viernes, 21 de noviembre de 2014

Halperin Donghi (1926-2014).

 

Ofrecemos aquí cuatro textos publicados en periódicos de Buenos Aires a raíz del fallecimiento del gran historiador. Una forma de reflexionar sobre su obra, valorar sus aportes y honrar su memoria con gratitud.



Tulio Halperin Donghi. Nos hará falta

Por Beatriz Sarlo

Investigadora y ensayista

Publicado en Perfil, 15 de noviembre de 2014
 

Ayer, 14 de noviembre, a la una de la madrugada, murió en Berkeley el más grande historiador argentino, Tulio Halperin Donghi. Hace menos de un mes, durante toda la tarde, leí su último libro, El enigma de Belgrano. Este hombre, nacido en 1926, me sorprendió una vez más con una especie de Idiota de la familia rioplatense cuyo protagonista, a diferencia del Flaubert de Sartre, fue formado por sus padres para ocupar precisamente un lugar distinguido en la historia de la Nación. La ironía, como siempre en Tulio Halperin, gobierna el despliegue de azares y contingencias. Cerré el libro con ánimo feliz, preguntándome cómo era posible que un hombre de casi noventa años hubiera escrito esa prosa tan precisa y, sobre todo, tan facetada, tan bifronte, donde la ironía encuentra su perfección formal.

La prosa de Halperin fue legendaria entre admiradores y críticos. Hijo de un profesor de lenguas clásicas y de una profesora de literatura italiana, encontró la forma más adecuada a un pensamiento que jamás era lineal ni se sostenía en una sola idea. Cada frase mantiene un diálogo imaginario con las posibles objeciones; cada frase mira lo que dice y lo que se podría decir.

Halperin estableció una vasta y compleja arquitectura de ideas e hipótesis sobre la historia argentina en libros como Revolución y guerra, Argentina en el callejón, Una nación para el desierto argentino y decenas de monografías sobre intelectuales y políticos. Nunca tuvo supersticiones nacionales frente a la historia y sus próceres. Al escribir esta vida de Belgrano, que según nos cuenta, habría debido formar parte de su último libro de historia intelectual Letrados y pensadores, Halperin seguía siendo un hombre de inteligencia indómita, frente a la muerte que se aproximaba. Lo imagino con la seguridad de alguien que sabe que la obra escrita durante más de medio siglo tiene la fuerza de las grandes interpretaciones. Se había ganado el derecho de mirar a Belgrano con ironía benevolente. Este último libro parece escrito por un hombre mucho más joven. O quizás debería invertirse la afirmación: desde joven, sus libros parecen escritos por un historiador completamente maduro, a quien la madurez no ha quitado la audacia. Publicó Revolución y guerra, obra grande y original, a los 45 años.

En Son memorias, Halperin se definió como un “pesimista agnóstico”. Esa definición es la divisa de su estandarte. Como historiador, no sucumbió a ninguna ilusión gratificante, ni moralizante, ni aleccionadora. No buscaba establecer una verdad que prestara servicios en el campo político. Juzgaba que los esfuerzos del revisionismo eran intentos de “militancia retrospectiva”. Pero su trabajo contradijo también las versiones canónicas de la llamada historia liberal, aunque no les dedicara un librito tan perspicaz como el que dedicó a los revisionistas. La obra de Halperin era la crítica práctica de los historiadores que lo precedieron. De todos modos reconoció en algunos de ellos la búsqueda de documentos y, como en el caso de Mitre, el gran relato de historia militar y política. Un revisionista como Eduardo Astesano mereció su respeto. A otros simplemente no los tomó en serio.

La “militancia retrospectiva” se opone, por cierto, al “pesimismo agnóstico” con que Halperin define su ética de historiador. El pesimista se resiste a identificar, en el pasado que investiga, las huellas y signos de un inevitable progreso. La historia política argentina del siglo XX le dio pruebas suficientes de que el pesimismo no era una perspectiva equivocada si se tienen en cuenta los golpes militares y la imperfección institucional. No creo, en cambio, que fuera un “pesimista” frente a la historia del siglo XIX.

Habría sido difícil preguntárselo, ya que Halperin tenía una capacidad infernal para no colocarse en la perspectiva de ese interrogante. Como un vanguardista, siempre se desmarcaba. Borges se desmarcaba con una frase; Halperin podía ofrecer una interpretación extensa, en la que de a poco, iba cambiando los términos del interrogante que, al final, siempre quedaba como prueba de una inquietud equivocada o de una objeción sin base. Su talento brillaba en el desmarque.

Por supuesto, Halperin no podía ser otra cosa que agnóstico: no creía en los fines inevitables, ni en los orígenes que imponen recorridos futuros. No creía en ningún Ser o Destino que diera fundamento a la Nación. Conocía demasiado de la historia argentina y latinoamericana para cultivar esa fe consoladora. Era un espíritu radicalmente laico, precavido por el escepticismo. Todo eso fundido en un temperamento irónico: incluso formalmente irónico, porque en cada frase dejaba al descubierto el deslizamiento inevitable del sentido hacia otros sentidos, de una hipótesis hacia otra.

Escuchaba con generosidad y atención, pero le incomodaban los acuerdos en las discusiones, como si un acuerdo mostrara que alguno de los interlocutores no hubiera avanzado lo suficiente en sus argumentos. Por supuesto, era casi imposible ganarle una discusión, aunque no renunció al acuerdo para condenar la monstruosidad del régimen militar o la inconsistencia del populismo y sus dirigentes.

La Argentina lo obsesionaba. Hasta los últimos días, en su casa de Berkeley, leyó todos los diarios, todas las noches. No puedo callar una anécdota rara en un hombre que practicaba una cortesía casi pasada de moda. En 1989, en un bar de Berkeley, frente a la Universidad, lo esperábamos dos o tres argentinos y el historiador y cientista social mexicano Enrique Semo, a quien le habíamos preguntado sobre su país. Cuando llegó Halperin, no bien se sentó y comprobó que esos argentinos estábamos hablando sobre México con su amigo Semo, dijo, como si propusiera el más natural cambio de tema: “Bueno, hablemos un rato de Argentina, que es tanto más interesante”. Y la conversación viró, si mal no recuerdo, hacia Juárez Celman.

En Berkeley, hasta el fin, su gran amiga fue la crítica cultural Francine Masiello, especializada, por supuesto, en Argentina. Hace unos meses, ella me envió la última fotografía que tengo de Halperin: pantalón claro, saco azul, un hermoso bastón sostenido en el puño izquierdo, y el brazo derecho levantado como si estuviera en medio de un argumento. La última vez que nos vimos fue en mi casa. Estaba también Graciela Fernández Meijide. Sin pensarlo mucho, quise que se conocieran esa noche. Conversamos hasta las tres de la mañana.

Lo extrañaremos y nos hará falta. Hace poco escribí una frase que él consideró ridícula. Escribí: “Halperin Donghi es un genio”. La inteligencia era una parte de su fascinación. La otra, más compleja, era la rarísima mezcla de mordacidad y benevolencia, una mezcla que parece imposible. A medida que fue envejeciendo no abandonó la ironía, pero se volvió más bondadoso. Cuando terminó la dictadura y nos visitó en los tempranos 80, dejamos de temerle y, más tranquilos, pasamos simplemente a admirarlo.


Halperin Donghi como intelectual argentino

Por Horacio González

Director de la Biblioteca Nacional, Buenos Aires

Publicado en Página 12, 19 de noviembre de 2014.       


Pertenecía al mismo tipo de problemas que afrontaban los grandes historiadores: ¿dónde poner la “muerte del rey”? Un suceso que es conmovedor en el momento en que ocurre y luego es sometido al olvido que se va despilfarrando en placas, conmemoraciones y el propio afán ceniciento de los historiadores. Ese es el tema clásico que suscitó siempre el mayor libro de renovación de la historiografía del siglo XX, El Mediterráneo en la época de Felipe II, donde Braudel coloca al final de su voluminosa investigación y escritura el fallecimiento del monarca, pues si tanto había interesado a sus contemporáneos, ahora era apenas un manojo de papeles o una lápida perdida ante lo que realmente importaba, los grandes ciclos en los que la historia amasa su tiempo real, material. Su tiempo somnoliento, en que la cultura que producen los hombres se asienta sobre moldes perezosos al cambio, pero las pasiones políticas hacen subir y caer constantemente a sus fugaces figuras. El pensamiento real que las abrigaba se ha perdido, y el historiador tiene que tratarlo como si fueran losas hundidas en la tierra, que sólo revelan un fragmento de su secreto. Se tienta con esos despojos, juega a descifrarlos y descubre que eran pequeñas criaturas que vivían en un mundo de simulaciones, finalidades frustradas, lucimientos usurpados, inútiles pasiones.

Halperin se declaró impresionado por Braudel, pero su manera historiográfica consistió en la creación de una escritura que debía fusionarse con la imposibilidad de captar el tiempo pasado, por lo tanto ella tenía que poseer los mismos arabescos, hilachas e incertezas del tiempo. Todo debía ser paradójico, contingente y cómico, pero transfigurado en una arcilla irónica que mostrara que cada momento histórico y cada personaje no tenía modo de saber lo que hacía y en qué consistía. Para llegar a esta exquisita noción tuvo que escuchar –pero pasando de largo– a sus contemporáneas compañías intelectuales, los estructuralistas, existencialistas, fenomenólogos, gramscianos, marxistas, luckascianos, semiólogos, etc., que sólo dejaban en él alguna astilla perdida, alguna palabra que reutilizaba en silencio y con cierta mordacidad, prefiriendo el concepto de “estilización” para describir algún momento erróneo en que las cosas parecían fijarse inopinadamente, pero para marchar luego a su propia agonía.

Quizá su mayor fracaso, pero ilustre fracaso, fue su escrito sobre José Hernández: en el intento de explicar por qué lo que llama un “periodista del montón” se convierte en el autor del Martín Fierro, no consigue llegar al corazón del problema artístico, aunque atina a llamar misterio y enigma a esa transformación de una escritura periodística en una indescifrable poética, resistente a su reducción a los vericuetos, aun los tan hondos, que practicó con su historia social. Más difícil es penetrar en las razones últimas de su acritud hacia notorios episodios históricos actuales o pretéritos, que se complacía en describir con ácidas viñetas, con una mortificación que –a diferencia de Martínez Estrada, al que de alguna manera se le parece– parecía una toma de partido desafiante, destinada a provocar el enojo de los que consideraba escritores presos de una demonología o de las esfinges míticas que toda historia nacional contiene. A diferencia del prudente Braudel, no puso al final de sus obras “el fallecimiento del rey”, considerando el pasado como el anticipo irónico del presente, lo que le permitió su inclemente ejercicio de prevenciones y denuestos.

Su combate por la historia, sin duda inspirado en el de Lucien Febvre, no se privó de un fino desprecio hacia leyendas que no siempre eran vanidosas o ridículas, pero lo sublimó en un tipo de narración histórica en la que se solazó con su capacidad satírica, la que sólo producen los escritores bien dotados. A su manera, fue un ensayista, y lo fue a la manera argentina, pero cambiando los modos de la estridencia por un esteticismo vitriólico, que hacía latir entre las conmociones visibles de las sociedades que estudiaba. Eso le permitió crear su estilo, donde el libelo sutil convivía con las quebradizas temporalidades del relato. Halperin participaba por igual de la tradicional historia de las ideas, de la aristocrática malevolencia de un Montaigne o del rigor para combinar vida económica y orden moral, tomado de José Luis Romero, aunque dándole si cabe un empujón más hacia el abismo, donde ya se encontraba el 18 Brumario de Marx, su modelo secreto de narratividad histórica.

Pero como hombre ligado profundamente al conservadurismo del alto linaje nacional de las academias, desdeñosas pero dolientes, se refugió finalmente en una gran melancolía de combate. Fue un intelectual argentino que todo lo tomó de una inspiración profunda para revestir tal condición: el que veía que un mundo anhelado e indefinible se iba escurriendo. Quizás un mundo imposible, donde las palabras coincidieran con los hechos. Y en ese desvanecimiento de lo argentino, se tornaba un representante ejemplar de la vida intelectual argentina caracterizada por su disconformidad con esas mismas singularidades que el país había producido. Y lo hizo en pliegos de escritura de gran suntuosidad. En ese sentido, Tulio Halperin Donghi es uno de los grandes intelectuales argentinos –como se diría hoy: un gran disidente– que mucho hereda de actitudes similares habidas en nuestro pasado nacional. No en lo ideológico de la política, no en los modos políticos de acción, pero sí en lo que lo lleva a la escritura desesperante, situada entre lo que alarma y lo que apena. Y allí podemos verlo en espejo en ciertos tramos de un Sarmiento o de un Vicente Fidel López, que llevan ese mismo sello. En Halperin no costaba descubrirlos en los tejidos internos de su labor de historiador, donde refugió su raro recelo argentino por la Argentina.

  

Tulio Halperin Donghi en la historia argentina

Por Federico Finchelstein

Director del departamento de Historia de la New School for Social Research

Publicado en La Nación, 21 de noviembre de 2014.

Nueva York.- Escribo estas líneas con profunda melancolía. La Argentina ha perdido a su pensador histórico más brillante. Aquel cuyas ideas fijaron, durante muchas décadas, los marcos de debate y producción histórica.

Tulio Halperín Donghi es el autor del libro de historia general más relevante que se ha escrito sobre América latina, y también tiene obras sobre historia europea e historiografía latinoamericana. Sin embargo, su legado más amplio es su trabajo sobre la historia de nuestro país.

Sus investigaciones sobre la independencia y la genealogía de la Argentina a través de la revolución, el faccionalismo y la guerra interna son esenciales para entender los comienzos de nuestra patria. Sus lecturas y sus obras sobre los siglos XIX y XX establecieron los paradigmas principales para pensar nuestra problemática histórica. Por ejemplo, sus incisivos análisis de los ocasos y renacimientos peronistas permiten entender con claridad este fenómeno político que para otros es difícil de explicar. Para Halperín, el peronismo se explica de forma compleja, como un universo de ideas y prácticas provenientes del mundo de entreguerras que creó una forma autoritaria y vertical de democracia con múltiples espacios de acción por derecha e izquierda. El peronismo era un elemento cambiante y no una esencia de la historia nacional. No lo concibió nunca como un factor extraño, pero tampoco como una realidad necesariamente permanente.

Su obra ha influido en todos los historiadores profesionales que trabajan sobre nuestro país. Recuerdo que cuando yo era estudiante en la carrera de Historia de la UBA en la década del noventa, todos (profesores y estudiantes) planteaban recurrentemente la necesidad de decir algo distinto que Halperín y pocos podían hacerlo. Por ejemplo, dar una nueva visión sobre la relevancia del faccionalismo en la Argentina del siglo XIX o discutir en serio su idea de que la Argentina nació como un país liberal. De todas formas, discutir a Halperín era, y es, muchas veces un ejercicio retórico más que práctico. Eso se debía, y se debe, a varias razones. Quizá la principal, más allá de sus brillantes ideas y argumentos, sea que, como ha notado hace unos días Beatriz Sarlo, sus libros presentan distintos argumentos convergentes y a veces mutuamente excluyentes. Sus hipótesis se presentan y se discuten primero en sus propios libros. Su prosa, difícil pero riquísima, no es fácil de leer, pero para los lectores los premios intelectuales son impresionantes.

En lo personal tuve la suerte de conocer bien a Tulio Halperín. Primero, como estudiante en la UBA era fácil encontrar a Tulio solo leyendo en las bibliotecas y archivos (a diferencia de muchos de nuestros profesores de entonces). A pesar de que vivía gran parte del año en Estados Unidos, cuando visitaba Buenos Aires parecía estar en todos lados (conferencias, encuentros, clases y centros de documentación). Su generosidad con los estudiantes y su jovialidad e ironía eran ejemplares. Recuerdo que en un curso semestral que dio en la calle Puán en la Facultad de Filosofía y Letras Tulio siempre insistía en no terminar la clase si los estudiantes no le hacían preguntas. Luego, como colega y amigo en Estados Unidos, pude apreciar también la generosidad de Tulio, su profundo interés en establecer diálogos con las generaciones de jóvenes historiadores. Cuando, irónico y risueño, hablaba de las fuentes, parecía como si imposiblemente los hubiera conocido y escuchado a todos, de Sarmiento a Mitre. Con el paso de los años, ya dedicado al estudio de la historia intelectual y la política del siglo XX, éste fue muchas veces el caso, desde los intelectuales argentinos que conoció o escuchó en el periodo de entreguerras a Cristina Fernández de Kirchner.

El encuentro con Tulio en el café Tolón, en la avenida Santa Fe y Coronel Díaz, su preferido, fue un ritual que compartí con muchos otros colegas de mi generación a quienes él criticaba con elevada ironía, y también aconsejaba.

Después de una invitación que le hice para una conferencia magistral en Nueva York, que se publicó este año en Buenos Aires como libro, Halperín me pidió que, si escribía el prólogo (cosa que hice), por favor fuera breve y que no lo elogiara. Esta pequeña anécdota textual es testimonio de su humildad con los lectores, pero también su humildad para pensarse históricamente en el maelstrom de la historia de la que fue "un observador participante". En aparente contradicción, durante su paso por Nueva York, Halperín dijo con ironía que la humildad nunca fue una de sus virtudes. En mi opinión, y aunque él mismo no estuviera de acuerdo, Tulio era humilde en un sentido amplio, en su forma de pensar la historia y su propio lugar en ella. Una posición para leer el pasado que a veces era testimonial y siempre era profundamente analítica. Sorprendentemente, en aquella conferencia de Nueva York también describió su propia trayectoria como típica. Lo que quería decir es que él también era producto y efecto de sus contextos, de la Argentina peronista al exilio y la vida itinerante entre la Argentina y Estados Unidos.

Tulio tenía una idea muy clara de su lugar en la historiografía, pero nunca fue ni se pensó como el dueño de la verdad. Era más bien un poderosísimo intérprete de verdades, fuentes y saberes. No tuvo aprendices, no pedía a sus colegas que aceptaran automáticamente sus hipótesis, pero sí que pensaran con él a través de su obra y su palabra. Para casi todos los historiadores profesionales fue un gran maestro. Su estilo de escritura que vincula una fina ironía con una narrativa abigarrada y llena de reflexiones de largo alcance es simplemente inigualable. Halperín no deja discípulos, pero si infinidad de lectores y amigos agradecidos.


Formas de leer a un historiador punzante

Por José Carlos Chiaramonte

Instituto Ravignani, UBA/CONICET

Publicado en Clarín, 15 de noviembre de 2014

Ha muerto un gran historiador latinoamericanista y un agudo observador de la política argentina. Su influencia en la formación de historiadores ha sido invalorable, tanto en Argentina como en el resto de Iberoamérica. Convendría aclarar que esa influencia no sólo se produjo por su labor en la docencia universitaria sino sobre todo por la calidad de su obra escrita y de las colecciones que dirigió.

Además de su estatura intelectual, de su destacada erudición, de la agudeza de su juicio crítico, de la increíble rapidez mental, poseía sólidos puntos de partida para evadir el camino fácil proveniente de solidaridades ideológicas. Esto se reflejaba en su polémica con interpretaciones dogmáticas del pasado. Sobresalía así su rechazo de visiones ingenuas que suelen interpretarlo como un conflicto entre los buenos y los malos y su incisiva crítica a la inclinación a establecer relaciones directas entre grupos económicos y tendencias políticas.

En este sentido, es reveladora una temprana declaración de principios en uno de sus primeros libros: “Los hechos históricos no serán ya explicados por una realidad esencial, sea ella natural o metafísica, sino –más modesta pero también más seguramente– por la historia misma.”

Era asimismo notable su capacidad de reunir una información actualizada sobre la historia de los diversos países latinoamericanos, compararla, y juzgar la validez de las diversas interpretaciones existentes. Y fue esa atención al conjunto de la historiografía latinoamericana la que también le permitía ahondar en la historia nacional argentina, evadiendo las limitaciones provenientes del nacionalismo historiográfico.

Es cierto que el estilo de Halperín suele complicar la lectura de algunos de sus trabajos. Como expuse en un homenaje en abril de este año, “recuerdo haber afrontado el reclamo de un alumno por lo difícil que le resultaban algunos párrafos de Revolución y Guerra, recordándole el viejo precepto de que todo autor que vale la pena merece más de una lectura … Con un padre que fue destacado latinista en la enseñanza superior en Buenos Aires, y por el hecho de haber sido bautizado como Tulio, podríamos inferir que debe haberle sido tentador inclinarse más hacia el autor de las Catilinarias que al de la Guerra de las Galias. Sin embargo, es de advertir que esa modalidad de su escritura no expresa otra cosa que la vivacidad de un pensamiento esquivo de los esquemas y ansioso de reflejar en un solo párrafo la complejidad de los acontecimientos históricos, riesgoso objetivo que algunas veces puede haberle sido difícil de obtener apropiadamente, sin por eso malograr la calidad del trabajo.”

Es este un homenaje personal proveniente de mi larga amistad con Halperín, uno de los mayores talentos de la cultura argentina de los últimos tiempos.

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domingo, 7 de septiembre de 2014

Lojo: abordaje literario a la historia de los '70 en Argentina

Por: Matías Méndez
Especial para Infobae, publicado el 7 de septiembre de 2014

La novelista María Rosa Lojo habló con Infobae sobre su nuevo libro "Todos éramos hijos", una historia de iniciación que indaga sobre el impacto de los cambios religiosos durante los años previos al golpe de Estado. "No todo fue militancia, había que seguir viviendo", afirmó

La literatura argentina entregó muchas páginas a la década del 70. Sin embargo, no fueron tantas las que eligieron una voz narradora que mire desde una adolescente sin compromiso con la militancia. María Rosa Lojo se para desde ahí y, como lo hizo en Arbol de familia, mira hacia su propio pasado. En esta ocasión, para componer a Frik, una joven introvertida, solitaria y reflexiva que pasa ese momento crítico de la vida que es la adolescencia durante los años previos al Golpe de Estado que abrirá el negro período de la dictadura militar. Frik es la protagonista de la última novela de Lojo, "Todos éramos hijos", que Sudamericana distribuye por estos días.

Frik estudia su último año en un colegio católico de Castelar que sufrirá cambios profundos a la luz del Concilio Vaticano II y la cumbre de Obispos de Medellín de 1968: monjas y curas jóvenes abandonan el Convento para ir a vivir a los barrios, al mismo tiempo que docentes y alumnos se suman a la militancia que en poco tiempo se convertirá para algunos en guerrilla armada.

Las discusiones entre padres antiperonistas e hijos que abrazan la lucha mientras esperan la llegada del viejo líder; la naturalización de la violencia y la vida cotidiana en las familias de clase media que son testigos y actores de cambios vertiginosos en muy pocos años; las dudas de una adolescente que ve a su lado como los cambios políticos se hacen carne en sus amigos mientras conversa con su padre, un militante republicano que llegó de España escapando de Franco y que ve en Perón la misma cara del que lo arrancó de su tierra; son algunas de las escenas que María Rosa Lojo narra con la dulzura de quién escribe algo que durante muchos años mantuvo guardado para esperar el momento preciso de darlo a conocer. Se trata de su propia historia y también de los poemas que abren cada uno de los actos de la novela y que la autora guardaba desde aquellos años en que decidió ser escritora.

En esta entrevista con Infobae, Lojo habla sobre los primeros años de la década del 70, del cambio que produjo en la Iglesia la Teoría de la Liberación y de por qué decidió que su compromiso social estaría dado por la escritura.

-¿Junto con Arbol de familia, este es su libro más personal?

Arbol de familia y esta son novelas de la memoria en las que por supuesto estoy muy involucrada, no sólo como persona sino como sujeto colectivo. El libro está escrito desde ahí pero no para mostrar esa generación o esa familia como bloques monolíticos, sino todo lo contrario: para mostrar la dimensión existencial profunda que tuvieron los conflictos que vivimos y lo que nos costó a muchos llegar a crecer. Algunos quedaron en el camino porque ese proceso de crecimiento les costó la vida.

-El libro tiene la particularidad de abordar algo diferente a lo que escrito acerca de los setenta: la vida cotidiana de alguien que no es militante política pero que tampoco es ajena a ese mundo. ¿Esa fue la intención?

El personaje de Frik, que es la mirada narradora, es un personaje reflexivo por antonomasia, lleno de perplejidades, dudas y vacilaciones y justamente por eso no se puede reflejar como otros en las certezas. No lo digo en un sentido despectivo porque son opciones. Algunos amigos de Frik, a los que ella quiere mucho, toman esas opciones como mucho coraje y, de alguna manera, también son refugios contra la intemperie y la incertidumbre de la vida. Ella duda del sentido mismo de la vida y elige seguir viviendo. En efecto había una vida cotidiana en los 70, era un mundo cruzado por la violencia en donde además había una aceleración histórica impresionante. Del 70 al 76 ocurrió de todo en Argentina.

-Son años en los que pasa de todo.

Pasa de todo y mientras tanto había que seguir viviendo. Eso nos ocurrió a los que transitamos esa época siendo muy jóvenes. Había una vida cotidiana y había que seguir en la lucha por las cosas que construyen la vida común. No todos fueron militantes, no todos fueron militantes armados y muchos se dedicaron a trabajar y estudiar dentro de sus posibilidades, esperando a ver si los tiempos mejoraban y si era posible hacer un cambio que todos querían, aunque no todos eligieran la misma manera.

-¿El repudio a la violencia estaba presente o era algo mal visto?

Estaba naturalizada la violencia. No sé si uno se había acostumbrado a que la violencia política ocurriera diariamente pero en mucha gente había un cansancio. Cuando a la violencia política se suma el desmanejo de la economía y el derrape de la orientación del país, se crea una especie de clima propicio para que se geste el golpe militar. Mucha de la gente adulta lo acepta en un principio. Hoy vemos a la dictadura con el diario del lunes pero antes que eso sucediera y con una figura que había sido tenebrosa como López Rega y otra inoperante como Isabel Perón, hay en una franja importante de la sociedad una cierta aceptación del golpe de Estado.

-En la novela queda planteado y dice: "No se imaginaban que la violencia podía ser aún peor".

Eso fue una sorpresa atroz para la Argentina. El tipo de violencia que practicó el llamado Proceso fue inédita, fue algo que excedía todo el imaginario de la violencia en Argentina.

-El escenario es el Sagrado Corazón de Castelar en donde usted se educó. ¿Esa educación religiosa estaba muy influenciada por el clima del Concilio Vaticano II? ¿Cómo repercutía eso en los religiosos y en los alumnos?

Fue un giro muy importante. Era un colegio ceremonioso con monjas que en sus cofias tenían canutillos como en el siglo de oro y en donde había un rito de premios semanales y cosas muy graciosas vistas desde ahora. Ese mundo desaparece con el Concilio, que instala la urgencia de ocuparse de los más necesitados. Miembros de la congregación abandonan la morada conventual que estaba dentro mismo del colegio y se van a las zonas periféricas a convivir con la gente común. Algo similar hacen seminaristas y curas jesuitas que pasaron por mi escuela.

-Es un compromiso muy fuerte y que se expresa en cuestiones concretas.

Se comprometen de una manera práctica y concreta con la vida cotidiana de los pobres. Los cambios eran tan grandes, por ejemplo la misa se deja de decir en latín. Hay en sacerdotes, seminaristas y en la gente joven la percepción de que ese cambio se hará carne en la sociedad. Que va a dejar de haber pobres en un futuro inmediato. Cuando el retorno de Perón no parece colmar estas expectativas y se ve la distancia entre realidad y deseo, es cuando parte de esta generación que se ha comprometido profundamente opta por pasar a una acción clandestina porque ven que no lo pueden lograr de otra manera. Muchos lo hacen desde la fe católica.

-¿En ese clima de la Iglesia se estaba gestando el Papa que iría a asumir cuarenta años después?

Sí. No conozco al Papa personalmente, pero sé que algunos de los jesuitas que traté en aquella época sí lo conocieron. Es más, uno de ellos, Leandro Pastor, a quién menciono especialmente porque le estoy muy agradecida por el material que me acercó, fue compañero del Papa en el seminario y ahora lo fue a ver a Roma. Fueron momentos muy complicados, en el que finalmente la teología de la liberación terminó dando un paso atrás porque no fue la tendencia dominante en la Iglesia posterior, pero la semilla quedó. Eso fructifica en manifestaciones como por ejemplo el movimiento de curas villeros y el trabajo que hacen hoy en los sectores más desposeídos.

-¿Hay alguna relación entre ese compromiso de fe y el hecho de que parece no importar si en la lucha se pierde la vida? Lo digo pensando en el valor cristiano de la trascendencia después de la muerte.

La cercanía la veo en la imitación de Cristo, que se había inmolado por los demás. Incluso en el revolucionario ateo está esta idea de que el buen revolucionario se inmola por la comunidad y que no importa si su generación recoge sus frutos porque la próxima lo hará. Esa idea estaba y en algunos casos la han dejado escrita. Recuerdo las palabras de alguien a quién conocí que llega a decir en una carta a su mujer y su hija que era chiquita, "que importa que pierda la vida si todavía hay chicos en el mundo que pasan hambre, mi vida no tiene ningún valor frente a esto". Son palabras que se asumieron.

-Sobre el final del libro, uno de los protagonistas dice "ninguna sociedad cambiaría sin las personas comunes". ¿Es esa una de las claves de su novela?

Sí, creo en los cambios paulatinos, continuados y sostenidos en el tiempo. Si todas las personas comunes nos comprometiéramos desde la acción civil pacífica para lograr un cambio en la sociedad, el cambio se daría. Es muy difícil conseguir este consenso. Si todos nos comprometiéramos a hacer lo que podemos en nuestro lugar y en un sentido hacia la misma dirección, por ejemplo terminar con la inequidad y lograr una mejor educación, seguro la sociedad cambiaría. Esa fuerza no se puede comprar ni reemplazar por nada.

-Usted también expone otra discusión de la vida cotidiana de los setenta que es el debate entre lo hijos seducidos por el peronismo y sus padres de clase media antiperonistas. ¿Usted también lo vivió?

Lo viví desde otro lado, un poco en como lo vive la protagonista Frik con su padre, un republicano que había combatido en la guerra civil española, que ha perdido su país y la tierra propia, pero nunca la identidad. Para el padre de Frik, Perón es una figura más cercana al fascismo y a Franco que al socialismo por el cuál él había luchado. Intenta transmitirle esa desconfianza que la inspira la figura de Perón a uno de los amigos de Frik, Esteban Milovich, que es el que se compromete con la militancia armada. La clase media argentina de los padres de aquel tiempo eran en buena parte antiperonistas.

-Usted alguna vez se definió como "exiliada hija". ¿En la relación de la protagonista con el padre está reconstruida su propia relación?

Sí, fue así en mi vida. Mi papá era una persona bastante solitaria en la vida que llevó en Argentina. Trabajaba como un burro de sol a sol y se dedicó a su familia. No siguió con su militancia pero no había abandonado sus ideas. Creo que encontró en mi a alguien con quién podía hablar de esas ideas porque con la familia de mi mamá era más complicado discutir de este tipo de cosas. Toda esa carga de haber sufrido la pérdida de la tierra mis padres la vivieron cada uno a su manera. Ninguno de ellos renunciaba al sueño de volver a España, a tal punto que yo durante mucho tiempo no me terminaba de sentir argentina, era como que la vida había quedado en suspenso y estábamos en una sala de espera. Todo eso está en esta novela, esa sensación de pérdida y de añoranza. También de pesimismo y de soterrado temor hacia todo lo que oliera a autoinmolación. Creo que es una de las razones, aparte de mi carácter y mi personalidad, por las cuáles eso no me tentó. De alguna forma era como si la generación de mis padres ya lo hubiera agotado. Se habían quemado en ese fuego. No sin culpa que la siento hasta hoy, la culpa de los sobrevivientes que es una culpa social muy fuerte. Sobreviviente de una familia que había sido diezmada por una guerra civil y también sobreviviente de una generación que fue diezmada por otro tipo de conflicto en Argentina. No sin esa culpa, finalmente acepté que mi manera de servicio a la sociedad era escribir los libros que escribo.

-En la historia de la inmigración del siglo XX en Argentina está la sensación de historias no cerradas y que están simbolizadas en los viajes de nietos y bisnietos para buscar la casa de sus abuelos en Europa.

Sí, totalmente, porque las familias no acaban con la generación que está viva. Tienen raíces profundas en el tiempo y uno es un eslabón de la cadena y necesitamos sentirnos en la cadena para poder reanudar nuestra historia y ordenar también la cadena.

-Usted hablaba de su compromiso y en la novela hay una línea en donde creo queda plasmada su convicción. Es cuando dice de Frik "ahí supo que el pensamiento siempre se escribía mejor bajo el modo de la ficción".


Estuve dudando entre Filosofía y Letras y después pensé que nunca iba a poder hacer pensamiento puro, sistemático, aunque no necesariamente la filosofía tiene que ser sistemática. Lo mío era otra cosa: la vida encarnada. Y que en esa vida, en situaciones concretas y mediante una imaginación creadora, era lo que podía desplegar y desarrollar y que también estaba cargado de pensamiento. Los referentes que tengo son autores que han creado obras cargadas de pensamiento y de poder simbólico. Esa capacidad del golpe simbólico que tiene la literatura es admirable y no es reemplazable por otra cosa.


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lunes, 28 de julio de 2014

El principio del fin de toda una época

A cien años de la gran guerra.
El 28 de julio de 1914, con el asesinato del archiduque Francisco Fernando en Sarajevo,se encendía la mecha de un conflicto bélico en el que la humanidad perdió las ilusiones de un progreso ineluctable.
Por Andrés Reggiani
publicado en La Nación, 28 de julio de 2014.
Ninguna otra guerra puso fin a toda una época de una manera tan abrupta y profunda.
En la primavera de 1914, la mayoría de los líderes políticos de Europa buscaron de manera deliberada o se resignaron a una solución militar que pusiera fin a la tensión acumulada por las sucesivas crisis internacionales que se habían sucedido de modo intermitente desde fines del siglo XIX. Ninguno, sin embargo, supo prever las repercusiones de las decisiones fatídicas tomadas en las semanas que siguieron al atentado de Sarajevo. Todos daban por descontada una guerra entre el imperio austro-húngaro y el reino de Serbia, lugar donde se concibió el plan y organizó la logística para asesinar al archiduque Francisco Fernando. Pero habida cuenta del sistema de alianzas y de la voluntad expresada por algunos líderes de honrar los compromisos adquiridos con sus respectivos aliados -la garantía del presidente francés Poincaré al zar Nicolás II, el "cheque en blanco" del emperador alemán Guillermo II a su par austríaco- pocos se hacían ilusiones de que el conflicto quedaría limitado a su órbita regional.
Churchill dijo una vez que los Balcanes producían más historia de la que podían consumir. Tras dos cruentas guerras (1912-1913), esta región montañosa (ése es el significado del término balkan en turco) arrastró al resto del continente a una conflagración sin precedentes. Cuando las armas se silenciaron a las 11 de la mañana del 11 de noviembre de 1918, Europa era apenas reconocible: los imperios ruso, austro-húngaro y otomano -los Estados más antiguos de la época- se habían derrumbado como castillos de naipes. En su lugar había surgido una madeja de Estados sostenidos por los vencedores como un "cordón sanitario" capaz de contener el revanchismo alemán y el comunismo ruso. Sin embargo, el nuevo orden mundial que resultó del intento de conciliar las consideraciones estratégicas de las potencias y el principio de autodeterminación nacional de los nuevos Estados llevaba las semillas de su propia destrucción. Los tratados de paz impusieron condiciones severas -aunque no irrazonables- a los vencidos, pero no previeron los mecanismos para que éstos las cumplieran. En Medio Oriente, el reparto de las antiguas posesiones otomanas entre Francia y Gran Bretaña abonó el terreno para las discordias étnicas que asolarían la región hasta el día de hoy. Lejos de apaciguar los nacionalismos, la guerra los exacerbó. En los países vencidos, como Alemania -y en los vencedores que se consideraron injustamente tratados, como Italia y Japón- el resentimiento alimentó un espíritu de desquite que socavó las frágiles democracias y condujo a una nueva guerra.
En 1914 se inició una "era de los extremos", para usar la expresión de Eric Hobsbawm. Los beligerantes se lanzaron a una guerra total e ilimitada cuyo único resultado posible era la sumisión del adversario. Al fracasar todos los intentos de poner fin a la guerra asestándole al enemigo un golpe devastador, el equilibrio militar obligó a sustituir la doctrina suicida de la ofensiva (la guerra de movimiento) por la estrategia del desgaste (la guerra de posiciones y la asfixia económica). Esta estrategia prolongó la contienda e hizo necesaria la movilización de toda la sociedad. Estado e industria forjaron una alianza que ya no se disolvería y que más tarde se conocería como el "complejo militar-industrial".
La "guerra total" fue una innovación alemana, hija de la necesidad. Aunque el concepto fue acuñado por el general Eric Ludendorff después del conflicto, la idea de coordinar la producción y suministro de recursos estratégicos ya se había puesta en práctica con la creación de la Oficina de Materiales de Guerra (1916), a cuyo frente fue designado el sagaz director de la Sociedad General de Electricidad (AEG), Walther Rathenau. Fue el primer experimento moderno de dirección centralizada de la economía.
Todos los gobiernos recurrieron a la desinformación y el engaño a fin de mantener una moral que la prolongación de la guerra comenzaba a minar. La demonización del adversario transformó la guerra en una cruzada ideológica del bien contra el mal, la civilización -o la cultura- contra la barbarie. Las consecuencias de la propaganda antialemana se hicieron sentir de manera perversa durante la Segunda Guerra Mundial, cuando los servicios de espionaje angloamericanos descartaron las primeras informaciones sobre los asesinatos en masa de judíos como puras fabricaciones de la resistencia antinazi. Al mismo tiempo se introdujeron mecanismos de censura que dieron a los gobiernos facultades ilimitadas para controlar la información y las ideas, y cuyas repercusiones se harían sentir hasta la actualidad: el año pasado el gobierno norteamericano sacó a relucir una antigua ley de 1917 para justificar su política en los casos de Chelsea Manning y Edward Snowden.
La guerra total alteró el carácter cuasi artesanal que hasta entonces había tenido la tecnología bélica. Hizo a las armas convencionales (la artillería) más devastadoras, y estimuló el desarrollo de otras nuevas. Algunas fueron inicialmente recibidas con escepticismo (el tanque), otras con curiosidad (el aeroplano). Hubo una cuya sola mención generaba terror. La tarde del 22 de abril de 1915 los alemanes escribieron una nueva página en la historia de la guerra al lanzar sobre las tropas enemigas, desplegadas en el frente belga de Langemark , 170 toneladas de cloro gaseoso. Esta sustancia actuaba como un poderoso irritante de los ojos y las vías respiratorias, y en altas concentraciones provocaba la muerte por asfixia. El ataque dejó un saldo de 1200 muertos y 3000 heridos, pero su efecto principal fue psicológico: al ser más pesado que el aire, el gas se depositó en las trincheras y los soldados las abandonaron presas del pánico, exponiéndose al fuego enemigo. Aunque sólo el 4% de las bajas de toda la guerra fue obra de las armas químicas, la ciencia (el Instituto Kaiser-Wilhelm, antecesor del actual Max Planck) y la industria (las empresas BASF, Bayer y Hoetsch) habían dado un salto cualitativo al desarrollar un agente químico que atacaba la atmósfera -en lugar de los cuerpos, como las armas convencionales- privando al adversario del medio esencial para la vida. El filósofo Peter Sloterdijk llamó a esta nueva metodología bélica "atmoterrorismo". La movilización de todos los estratos de la sociedad aceleró cambios que se venían anunciando desde fines del siglo anterior, muchos de ellos auspiciosos. Con el colapso de los imperios continentales -alemán, austro-húngaro, ruso y otomano- los pueblos de Europa central y suroriental iniciaron su primera experiencia democratizadora. Éste es uno de los motivos que hicieron difícil una conmemoración colectiva que reuniese a todos los miembros de la Unión Europea: en algunos de ellos -especialmente en el Este y Sudeste- la contienda es recordada como el acontecimiento que hizo posible la autodeterminación nacional; en cambio, en otros, como Francia y Gran Bretaña, la contienda es sinónimo de un gran trauma colectivo. El efecto emancipador de la guerra también se hizo sentir en otras esferas: la extensión del sufragio a las mujeres en los países donde ya existía un movimiento sufragista de importancia y la erosión del orden colonial en el mundo árabe y Asia.
Pero en 1914 también murieron las ilusiones sobre el progreso como destino ineluctable de la especie humana. Las grandes matanzas en los campos de batalla y las atrocidades contra poblaciones civiles, aun cuando fueron una pálida muestra de catástrofes por venir, revirtieron una tendenciahacia la generalización de pautas asociadas con lo que llamamos una sociedad "civilizada". Los "cañones de agosto", para citar la ya clásica obra de la historiadora norteamericana Barbara Tuchman, marcaron el retorno de la barbarie, es decir, de la ruptura de los sistemas de normas y conducta moral a través de los cuales las sociedades regulan las relaciones entre sus miembros, y entre éstos y los de otras sociedades. En 1914, Europa cruzó un Rubicón, un umbral del cual ya no habría retorno, porque el fin de la guerra en 1918 no trajo la paz, sino una larga tregua tras la cual aguardaban desgracias aún peores.


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domingo, 13 de abril de 2014

Entrevista a Laclau


Página 12, Buenos Aires
Por Martín Granovsky
Vive en el Reino Unido, donde despliega su vida académica desde los años ’60, pero viaja cada vez con mayor frecuencia a la Argentina. Esta vez presentará un nuevo número de la revista que dirige, Debates y combates, y el martes dará una conferencia en la Facultad de Filosofía y Letras. Nacido en Buenos Aires en 1935, Ernesto Laclau contó a este diario algunas claves de su formación y accedió a una entrevista donde dejó en claro sus antipatías, sus afinidades y sus indiferencias.
Con ocasión de su fallecimiento en abril de 2014, ponemos a disposición de los lectores del blog esta entrevista.
–Mi padre era radical yrigoyenista –relató Ernesto Laclau sobre Ernesto Laclau–. Fue el jefe civil de la sublevación radical frustrada contra (el presidente de facto) José Félix Uriburu en 1931 y tuvo que exiliarse en Uruguay. Volvió a ingresar al país para participar del levantamiento de (el ex edecán de Yrigoyen, Gregorio) Pomar en Corrientes, que también fracasó. Volvió a escapar. Los periódicos lo llamaban Doctor Polvorosa. Regresó al país en el ’32 cuando volvió el régimen constitucional. Estuvo muy cerca del forjismo y mantuvo una gran amistad con varias de sus figuras. Fue íntimo amigo hasta el final de su vida de Arturo Jauretche.
–¿Su padre se hizo peronista después, como otros dirigentes de la Fuerza de Orientación Radical de la Joven Argentina?
–Nunca se hizo peronista. Pero mi padre tampoco era un gorila al que se le salieran los pelos por las orejas. Siguió manteniendo sus relaciones con muchos del forjismo que entraron al peronismo. Para mí eso resultó muy formativo.
–¿Qué fue lo formativo?
–Mi padre era un hombre de una gran cultura. Podía hablar sobre muchísimos temas y tenía una gran amplitud de espíritu para hablar con personas de orientaciones diferentes. Y eso en loa años formativos de uno es muy importante. Recuerdo haberlo acompañado a Jorge Abelardo Ramos a conversar con él y se llevaron muy bien. No había ya, evidentemente, afinidades ideológicas. Pero se dio una continua relación intelectual y de intercambio de ideas.
–¿La suya era una casa con mucha discusión política?
–Sí. Me acuerdo siempre de una historia. Cuando éramos adolescentes, un día durante un almuerzo mis hermanos y yo discutíamos con mi padre sobre todo lo humano y lo divino. Y se escucha la voz de mi madre: “En esta casa las ideas sobran. Lo que falta es plata”. Mi padre era abogado. Durante el gobierno de Arturo Illia fue embajador en Dinamarca. Militante en el radicalismo toda su vida.
–Usted no se hizo radical.
–No. Entré en 1958 al Partido Socialista Argentino, que a comienzos de los ’60 empezó a dividirse en varias fracciones. Entonces quedé en el Partido Socialista Argentino de Vanguardia y estuve allí durante el poco tiempo que duró unido. Me fui por desacuerdos políticos a fines del ’62 y formamos en la Facultad de Filosofía y Letras el Frente de Acción Universitaria. A fines del ’63 hubo una confluencia de nuestro movimiento con el Partido Socialista de la Izquierda Nacional que había fundado Jorge Abelardo Ramos. Entré al PSIN, que consiguió una especie de cooptación. También entró conmigo Ana Lía Payró, que como yo pasó a formar parte de la mesa nacional del PSIN. Durante varios años fui director de Lucha Obrera, el semanario del partido. En el ’68 varios nos separamos no tanto por la ideología sino por la forma en que el partido operaba. Sobre eso yo tenía crecientes desacuerdos.
–¿A qué se debían los desacuerdos?
–El partido era sumamente leninista en sus formas de organización. Recuerdo haber tenido una conversación con Ramos cuando me estaba yendo. Le dije: “Abelardo, el partido está dentro en un clima histórico en que se está dando una centralidad creciente de lo nacional popular. Es un proceso imparable. Lo que no está claro es quién va a ocupar el lugar central en ese proceso. Lo peor que le puede ocurrir al país es que esa centralidad sea ocupada por la guerrilla, porque eso va a llevar a un baño de sangre”. Claro, nunca pensé que iba a ocurrir a tal punto lo que ocurrió después. También le dije a Ramos que había que descargar al partido de determinantes ideológicos no esenciales, porque si no íbamos a terminar siendo una especie de secta separada de las orientaciones generales que llevan a la gente a tomar decisiones simples, más simples que las elaboradas después de discusiones sobre lo que ocurrió en cada etapa de la Revolución Rusa.
–¿Qué le contestó Ramos?
–Lo recuerdo: “Somos la vanguardia del proletariado argentino y tenemos que educar a la clase obrera con la mano peluda del marxismo-leninismo”. Nos fuimos del partido convencidos de que lo nacional popular era y sería absolutamente central. Por eso mi afinidad con Arturo Jauretche, más allá de que fuese amigo de mi padre. Lo frecuenté todo el resto de su vida.
–Se murió en 1974 y a su velatorio fueron muy pocos. ¿Por qué?
–Jauretche murió en el ’74. Yo ya estaba en Inglaterra.
–¿Qué motivó que fuera a Inglaterra?
–Algo completamente casual. En el ’66 yo había sido nombrado profesor universitario en la Universidad de Tucumán. Pero a los seis meses vino el golpe de Juan Carlos Onganía. Expulsó de la universidad a cerca de mil profesores. Después de seis meses perdí mi cargo y me fui a trabajar al Instituto Di Tella en una investigación cuyo asesor externo era Eric Hobsbawn. Le gustó mucho mi trabajo.
–¿Sobre qué tema?
–Aproximaciones históricas a la cuestión de la marginalidad social. Me preguntó si quería que él me consiguiera una beca de Oxford. Le dije que sí porque no tenía ninguna perspectiva en la Argentina. Así fue que viajé, sin haber pensado jamás en hacerlo con anterioridad. En el ’73 estuve casi por volver pero acababa de ganar mi cargo de profesor universitario en Essex y pensé que iba a quedar muy mal si a los dos meses de haber sido nombrado volvía a la Argentina. Decidí dejar pasar un par de años. Claro, en ese tiempo vino el golpe. Ya había hecho mi vida allá. Después del ’83 empecé a venir con mayor frecuencia a la Argentina.
–¿Y cómo resultó Inglaterra para una persona definida como nacional popular? ¿Le hacía algún ruido?
–No. Había una gran proporción de estudiantes latinoamericanos y había una gran receptividad para lo que yo planteaba. Me veían como un intelectual latinoamericano.
–Dejó de ser un militante, por lo menos en el sentido tradicional.
–Después de que me fui del PSIN, la cuestión de la militancia... Mire, yo participaba dando entrevistas y con una serie de actividades periodísticas y eso lo seguí haciendo en Inglaterra. Estaba a favor del espíritu de los años ’70 pero muy en contra del militarismo. Esa sigue siendo mi posición actual. De alguna manera una posibilidad histórica se perdió a través del giro militarista. Participé en muchos foros. En los años del horror no desarrollé ninguna militancia específica pero sí participé en actividades respecto de los derechos humanos en los años duros. Después de eso, cuando se abrió la posibilidad de una acción política, empecé a desarrollar mis ideas de una manera más sistemática. A partir del 2003 se abrió una nueva realidad, con la asunción de Néstor Kirchner, y aquí estoy. No me siento a mí mismo como argentino sino como latinoamericano. Las ideas que aprendí en la izquierda nacional las sigo sosteniendo. La latinoamericanidad de nuestro proyecto es una de las fuentes de nuestra identidad política.
–Hay visiones distintas sobre los procesos políticos de los últimos años en la región. Unos análisis hacen hincapié en las diferencias entre, por ejemplo, Venezuela, Ecuador y Bolivia por un lado y Brasil, Uruguay y la Argentina, por otro, y otros análisis prefieren hablar de distintos caminos nacionales dentro de un mismo proceso general.
–Yo a la Argentina la pondría más en el eje de Venezuela, Bolivia y Ecuador. Pero creo que el clivaje que se da en América latina tiene sus raíces históricas. Hay que ver cuál fue la experiencia de la democracia en el continente. A diferencia de Europa, la región nunca experimentó el parlamentarismo como movimiento progresivo. Allá los parlamentos representaron la defensa del Tercer Estado frente al absolutismo real. En América latina, en la segunda mitad del siglo XIX, se trató de la consolidación de las oligarquías locales, y el Ejecutivo fue muchas veces la fuente de los cambios. Pasó en Chile. A comienzos de la década de 1890 el Parlamento chileno se opuso a los proyectos nacionalistas del presidente (José Manuel) Balmaceda.
–Quería terminar con el monopolio extranjero sobre el salitre.
–Sí. Por eso digo que en América latina se da una especie de divisoria en la experiencia democrática de las masas. Por un lado la democracia liberal y por otro la democracia nacional popular. La segunda se encarnó en regímenes como el varguismo en Brasil, como el primer aprismo, como el peronismo, como el primer ibañismo en Chile, como el Movimiento Nacionalista Revolucionario en Bolivia. Esa división entre la democracia liberal y la democracia nacional popular está siendo superada al presente. Si bien los regímenes latinoamericanos son parte de esa matriz histórica, hoy ya no entran en colisión con las formas del Estado liberal democrático sino que las integran: elecciones, división de poderes, etcétera. O sea que estamos quizás en el mejor momento democrático de los últimos 150 años. La evaluación de un régimen hay que hacerla desde el punto de vista del significado global de un movimiento y del cauce histórico que un movimiento organiza. Así es en toda América latina.
–¿No menciona poco a Brasil en su descripción regional?
–Brasil es un componente esencial de todo este proceso. Pero allí el movimiento jacobino de lo nacional popular tuvo que ser paliado por una serie de otras consideraciones. Nunca tuvo un populismo histórico de las características del peronismo. Brasil era un país enormemente regionalizado y Getúlio Vargas tuvo que ser el articulador de movimientos regionales sumamente diversos. Juan Perón, en cambio, fue el representante de un movimiento cuya base política y social estaba unificada. A través de interpelar al triángulo industrial de Buenos Aires, Córdoba y Rosario Perón apelaba a un movimiento homogéneo. En Brasil no se dio. El único que se lanzó a tener un tipo de discurso cuasi peronista fue Joao Goulart, y así le fue. Ese tipo de discontinuidad se ha dado en Brasil hasta el presente. Un fenómeno como el de Lula muestra ese tipo de ambigüedad.
–¿De verdad le parece ambiguo el fenómeno de Lula?
–De todos modos, debo decirle que en los momentos decisivos tomó una posición definitivamente cercana a lo nacional popular. Por ejemplo en Mar del Plata en el 2005 se opuso a la propuesta de formar el Area de Libre Comercio de las Américas. Gracias a la oposición de Brasil es que el ALCA no funcionó. El punto es que Lula debió establecer compromisos con fuerzas sociales, expresadas a través de formas políticas, en un marco más difícil, por ejemplo, que el afrontado por Rafael Correa. Si hubiera que hacer una caracterización gruesa diría que Brasil se ubica en el eje nacional popular. Chile, en cambio, vivió una transición mediante el pacto con las fuerzas del pasado. Solo ahora, a través del movimiento estudiantil y una protesta más fuerte, hay un realineamiento hacia la izquierda. En Uruguay todo está en la balanza. Teníamos antes a Tabaré Vázquez. Después del ALCA se fue a los Estados Unidos a tratar de establecer un acuerdo comercial, que no consiguió. Era incompatible con las reglas del Mercosur. Encontró oposición interna de su partido en la persona de Reinaldo Gargano, el canciller que era un dirigente histórico del Partido Socialista en la tradición de Vivian Trías. Con Pepe Mujica las cosas han mejorado, pero igual Uruguay sigue siendo un país que está un poco en la balanza.
–¿Qué tipo de intelectual es usted?
–Un intelectual tradicional sería incompatible con el tipo de posición política que siempre mantuve. No defiendo cosas en las que no creo. Y como un intelectual orgánico participo en el quehacer público. Por ejemplo, al dar una entrevista y opinar sobre lo que pasa. Yo pongo juntos el quehacer intelectual y la actividad política. Antonio Gramsci decía que un intelectual orgánico tiene la práctica de la articulación. Un periodista y un organizador sindical podían serlo. Finalmente, el intelectual orgánico y el militante son una misma cosa para Gramsci.
–Y, como intelectual orgánico tal cual se define, ¿cuáles son en su opinión los principales desafíos regionales de aquí en adelante?
–En temas más globales el desafío fundamental para América latina en los próximos años es cómo conectar dos ideas que en principio son difíciles de combinar: el principio de la autonomía y el principio de la hegemonía. No hay expansión de un sistema democrático sin un sistema de proliferación de cadenas que amplían las demandas. Eso es lo que implica la autonomía. Pero, al mismo tiempo, si esas formas autónomas de la voluntad de las masas no son unificadas en torno de ciertos significantes centrales, no habrá acción a largo plazo. Una de las cosas que me preocupa de los movimientos libertarios en Europa es que ellos enfatizan casi exclusivamente el momento de la autonomía. Pero sin voluntad de construir un Estado alternativo, las voluntades tenderán a diluirse. Y del otro lado, insistir exclusivamente en el momento de la hegemonía negando el momento de la autonomía es pecar de un hiperpoliticismo que niega a los movimientos sociales en su autonomía. Ese es el dilema: cómo unificar la dimensión horizontal y la dimensión vertical. Me parece que no lo están haciendo mal el chavismo en Venezuela, la revolución ciudadana en Ecuador, Evo Morales en Bolivia y hasta cierto punto el kirchnerismo en la Argentina.
–¿Por qué dice “hasta cierto punto”?
–En la Argentina todavía no se logró una confluencia completa entre el momento autónomo de la voluntad de los sectores populares y el momento de la construcción del Estado. Está en proceso. Faltaría todavía la confluencia de las dos dimensiones. Desde el 2001 se dio una enorme expansión horizontal de la protesta social: las fábricas recuperadas, los piqueteros, etcétera... Por otro lado, el kirchnerismo intenta construir un Estado popular. La confluencia en cualquier régimen es difícil. En el caso argentino se dieron avances decisivos aunque no se plasmó en fórmulas.
–¿Qué retardaría esa confluencia?
–Lo que puede retardarlas es una tendencia de los movimientos sociales a afirmarse como completamente independientes del Estado, tal cual ocurre con los indignados en España. Y lo que puede retardar la confluencia a nivel del momento hegemónico sería una tendencia centralizante que ignore la autonomía. En Grecia hay una confluencia de las dos dimensiones. Jean-Luc Mélenchon trata de hacerlo en Francia.
–¿Cómo juegan los conflictos en esa confluencia que usted preconiza?
–Por un lado está el institucionalismo. La idea de que toda demanda puede ser vehiculizada a través de los aparatos del Estado. Por otro el populismo: la ruptura frente al poder. Las dos tendencias consideradas a fondo y en términos absolutos son incompatibles. Hay que encontrar un intermedio. El conflicto no debe ser erradicado con la concepción de que toda demanda puede ser absorbida por el sistema, como lo pensaba (el primer ministro británico entre 1874 y 1880) Benjamin Disraeli con la idea de One nation, una nación. El proyecto del populismo sería que las demandas se aglutinen alrededor de un punto ruptural y que entonces exista un conflicto que no pueda ser obturado por nada. El institucionalismo puro lleva a la ausencia de política, porque busca que toda demanda pueda ser mediada administrativamente. El populismo puro también lleva a la ruptura de la política, porque no habría ninguna mediación. La idea gramsciana es la construcción de una mediación política. En eso estamos. Jorge Abelardo Ramos decía que la sociedad nunca está polarizada entre el manicomio y el cementerio. El jacobinismo extremo fue una forma de manicomio de lo político. El pueblo era definido de una forma cada vez más aberrante y no había ninguna posibilidad de construcción política institucional. El institucionalismo es la sustitución de la política por la administración. Julio Argentino Roca pedía paz y administración. En la bandera brasileña esa verdadera iglesia de Brasil que fue el positivismo de Augusto Comte puso “Ordem e progreso”. Si la realidad avanza solo por lo institucional, se consolidará el poder corporativo. Si solo avanza el populismo, no habrá un marco institucional para lo social.
–¿Cuál sería hoy la situación de la Argentina al respecto?
–No estamos mal. Existen fuerzas autónomas y existe un Estado que tiene capacidad de respuesta frente a las pulsiones sociales.
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