momento de ser enunciada, la Doctrina Monroe fue poco más que un deseo, sobre todo porque Estados Unidos no tenía aún poder para aplicarla; sin embargo, la declaración del presidente Monroe supuso la puesta en marcha de un proceso que quedó instaurado en 1904 con el Corolario Roosevelt e institucionalizado con la Doctrina Truman en 1947.

Con el Corolario Roosevelt, Estados Unidos dio auténtica carta de naturaleza a la Doctrina Monroe, ya que justificó la intervención estadounidense en América Latina siempre que los intereses de sus compañías o la seguridad de su ciudadanía pudieran verse amenazadas. Es extensa la lista de las intervenciones militares de Estados Unidos en Latinoamérica producidas a partir de la última década del siglo XIX, intervenciones que la Doctrina Truman acabó de justificar. En cualquier caso, lo que generalizaron todas estas formas de política exterior recogidas en esas doctrinas fue el derecho que se arrogaba Estados Unidos para operar en Latinoamérica; derecho entendido por Estados Unidos sin tintes coloniales, ni imperialistas; algo que «tenía que ser así porque así debía ser».

Ese tercer elemento, la Doctrina Monroe y sus derivaciones, puso en marcha un proceso que duró casi un siglo: la intervención de Estados Unidos en América Latina. Y digo «la» intervención, y no las distintas intervenciones militares, ya que «la intervención» era —ha sido, es— un proceso permanente, constante, omnipresente, sobre todo reforzado a partir de la administración Reagan y sus «dictaduras amigas». ¿Cómo se desarrolló tal proceso?

Trabas al desarrollo. La combinación de los tres elementos que hemos expuesto hizo que América Latina accediera a la independencia imposibilitada para que el liberalismo se desarrollara en los nuevos países; y ese liberalismo era imprescindible para que se posibilitase el crecimiento económico. América Latina accedió pobre a la independencia, pero, lo que es peor, sin posibilidad de dejar de serlo.

De entrada, la estructura política, social y económica formada por la acción conjunta de los tres elementos produjo una estructura que pivotaba sobre tres ejes. Primero, un muy escaso número de grandes familias terratenientes que controlaban la mayoría de la generación de PIB, pues ostentaban la posesión de la tierra y de los utensilios productivos. Segundo, una burguesía gubernamental formada por un funcionariado más o menos establecido pero dependiente de las grandes familias anteriores. Y, en tercer lugar, unos ejércitos organizados, fundamentalmente, para mantener el orden interior y para defender los intereses de las grandes familias, y cuyos altos cargos no era raro que procedieran de las oligarquías dominantes. Fue en unos países administrados por una estructura como la descrita en los que intervino Estados Unidos.

La intervención estadounidense en el subcontinente latinoamericano es fundamental para explicar el futuro desarrollo de la realidad de esa región, ya que no fue como la británica, o la alemana, que se limitaron, prácticamente, a los aspectos económicos; el intervencionismo estadounidense determinó una forma de hacer las cosas, y es debido a este factor que Latinoamérica es hoy como es, y ese mismo factor pesó como una losa para limitar y, en diversos casos, imposibilitar el desarrollo económico y social latinoamericano.

Estados Unidos intervino en América Latina gracias a su potencial económico —sus corporaciones multinacionales— y militar, pero con todo ese poder, y no considerando la invasión, Estados Unidos no hubiese podido mantener su influencia si no hubiese existido la referida estructura que dificultaba cualquier cambio y mantenía, por conveniencia de las oligarquías, a la población en un estado de servidumbre.

A este atraso político, jurídico, técnico, debe añadirse un segundo hecho esencial: todas las economías latinoamericanas, absolutamente todas, y en mayor o menor medida, han sido, hasta finales del siglo XX, economías de monoproducto, de tal forma que la práctica totalidad de su PIB era generada por la producción de uno o dos bienes agrícolas y/o mineros, productos que son exportados a los países productores de bienes industriales en forma de materias primas.

De lo anterior se deduce el tercer hecho esencial de la realidad de América Latina: la dependencia exterior, una dependencia que se ha ido viendo incrementada en función de la mayor o menor necesidad que tenían las economías latinoamericanas de las remesas de su población emigrada a las economías desarrolladas, y también una gran dependencia de la inversión exterior en un, a menudo, difícil equilibrio entre los aspectos contrapuestos de la economía global. Y, finalmente, dependencia, en bastantes zonas, de la ayuda oficial al desarrollo. Queda un cuarto factor, obvio teniendo en cuenta todo lo anterior: la ausencia de estructuras económicas interiores que posibilitasen el intercambio ágil y la distribución fluida de los bienes orientados a esos mismos mercados interiores.

Diferencias. El crash de 1929 y la Gran Depresión afectaron a las economías latinoamericanas más que a las europeas, aunque menos que a la estadounidense. Tomando como índice 100, en 1929, el PIB per cápita (PIB pc) de las ocho mayores economías latinoamericanas, el de las doce economías europeas más importantes y el de Estados Unidos, se observa la aparición de un retroceso de los PIB pc de los tres grupos a partir de 1930. Las economías europeas recuperan o superan el nivel 100 en 1935, las latinoamericanas lo hacen en 1937, mientras que Estados Unidos debe esperar hasta 1940. Las caídas fueron pronunciadas: el índice medio de las ocho economías latinoamericanas cayó hasta el nivel 81,3 en 1932; el de las doce europeas hasta 90,7, también en 1932; el de Estados Unidos descendió hasta 72,7 en 1933. En América Latina los efectos de la Gran Depresión fueron dañinos, pero, posiblemente, tan importante como esas graves consecuencias, fue lo que sucedió después.


Cuando los efectos más duros de la crisis comienzan a ser superados, la evolución de los tres grupos de países no fue idéntica. Hasta 1950, el PIB pc de las economías latinoamericanas contempladas por las estadísticas de las que disponemos, aumentó ininterrumpidamente, alcanzando el índice 132; el de las europeas creció hasta llegar al nivel 118 en 1939 para caer posteriormente hasta 91 en 1946, recuperándose a partir de este año y llegando a 117 en 1950; Estados Unidos aumentó hasta la cota 187 en 1944, para caer hasta los 135 puntos en 1947 e ir remontando posteriormente hasta el nivel 145 en 1950.

A pesar de que la Segunda Guerra Mundial fue la solución definitiva a los efectos del crash del 29, para Europa la contienda tuvo un coste terrible, tanto en vidas humanas como en PIB, al contrario de lo que sucedió con el PIB de Estados Unidos. La economía estadounidense no tuvo que soportar una guerra en su territorio nacional; además, como proveedora de materiales al Reino Unido y a otros países aliados —antes de su entrada en la guerra—, y como proveedor y consumidor de producción industrial, después, Estados Unidos se convirtió en el gran beneficiado económico y geopolítico del conflicto bélico. ¿Y América Latina?

La neutralidad de la práctica totalidad de los países latinoamericanos durante casi toda la contienda convirtió a muchos de ellos en suministradores de los beligerantes, lo que les proporcionó abundantes ingresos. Unos ingresos que, Gobiernos con altas cargas de nacionalismo y populismo, utilizaron para construir, prácticamente de la nada, un tejido industrial propio. El modelo de sustitución de las importaciones por la producción nacional funcionó en tanto y en cuanto el incremento medio del PIB latinoamericano fue mayor que el mundial. Pero fue un crecimiento hipotecado: utilizando una mecánica de industrialización «hacia adentro» en un escenario autárquico, los estados del subcontinente se vieron forzados a recurrir a fondos exteriores para poder financiar su proceso de crecimiento, lo que dio comienzo al verdadero problema de Latinoamérica a lo largo de varias décadas: la deuda externa.

Equiparando a 100 el monto de la deuda externa de América Latina en 1970, en 1980 el índice había crecido hasta los 790 puntos, hasta los 1460 en 1990, hasta los 2127 en el año 2000, y hasta los 2249 en el 2008. ¿Las causas? La primera, la dependencia; la segunda, la crisis energética de 1973; la tercera, más dependencia.

A partir de aquí comienza en América Latina una nueva fase económica, política y social. El crecimiento, cuando lo hay, es desequilibrado y sin desarrollo. La emigración campo-ciudad crece y se acelera, lo que ocasiona un aumento de la pobreza y de la economía informal. Entre finales de la década de 1980 y finales de la de 1990 se impuso el modelo del Consenso de Washington: en un entorno global y a través de una mecánica que imponía la liberalización económica y la reducción del gasto público, se fijaron como objetivos básicos, casi únicos, la apertura al exterior de las economías y la reducción de la inflación.

El resto de la historia es conocido: la inflación se redujo, pero a costa de agravar la dependencia exterior, de crear una creciente vinculación con el dólar estadounidense, y de que aumentase la desigualdad social; y el PIB aumentó, aunque a una tasa insuficiente para alcanzar a toda la población, y tan sesgada que no sirvió para compensar el aumento demográfico que se fue produciendo.

De manera creciente, las economías nacionales empezaron a mirar al exterior: y en especial hacia la emigración, tendencia que fue acelerándose paulatinamente a pesar de los mayores ingresos que varios países de la zona obtuvieron mediante la exportación de materias primas, a partir del año 2004, debido a la creciente demanda por parte de otras economías mundiales que estaban centradas en la producción industrial.

La evolución experimentada por las remesas enviadas hacia América Latina por parte de la emigración ha sido espectacular. En el año 2004 alcanzaron los 45.000 millones de dólares; en el 2005, los 50.000; en el 2006, los 60.000; en el 2007, los 66.500 millones. En los hogares que reciben remesas procedentes de la emigración, esos ingresos constituyen, de media, el 33% de sus ingresos; de hecho, el Banco Interamericano de Desarrollo calcula que 20 millones de familias de América Latina y el Caribe reciben con regularidad fondos procedentes de las remesas de la emigración, de tal modo que, sin dichos fondos, la renta de la mitad de estas familias se situaría bajo el umbral de pobreza.

Del mismo modo, espectacular ha sido la evolución de la inversión exterior en la zona. Tomando como referencia la inversión directa, la media anual invertida, en miles de millones de dólares, pasó de 38.820, en el período 1993-1997, a 83.849 entre 1998 y 2002, y a 82.957 desde el 2003 al 2007. De hecho, en el año 2007 alcanzó los 113.157 millones y en el año 2008 los 128.301, incrementándose el 2007 en más del 35% con respecto al 2006, y el 13% en 2008 respecto al año anterior.

En resumen: en el año 2006, el PIB generado por la suma de todas las economías latinoamericanas ascendía al 7,7% del PIB del planeta, ciertamente poco. Ante este hecho la pregunta es ¿por qué?

Contrastes. América Latina llegó al siglo XIX carente de todo lo imprescindible para abordar la era industrial y, en cambio, sobrada de mucho de lo necesario, aunque sin posibilidades de usarlo. A lo largo de los dos siglos siguientes fue destino de todas las variedades y todos los colores que en el neocolonialismo se fueron produciendo, mientras, a nivel interno, los países que la forman iban profundizando en una dinámica de desentendimiento. Un dato: en el año 2007, el comercio interregional en el subcontinente representaba tan sólo el 24% del total del comercio latinoamericano, mientras que en la Unión Europea alcanzaba el 74%.

En Latinoamérica existen múltiples carencias, y desunión, e intromisión exterior, y una enorme dependencia, y lo peor, estas lacras han existido desde siempre.

En términos de promedio, América Latina ha experimentado unas variaciones más violentas que Europa en la evolución de su PIB pc; sin embargo, esas variaciones no se han traducido en avances auténticamente significativos: entre los años considerados, mientras que Europa ha aumentado su PIB pc 17,6 veces, Latinoamérica lo ha aumentado 9,3. Más aún, la distancia ha crecido: si en 1820 el PIB pc europeo equivalía a 1,74 veces el latinoamericano, en el año 2006 equivale a 3,29 veces.

La propia Historia, la existencia de culturas no esencialmente economicistas, la dependencia, la falta de estructuras liberales que favorecieran el verdadero liberalismo, el inmovilismo social, el mantenimiento de los gérmenes del antiguo caciquismo, el intervencionismo exterior, la aplicación por los gobiernos de unos modelos que no son capaces de generar lo que la mayoría de población latinoamericana precisa, el crecimiento sesgado y cautivo, el desarrollo tan sólo posible.



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