lunes, 18 de octubre de 2010

"Tocados por la manía de la independencia"


Por Miguel Ángel De MarcoPara LA NACION
Domingo 23 de mayo de 2010

El 2 de mayo de 1808, el pueblo de Madrid se enfrentó a los veteranos mamelucos franceses frente al Palacio Real y en sus proximidades, y les provocó contundentes pérdidas. Las mujeres usaron sus tijeras y los hombres sus navajas. El pueblo se alzaba contra el rey José I, impuesto por el invasor, mientras Fernando VII, tras abandonar cobardemente su patria para ponerse en manos de Napoleón, gozaba de un cómodo exilio en Valencais. Esa misma tarde, en las cercanías de la capital, un manifiesto escrito por otras manos pero firmado por los alcaldes de Móstoles llamaba a la resistencia a los españoles. Las tropas del emperador, al mando de Joaquín Murat, quebraron la resistencia de los oficiales del Cuartel de la Montaña y fusilaron a centenares de vecinos en la Moncloa. Si faltaran documentos escritos, bastarían los dramáticos lienzos de Goya para reflejar aquellos cruciales momentos.

Toda España se levantó contra el extranjero y, para armar la resistencia, constituyó un sistema de juntas provinciales y locales, unificadas, si esa expresión puede resultar valedera para el indomeñable localismo peninsular, por un órgano central. Mientras militares y pueblo enfrentaban a las tropas más disciplinadas de su tiempo y les infligían la derrota de Bailén, las noticias de lo ocurrido llegaban en lentos veleros a los distintos puntos del imperio, y despertaban el dormido anhelo de independencia de los americanos. Como diría Cornelio Saavedra en los días de mayo de 1810, "la breva estaba madura".

Los criollos y no pocos españoles del Nuevo Mundo querían sacudirse el yugo de los borbones que aplicaban un insufrible sistema centralista que repercutía en casi todos los actos de la vida pública y privada de los habitantes. Tal efervescencia había sido advertida por ministros lúcidos, como el célebre conde de Aranda, que a fines del siglo XVIII pretendió crear especies de reinos autónomos ligados a la metrópoli pero atentos a las conveniencias de respectivas realidades locales.Los reyes y sus favoritos ajustaron una y otra vez el incómodo yugo.

Si bien las personas letradas conocían y apreciaban a los autores del Siglo de las Luces y estaban al tanto de los fundamentos de la revolución de las colonias norteamericanas de 1776, como de los sucesos de la Francia republicana que destronó a Luis XVIII, la mayoría tenía motivos más concretos y cotidianos para el descontento. El absolutismo borbónico dejaba poco espacio a sus deseos de participar en el gobierno y en la vida económica.

En 1806,una expedición militar británica, cuyo objeto era abrir nuevos mercados para los excedentes de la Revolución Industrial y coadyuvar a los propósitos independentistas de los americanos residentes en Inglaterra encabezados por Miranda, fue expulsada por el pueblo de Buenos Aires tras pocos meses de dominio; un segundo intento, luego de hacer pie en Montevideo, resultó frustrado por los recién formados cuerpos de milicias de criollos y españoles. El vigor y entusiasmo de los vecinos en armas advirtió a éstos de su propia fuerza. Fueron los nuevos jefes, oficiales y soldados, que hasta hacía poco habían sido empleados, comerciantes, dependientes y peones rurales, quienes desalojaron del poder al virrey español Sobre Monte y pusieron en su lugar al héroe de la Reconquista, Santiago de Liniers.

Objetivos revolucionarios

Destronado Fernando VII y alzada España contra el invasor francés, casi todo el Imperio español quiso la independencia, y adoptó el sistema de juntas como paso intermedio para alcanzar ese objetivo.

A pocos días de producirse los sucesos que culminaron con el establecimiento del primer gobierno patrio, el comandante del Apostadero Naval de Montevideo, José María de Salazar, que como muchos otros altos funcionarios españoles no se engañó sobre los verdaderos objetivos de los revolucionarios, advirtió a sus superiores metropolitanos: "Todo está dislocado, el mal es muy grande y los remedios deben ser prontos y activos. No hay un cuerpo que no esté contagiado, y corrompidas sus costumbres religiosas y morales". E insistía: "Milicia, clero secular y regular, cabildos eclesiásticos y seculares, todos lo están más o menos y todos están también tocados de la manía de la independencia, y creyendo ver en ella todas sus felicidades, hasta el sexo femenil participa de esta locura. La maldita filosofía moderna, el trato con una multitud de extranjeros introducidos en estos países en estos últimos tiempos: ingleses, americanos, portugueses, y peores que éstos, franceses, italianos y genoveses [sic], esta es la verdadera peste de estos dominios que si no se extermina acabará de perderlos".
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