miércoles, 15 de diciembre de 2010

La marcha de las ideas



Democracia, progreso y república, tres conceptos que evidenciaron muchas veces en estos dos siglos de vida colectiva un divorcio entre el país legal y el país real
por Carlos Altamirano



LA NACION
Domingo 23 de mayo de 2010



Los aniversarios, en este caso el de los dos siglos de nuestra independencia, nos incitan a mirar de nuevo el camino hecho y al ejercicio de considerar lo que nos muestra el presente en relación con esa marcha colectiva.

Se ha dicho muchas veces que la historia de nuestras ideas políticas es la historia del divorcio entre esas ideas y la realidad efectiva del país. Concebidas para otras sociedades y adoptadas por minorías ilustradas que no querían pensar de acuerdo con la experiencia, sino con las luces del siglo, tales ideas y las constituciones que se inspiraban en ellas estaban reñidas con las costumbres del país. Digamos, para ser justos, que la existencia del desacuerdo entre doctrinas y hechos no resultaba algo desconocido por esas élites: ¿acaso la tesis de esa desconexión no fue el punto de partida declarado de los jóvenes ideólogos de 1837? Aprendieron en Tocqueville, además, que la ley era importante, pero que las costumbres -lo que hoy llamaríamos cultura política- eran más importantes que la ley. ¿Cómo ligar, entonces, el progreso, que era europeo, con las costumbres, que eran americanas? Pasada ya la edad juvenil, los más eminentes de aquella generación, Alberdi y Sarmiento, se aplicarían a pensar en los medios para constituir la nación. Es decir, los medios eficaces para producir otras costumbres, las que fueran no sólo compatibles sino favorables a los principios que, a juicio de estos intelectuales legisladores, se hallaban en la constelación originaria de la independencia del país: república, democracia, progreso. La acción de un caudillo, un hecho de la naturaleza americana, posibilitará después de Caseros que las ideas y los programas escritos comenzaran a ponerse en práctica. De ese proyecto de "una nación para el desierto argentino" -según el título de un célebre texto de Tulio Halperin Donghi- provino la constitución liberal que todavía nos rige, un segundo ciclo de población que alteró la Argentina criolla y la modernización económica y cultural del país.

La gran transformación verificada en el último tercio del siglo XIX hizo variar, no cancelar, la imagen de un hiato entre las dos esferas: la del lenguaje ideológico y las instituciones formales, por un lado, y la de los comportamientos, por el otro. A la hora del primer Centenario, el progreso económico aparecía como un hecho indudable, pero había insatisfacción en las élites ilustradas por la marcha de la vida política -en ella, se observaba, seguían imperando vicios del pasado-. La forma de gobierno era republicana, pero no lo eran las costumbres cívicas; se tenía república, pero ésta no era democrática. No había partidos de ideas, sino partidos personalistas, con sus jefes, séquitos y clientes. La excepción era el pequeño Partido Socialista. La reforma electoral propiciada por Sáenz Peña en 1912, con el propósito de superar estos vicios mediante el sufragio universal y obligatorio para democratizar la república, llevó al gobierno, cuatro años después, al radicalismo y a Yrigoyen. En la figura del líder radical y su mensaje redentor -la reparación del pueblo-nación contra el régimen usurpador-, sus adversarios percibieron la reaparición del viejo mal, el caudillismo con su acompañamiento plebeyo. La democratización electoral y el presidente que la simbolizaba desordenaron el antiguo juego político entre fracciones de la clase dirigente e hicieron surgir en la vida pública una hostilidad que se creía olvidada.

Para el líder radical, sus opositores no eran sino expresiones del viejo régimen que había agraviado a la república; para las fuerzas conservadoras y la mayor parte de la opinión ilustrada, la presidencia de Yrigoyen representaba la incompetencia, la demagogia y la interrupción de la tradición argentina de los gobiernos cultos. Las dudas sobre la madurez del pueblo para ejercer su soberanía no tardaron en volver e incluso se hicieron extensivas a la idea misma de la democracia electoral: ¿no se encontraba allí la raíz del mal? Algunos de los descontentos con las consecuencias del sufragio universal irán más allá. Como Leopoldo Lugones, quien sostendrá que el gobierno verdaderamente representativo, no según la letra de instituciones artificiales, sino según la realidad característica del temperamento nacional, era el gobierno fuerte, el de la dictadura. La reelección de Yrigoyen en 1928 movió a sus adversarios más aguerridos a buscar una espada salvadora, y en poco tiempo la convicción de que el golpe de Estado era la única alternativa para rescatar a la república se amplió a toda la oposición. Tuvimos el golpe, que abrió una larga crisis de legitimidad en el plano del sistema de gobierno.

El tema de la desconexión entre país legal y país real continuó. En los años treinta fue objeto de los nacionalistas, aunque no fueron los únicos en abordarlo. Pero no es necesario que sigamos reseñando ese proceso para volver sobre el presente y advertir que, pese a una marcha que fue incierta, agitada y por momentos violenta, aquellas nociones de la constelación originaria constituyen actualmente los criterios públicos en nombre de los cuales se juzga la aptitud de los gobiernos y el desempeño de los políticos. ¿Cuántos son los que dirían hoy que las nociones de democracia, progreso, república son referencias simbólicas inauténticas, ajenas a la índole de nuestro ser colectivo? No porque hoy ellas se correspondan con las costumbres políticas, sino porque estas costumbres no han engendrado un sistema de referencias ideales que pueda rivalizar con la legitimidad de aquéllas. Nuestra cultura política está hecha de hibridaciones y no podría describirse de acuerdo con los valores y las prescripciones institucionales, pero tampoco sin referencia a las nociones de ese lenguaje instituido.


Después de la tempestad

Por cierto, hay insatisfacción, incluso expresiones de rabia por la incompetencia, la irresponsabilidad o la venalidad de los representantes del pueblo. Todos recordamos aquellos días de furor, hacia fines del 2001 y los primeros meses del 2002, en que la Argentina parecía al borde de la fractura y gran parte de su población se hundía en la pobreza, cuando se pidió que se fueran todos. La idea de la crisis terminal era una de las más repetidas, aunque constituía una incógnita lo que sobrevendría después del final. No porque faltaran ideas para sacar a la Argentina de su decadencia y refundarla. Sobre todo en la imaginativa Buenos Aires, epicentro del voto "bronca" en 2001 y de las movilizaciones callejeras y las asambleas barriales. Como sabemos, cuando la tempestad cedió y se llegó a las urnas tras un sinuoso camino, concurrió a votar casi un 80 por ciento del cuerpo electoral.

La creencia en el "progreso argentino", que era una de las certidumbres en el momento del Centenario, se halla en crisis. Casi a diario leemos diagnósticos sobre nuestra decadencia prácticamente en casi todos los órdenes de la vida colectiva. Es cierto que la cuestión del país malogrado no es precisamente nueva, sino que ha alimentado nuestra literatura ensayística durante gran parte del siglo XX. La desazón por grandezas perdidas -o no logradas cuando estaban al alcance de la mano- ha sido tan recurrente como la creencia de que estamos condenados a la excelencia. Lo nuevo acaso sea que se ha perdido la jactancia, esa reputación nacional que sólo ha servido para alimentar los chistes sobre argentinos en todo el mundo. Ya no nos medimos con Europa o los Estados Unidos, como en el pasado: nuestros puntos de referencia para estimarnos se hallan hoy en América latina. No se ha renegado, sin embargo, del progreso como pauta del rendimiento colectivo o gubernamental, y hay más desenvoltura para definirse progresista que para declararse conservador. No es necesario creer que el progreso es una ley de la humanidad para sostener que es posible hacer progresos (en plural) y tener un país mejor.

De los fracasos y las caídas no hemos aprendido, sin embargo, la aptitud para la cooperación. La ley de la discordia, como la llamaba Joaquín V. González, ha caracterizado la vida pública nacional y la degradó demasiadas veces. Se dirá que la política no es equiparable a una conversación en que personas desinteresadas (o interesadas sólo en principios universales) intercambian ideas y frases, sino arena de acción, relaciones de poder y conflicto de intereses. Ninguna visión realista del mundo social podría ignorarlo. Tampoco se trata, sin embargo, de ennoblecer teóricamente la intolerancia y el viejo espíritu de facción. En las sociedades de regímenes democráticos no hay sólo diversidad de intereses, sino también pluralidad de puntos de vista respecto del bien común, cuya justicia sólo puede validarse en el espacio público. ¿Por qué no pensar que la reciprocidad de perspectivas diferentes puede enseñar a ver mejor las cosas, entre ellas, las convergencias? No es necesario renunciar a las convicciones para desarmar la hostilidad. Democracia y república podrían llevarse mejor.


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