Por: Matías Méndez
Especial para Infobae, publicado el 7 de septiembre de 2014
La novelista María Rosa Lojo habló con Infobae sobre su nuevo
libro "Todos éramos hijos", una historia de iniciación que indaga
sobre el impacto de los cambios religiosos durante los años previos al golpe de
Estado. "No todo fue militancia, había que seguir viviendo", afirmó
La literatura argentina entregó muchas páginas a la década
del 70. Sin embargo, no fueron tantas las que eligieron una voz narradora que
mire desde una adolescente sin compromiso con la militancia. María Rosa Lojo se
para desde ahí y, como lo hizo en Arbol de familia, mira hacia su propio
pasado. En esta ocasión, para componer a Frik, una joven introvertida,
solitaria y reflexiva que pasa ese momento crítico de la vida que es la
adolescencia durante los años previos al Golpe de Estado que abrirá el negro
período de la dictadura militar. Frik es la protagonista de la última novela de Lojo, "Todos éramos hijos", que Sudamericana distribuye por estos días.
Frik estudia su último año en un colegio católico de Castelar
que sufrirá cambios profundos a la luz del Concilio Vaticano II y la cumbre de
Obispos de Medellín de 1968: monjas y curas jóvenes abandonan el Convento para
ir a vivir a los barrios, al mismo tiempo que docentes y alumnos se suman a la
militancia que en poco tiempo se convertirá para algunos en guerrilla armada.
Las discusiones entre padres antiperonistas e hijos que
abrazan la lucha mientras esperan la llegada del viejo líder; la naturalización
de la violencia y la vida cotidiana en las familias de clase media que son
testigos y actores de cambios vertiginosos en muy pocos años; las dudas de una
adolescente que ve a su lado como los cambios políticos se hacen carne en sus
amigos mientras conversa con su padre, un militante republicano que llegó de
España escapando de Franco y que ve en Perón la misma cara del que lo arrancó
de su tierra; son algunas de las escenas que María Rosa Lojo narra con la
dulzura de quién escribe algo que durante muchos años mantuvo guardado para
esperar el momento preciso de darlo a conocer. Se trata de su propia historia y
también de los poemas que abren cada uno de los actos de la novela y que la
autora guardaba desde aquellos años en que decidió ser escritora.
En esta entrevista con Infobae, Lojo habla sobre los primeros
años de la década del 70, del cambio que produjo en la Iglesia la Teoría de la
Liberación y de por qué decidió que su compromiso social estaría dado por la
escritura.
-¿Junto con Arbol de familia, este es su libro más personal?
Arbol de familia y esta son novelas de la memoria en las que
por supuesto estoy muy involucrada, no sólo como persona sino como sujeto
colectivo. El libro está escrito desde ahí pero no para mostrar esa generación
o esa familia como bloques monolíticos, sino todo lo contrario: para mostrar la
dimensión existencial profunda que tuvieron los conflictos que vivimos y lo que
nos costó a muchos llegar a crecer. Algunos quedaron en el camino porque ese
proceso de crecimiento les costó la vida.
-El libro tiene la particularidad de abordar algo diferente a
lo que escrito acerca de los setenta: la vida cotidiana de alguien que no es
militante política pero que tampoco es ajena a ese mundo. ¿Esa fue la
intención?
El personaje de Frik, que es la mirada narradora, es un
personaje reflexivo por antonomasia, lleno de perplejidades, dudas y
vacilaciones y justamente por eso no se puede reflejar como otros en las
certezas. No lo digo en un sentido despectivo porque son opciones. Algunos
amigos de Frik, a los que ella quiere mucho, toman esas opciones como mucho
coraje y, de alguna manera, también son refugios contra la intemperie y la
incertidumbre de la vida. Ella duda del sentido mismo de la vida y elige seguir
viviendo. En efecto había una vida cotidiana en los 70, era un mundo cruzado
por la violencia en donde además había una aceleración histórica impresionante.
Del 70 al 76 ocurrió de todo en Argentina.
-Son años en los que pasa de todo.
Pasa de todo y mientras tanto había que seguir viviendo. Eso
nos ocurrió a los que transitamos esa época siendo muy jóvenes. Había una vida
cotidiana y había que seguir en la lucha por las cosas que construyen la vida
común. No todos fueron militantes, no todos fueron militantes armados y muchos
se dedicaron a trabajar y estudiar dentro de sus posibilidades, esperando a ver
si los tiempos mejoraban y si era posible hacer un cambio que todos querían,
aunque no todos eligieran la misma manera.
-¿El repudio a la violencia estaba presente o era algo mal
visto?
Estaba naturalizada la violencia. No sé si uno se había
acostumbrado a que la violencia política ocurriera diariamente pero en mucha
gente había un cansancio. Cuando a la violencia política se suma el desmanejo
de la economía y el derrape de la orientación del país, se crea una especie de
clima propicio para que se geste el golpe militar. Mucha de la gente adulta lo
acepta en un principio. Hoy vemos a la dictadura con el diario del lunes pero
antes que eso sucediera y con una figura que había sido tenebrosa como López
Rega y otra inoperante como Isabel Perón, hay en una franja importante de la
sociedad una cierta aceptación del golpe de Estado.
-En la novela queda planteado y dice: "No se imaginaban
que la violencia podía ser aún peor".
Eso fue una sorpresa atroz para la Argentina. El tipo de
violencia que practicó el llamado Proceso fue inédita, fue algo que excedía
todo el imaginario de la violencia en Argentina.
-El escenario es el Sagrado Corazón de Castelar en donde
usted se educó. ¿Esa educación religiosa estaba muy influenciada por el clima
del Concilio Vaticano II? ¿Cómo repercutía eso en los religiosos y en los
alumnos?
Fue un giro muy importante. Era un colegio ceremonioso con
monjas que en sus cofias tenían canutillos como en el siglo de oro y en donde
había un rito de premios semanales y cosas muy graciosas vistas desde ahora.
Ese mundo desaparece con el Concilio, que instala la urgencia de ocuparse de
los más necesitados. Miembros de la congregación abandonan la morada conventual
que estaba dentro mismo del colegio y se van a las zonas periféricas a convivir
con la gente común. Algo similar hacen seminaristas y curas jesuitas que
pasaron por mi escuela.
-Es un compromiso muy fuerte y que se expresa en cuestiones
concretas.
Se comprometen de una manera práctica y concreta con la vida
cotidiana de los pobres. Los cambios eran tan grandes, por ejemplo la misa se
deja de decir en latín. Hay en sacerdotes, seminaristas y en la gente joven la
percepción de que ese cambio se hará carne en la sociedad. Que va a dejar de
haber pobres en un futuro inmediato. Cuando el retorno de Perón no parece
colmar estas expectativas y se ve la distancia entre realidad y deseo, es
cuando parte de esta generación que se ha comprometido profundamente opta por
pasar a una acción clandestina porque ven que no lo pueden lograr de otra
manera. Muchos lo hacen desde la fe católica.
-¿En ese clima de la Iglesia se estaba gestando el Papa que
iría a asumir cuarenta años después?
Sí. No conozco al Papa personalmente, pero sé que algunos de
los jesuitas que traté en aquella época sí lo conocieron. Es más, uno de ellos,
Leandro Pastor, a quién menciono especialmente porque le estoy muy agradecida
por el material que me acercó, fue compañero del Papa en el seminario y ahora
lo fue a ver a Roma. Fueron momentos muy complicados, en el que finalmente la
teología de la liberación terminó dando un paso atrás porque no fue la
tendencia dominante en la Iglesia posterior, pero la semilla quedó. Eso
fructifica en manifestaciones como por ejemplo el movimiento de curas villeros
y el trabajo que hacen hoy en los sectores más desposeídos.
-¿Hay alguna relación entre ese compromiso de fe y el hecho
de que parece no importar si en la lucha se pierde la vida? Lo digo pensando en
el valor cristiano de la trascendencia después de la muerte.
La cercanía la veo en la imitación de Cristo, que se había
inmolado por los demás. Incluso en el revolucionario ateo está esta idea de que
el buen revolucionario se inmola por la comunidad y que no importa si su generación
recoge sus frutos porque la próxima lo hará. Esa idea estaba y en algunos casos
la han dejado escrita. Recuerdo las palabras de alguien a quién conocí que
llega a decir en una carta a su mujer y su hija que era chiquita, "que
importa que pierda la vida si todavía hay chicos en el mundo que pasan hambre,
mi vida no tiene ningún valor frente a esto". Son palabras que se
asumieron.
-Sobre el final del libro, uno de los protagonistas dice
"ninguna sociedad cambiaría sin las personas comunes". ¿Es esa una de
las claves de su novela?
Sí, creo en los cambios paulatinos, continuados y sostenidos
en el tiempo. Si todas las personas comunes nos comprometiéramos desde la
acción civil pacífica para lograr un cambio en la sociedad, el cambio se daría.
Es muy difícil conseguir este consenso. Si todos nos comprometiéramos a hacer
lo que podemos en nuestro lugar y en un sentido hacia la misma dirección, por
ejemplo terminar con la inequidad y lograr una mejor educación, seguro la
sociedad cambiaría. Esa fuerza no se puede comprar ni reemplazar por nada.
-Usted también expone otra discusión de la vida cotidiana de
los setenta que es el debate entre lo hijos seducidos por el peronismo y sus
padres de clase media antiperonistas. ¿Usted también lo vivió?
Lo viví desde otro lado, un poco en como lo vive la
protagonista Frik con su padre, un republicano que había combatido en la guerra
civil española, que ha perdido su país y la tierra propia, pero nunca la
identidad. Para el padre de Frik, Perón es una figura más cercana al fascismo y
a Franco que al socialismo por el cuál él había luchado. Intenta transmitirle
esa desconfianza que la inspira la figura de Perón a uno de los amigos de Frik,
Esteban Milovich, que es el que se compromete con la militancia armada. La
clase media argentina de los padres de aquel tiempo eran en buena parte
antiperonistas.
-Usted alguna vez se definió como "exiliada hija".
¿En la relación de la protagonista con el padre está reconstruida su propia
relación?
Sí, fue así en mi vida. Mi papá era una persona bastante
solitaria en la vida que llevó en Argentina. Trabajaba como un burro de sol a
sol y se dedicó a su familia. No siguió con su militancia pero no había
abandonado sus ideas. Creo que encontró en mi a alguien con quién podía hablar
de esas ideas porque con la familia de mi mamá era más complicado discutir de
este tipo de cosas. Toda esa carga de haber sufrido la pérdida de la tierra mis
padres la vivieron cada uno a su manera. Ninguno de ellos renunciaba al sueño
de volver a España, a tal punto que yo durante mucho tiempo no me terminaba de
sentir argentina, era como que la vida había quedado en suspenso y estábamos en
una sala de espera. Todo eso está en esta novela, esa sensación de pérdida y de
añoranza. También de pesimismo y de soterrado temor hacia todo lo que oliera a
autoinmolación. Creo que es una de las razones, aparte de mi carácter y mi
personalidad, por las cuáles eso no me tentó. De alguna forma era como si la
generación de mis padres ya lo hubiera agotado. Se habían quemado en ese fuego.
No sin culpa que la siento hasta hoy, la culpa de los sobrevivientes que es una
culpa social muy fuerte. Sobreviviente de una familia que había sido diezmada
por una guerra civil y también sobreviviente de una generación que fue diezmada
por otro tipo de conflicto en Argentina. No sin esa culpa, finalmente acepté
que mi manera de servicio a la sociedad era escribir los libros que escribo.
-En la historia de la inmigración del siglo XX en Argentina
está la sensación de historias no cerradas y que están simbolizadas en los
viajes de nietos y bisnietos para buscar la casa de sus abuelos en Europa.
Sí, totalmente, porque las familias no acaban con la
generación que está viva. Tienen raíces profundas en el tiempo y uno es un
eslabón de la cadena y necesitamos sentirnos en la cadena para poder reanudar
nuestra historia y ordenar también la cadena.
-Usted hablaba de su compromiso y en la novela hay una línea
en donde creo queda plasmada su convicción. Es cuando dice de Frik "ahí
supo que el pensamiento siempre se escribía mejor bajo el modo de la
ficción".
Estuve dudando entre Filosofía y Letras y después pensé que
nunca iba a poder hacer pensamiento puro, sistemático, aunque no necesariamente
la filosofía tiene que ser sistemática. Lo mío era otra cosa: la vida
encarnada. Y que en esa vida, en situaciones concretas y mediante una
imaginación creadora, era lo que podía desplegar y desarrollar y que también
estaba cargado de pensamiento. Los referentes que tengo son autores que han
creado obras cargadas de pensamiento y de poder simbólico. Esa capacidad del
golpe simbólico que tiene la literatura es admirable y no es reemplazable por
otra cosa.
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