Ofrecemos aquí cuatro textos
publicados en periódicos de Buenos Aires a raíz del fallecimiento del gran
historiador. Una forma de reflexionar sobre su obra, valorar sus aportes y
honrar su memoria con gratitud.
Podés hacer aquí tus aportes.
Tulio Halperin Donghi. Nos hará
falta
Por Beatriz Sarlo
Investigadora y ensayista
Publicado en Perfil, 15 de
noviembre de 2014
Ayer, 14 de noviembre, a la una
de la madrugada, murió en Berkeley el más grande historiador argentino, Tulio
Halperin Donghi. Hace menos de un mes, durante toda la tarde, leí su último
libro, El enigma de Belgrano. Este hombre, nacido en 1926, me sorprendió una
vez más con una especie de Idiota de la familia rioplatense cuyo protagonista,
a diferencia del Flaubert de Sartre, fue formado por sus padres para ocupar
precisamente un lugar distinguido en la historia de la Nación. La ironía, como
siempre en Tulio Halperin, gobierna el despliegue de azares y contingencias.
Cerré el libro con ánimo feliz, preguntándome cómo era posible que un hombre de
casi noventa años hubiera escrito esa prosa tan precisa y, sobre todo, tan
facetada, tan bifronte, donde la ironía encuentra su perfección formal.
La prosa de Halperin fue
legendaria entre admiradores y críticos. Hijo de un profesor de lenguas
clásicas y de una profesora de literatura italiana, encontró la forma más
adecuada a un pensamiento que jamás era lineal ni se sostenía en una sola idea.
Cada frase mantiene un diálogo imaginario con las posibles objeciones; cada
frase mira lo que dice y lo que se podría decir.
Halperin estableció una vasta y
compleja arquitectura de ideas e hipótesis sobre la historia argentina en
libros como Revolución y guerra, Argentina en el callejón, Una nación para el
desierto argentino y decenas de monografías sobre intelectuales y políticos.
Nunca tuvo supersticiones nacionales frente a la historia y sus próceres. Al
escribir esta vida de Belgrano, que según nos cuenta, habría debido formar
parte de su último libro de historia intelectual Letrados y pensadores,
Halperin seguía siendo un hombre de inteligencia indómita, frente a la muerte
que se aproximaba. Lo imagino con la seguridad de alguien que sabe que la obra
escrita durante más de medio siglo tiene la fuerza de las grandes
interpretaciones. Se había ganado el derecho de mirar a Belgrano con ironía
benevolente. Este último libro parece escrito por un hombre mucho más joven. O quizás
debería invertirse la afirmación: desde joven, sus libros parecen escritos por
un historiador completamente maduro, a quien la madurez no ha quitado la
audacia. Publicó Revolución y guerra, obra grande y original, a los 45 años.
En Son memorias, Halperin se
definió como un “pesimista agnóstico”. Esa definición es la divisa de su
estandarte. Como historiador, no sucumbió a ninguna ilusión gratificante, ni
moralizante, ni aleccionadora. No buscaba establecer una verdad que prestara
servicios en el campo político. Juzgaba que los esfuerzos del revisionismo eran
intentos de “militancia retrospectiva”. Pero su trabajo contradijo también las
versiones canónicas de la llamada historia liberal, aunque no les dedicara un
librito tan perspicaz como el que dedicó a los revisionistas. La obra de
Halperin era la crítica práctica de los historiadores que lo precedieron. De
todos modos reconoció en algunos de ellos la búsqueda de documentos y, como en
el caso de Mitre, el gran relato de historia militar y política. Un
revisionista como Eduardo Astesano mereció su respeto. A otros simplemente no
los tomó en serio.
La “militancia retrospectiva” se
opone, por cierto, al “pesimismo agnóstico” con que Halperin define su ética de
historiador. El pesimista se resiste a identificar, en el pasado que investiga,
las huellas y signos de un inevitable progreso. La historia política argentina
del siglo XX le dio pruebas suficientes de que el pesimismo no era una
perspectiva equivocada si se tienen en cuenta los golpes militares y la
imperfección institucional. No creo, en cambio, que fuera un “pesimista” frente
a la historia del siglo XIX.
Habría sido difícil
preguntárselo, ya que Halperin tenía una capacidad infernal para no colocarse
en la perspectiva de ese interrogante. Como un vanguardista, siempre se
desmarcaba. Borges se desmarcaba con una frase; Halperin podía ofrecer una
interpretación extensa, en la que de a poco, iba cambiando los términos del
interrogante que, al final, siempre quedaba como prueba de una inquietud
equivocada o de una objeción sin base. Su talento brillaba en el desmarque.
Por supuesto, Halperin no podía
ser otra cosa que agnóstico: no creía en los fines inevitables, ni en los
orígenes que imponen recorridos futuros. No creía en ningún Ser o Destino que
diera fundamento a la Nación. Conocía demasiado de la historia argentina y
latinoamericana para cultivar esa fe consoladora. Era un espíritu radicalmente
laico, precavido por el escepticismo. Todo eso fundido en un temperamento
irónico: incluso formalmente irónico, porque en cada frase dejaba al
descubierto el deslizamiento inevitable del sentido hacia otros sentidos, de
una hipótesis hacia otra.
Escuchaba con generosidad y
atención, pero le incomodaban los acuerdos en las discusiones, como si un
acuerdo mostrara que alguno de los interlocutores no hubiera avanzado lo
suficiente en sus argumentos. Por supuesto, era casi imposible ganarle una
discusión, aunque no renunció al acuerdo para condenar la monstruosidad del
régimen militar o la inconsistencia del populismo y sus dirigentes.
La Argentina lo obsesionaba.
Hasta los últimos días, en su casa de Berkeley, leyó todos los diarios, todas
las noches. No puedo callar una anécdota rara en un hombre que practicaba una
cortesía casi pasada de moda. En 1989, en un bar de Berkeley, frente a la
Universidad, lo esperábamos dos o tres argentinos y el historiador y cientista
social mexicano Enrique Semo, a quien le habíamos preguntado sobre su país.
Cuando llegó Halperin, no bien se sentó y comprobó que esos argentinos
estábamos hablando sobre México con su amigo Semo, dijo, como si propusiera el
más natural cambio de tema: “Bueno, hablemos un rato de Argentina, que es tanto
más interesante”. Y la conversación viró, si mal no recuerdo, hacia Juárez
Celman.
En Berkeley, hasta el fin, su
gran amiga fue la crítica cultural Francine Masiello, especializada, por
supuesto, en Argentina. Hace unos meses, ella me envió la última fotografía que
tengo de Halperin: pantalón claro, saco azul, un hermoso bastón sostenido en el
puño izquierdo, y el brazo derecho levantado como si estuviera en medio de un
argumento. La última vez que nos vimos fue en mi casa. Estaba también Graciela
Fernández Meijide. Sin pensarlo mucho, quise que se conocieran esa noche.
Conversamos hasta las tres de la mañana.
Lo extrañaremos y nos hará falta.
Hace poco escribí una frase que él consideró ridícula. Escribí: “Halperin
Donghi es un genio”. La inteligencia era una parte de su fascinación. La otra,
más compleja, era la rarísima mezcla de mordacidad y benevolencia, una mezcla
que parece imposible. A medida que fue envejeciendo no abandonó la ironía, pero
se volvió más bondadoso. Cuando terminó la dictadura y nos visitó en los
tempranos 80, dejamos de temerle y, más tranquilos, pasamos simplemente a
admirarlo.
Halperin Donghi como intelectual
argentino
Por Horacio González
Director de la Biblioteca
Nacional, Buenos Aires
Publicado en Página 12, 19 de
noviembre de 2014.
Pertenecía al mismo tipo de
problemas que afrontaban los grandes historiadores: ¿dónde poner la “muerte del
rey”? Un suceso que es conmovedor en el momento en que ocurre y luego es
sometido al olvido que se va despilfarrando en placas, conmemoraciones y el
propio afán ceniciento de los historiadores. Ese es el tema clásico que suscitó
siempre el mayor libro de renovación de la historiografía del siglo XX, El
Mediterráneo en la época de Felipe II, donde Braudel coloca al final de su
voluminosa investigación y escritura el fallecimiento del monarca, pues si
tanto había interesado a sus contemporáneos, ahora era apenas un manojo de
papeles o una lápida perdida ante lo que realmente importaba, los grandes
ciclos en los que la historia amasa su tiempo real, material. Su tiempo
somnoliento, en que la cultura que producen los hombres se asienta sobre moldes
perezosos al cambio, pero las pasiones políticas hacen subir y caer
constantemente a sus fugaces figuras. El pensamiento real que las abrigaba se
ha perdido, y el historiador tiene que tratarlo como si fueran losas hundidas
en la tierra, que sólo revelan un fragmento de su secreto. Se tienta con esos
despojos, juega a descifrarlos y descubre que eran pequeñas criaturas que
vivían en un mundo de simulaciones, finalidades frustradas, lucimientos
usurpados, inútiles pasiones.
Halperin se declaró impresionado
por Braudel, pero su manera historiográfica consistió en la creación de una
escritura que debía fusionarse con la imposibilidad de captar el tiempo pasado,
por lo tanto ella tenía que poseer los mismos arabescos, hilachas e incertezas
del tiempo. Todo debía ser paradójico, contingente y cómico, pero transfigurado
en una arcilla irónica que mostrara que cada momento histórico y cada personaje
no tenía modo de saber lo que hacía y en qué consistía. Para llegar a esta
exquisita noción tuvo que escuchar –pero pasando de largo– a sus contemporáneas
compañías intelectuales, los estructuralistas, existencialistas, fenomenólogos,
gramscianos, marxistas, luckascianos, semiólogos, etc., que sólo dejaban en él
alguna astilla perdida, alguna palabra que reutilizaba en silencio y con cierta
mordacidad, prefiriendo el concepto de “estilización” para describir algún
momento erróneo en que las cosas parecían fijarse inopinadamente, pero para
marchar luego a su propia agonía.
Quizá su mayor fracaso, pero
ilustre fracaso, fue su escrito sobre José Hernández: en el intento de explicar
por qué lo que llama un “periodista del montón” se convierte en el autor del
Martín Fierro, no consigue llegar al corazón del problema artístico, aunque
atina a llamar misterio y enigma a esa transformación de una escritura
periodística en una indescifrable poética, resistente a su reducción a los
vericuetos, aun los tan hondos, que practicó con su historia social. Más
difícil es penetrar en las razones últimas de su acritud hacia notorios
episodios históricos actuales o pretéritos, que se complacía en describir con
ácidas viñetas, con una mortificación que –a diferencia de Martínez Estrada, al
que de alguna manera se le parece– parecía una toma de partido desafiante,
destinada a provocar el enojo de los que consideraba escritores presos de una
demonología o de las esfinges míticas que toda historia nacional contiene. A
diferencia del prudente Braudel, no puso al final de sus obras “el
fallecimiento del rey”, considerando el pasado como el anticipo irónico del
presente, lo que le permitió su inclemente ejercicio de prevenciones y
denuestos.
Su combate por la historia, sin
duda inspirado en el de Lucien Febvre, no se privó de un fino desprecio hacia leyendas
que no siempre eran vanidosas o ridículas, pero lo sublimó en un tipo de
narración histórica en la que se solazó con su capacidad satírica, la que sólo
producen los escritores bien dotados. A su manera, fue un ensayista, y lo fue a
la manera argentina, pero cambiando los modos de la estridencia por un
esteticismo vitriólico, que hacía latir entre las conmociones visibles de las
sociedades que estudiaba. Eso le permitió crear su estilo, donde el libelo
sutil convivía con las quebradizas temporalidades del relato. Halperin
participaba por igual de la tradicional historia de las ideas, de la
aristocrática malevolencia de un Montaigne o del rigor para combinar vida
económica y orden moral, tomado de José Luis Romero, aunque dándole si cabe un
empujón más hacia el abismo, donde ya se encontraba el 18 Brumario de Marx, su
modelo secreto de narratividad histórica.
Pero como hombre ligado
profundamente al conservadurismo del alto linaje nacional de las academias,
desdeñosas pero dolientes, se refugió finalmente en una gran melancolía de
combate. Fue un intelectual argentino que todo lo tomó de una inspiración
profunda para revestir tal condición: el que veía que un mundo anhelado e
indefinible se iba escurriendo. Quizás un mundo imposible, donde las palabras
coincidieran con los hechos. Y en ese desvanecimiento de lo argentino, se
tornaba un representante ejemplar de la vida intelectual argentina
caracterizada por su disconformidad con esas mismas singularidades que el país
había producido. Y lo hizo en pliegos de escritura de gran suntuosidad. En ese
sentido, Tulio Halperin Donghi es uno de los grandes intelectuales argentinos
–como se diría hoy: un gran disidente– que mucho hereda de actitudes similares
habidas en nuestro pasado nacional. No en lo ideológico de la política, no en
los modos políticos de acción, pero sí en lo que lo lleva a la escritura
desesperante, situada entre lo que alarma y lo que apena. Y allí podemos verlo
en espejo en ciertos tramos de un Sarmiento o de un Vicente Fidel López, que llevan
ese mismo sello. En Halperin no costaba descubrirlos en los tejidos internos de
su labor de historiador, donde refugió su raro recelo argentino por la
Argentina.
Tulio Halperin Donghi en la
historia argentina
Por Federico Finchelstein
Director del departamento de
Historia de la New School for Social Research
Publicado en La Nación, 21 de
noviembre de 2014.
Nueva York.- Escribo estas líneas
con profunda melancolía. La Argentina ha perdido a su pensador histórico más
brillante. Aquel cuyas ideas fijaron, durante muchas décadas, los marcos de
debate y producción histórica.
Tulio Halperín Donghi es el autor
del libro de historia general más relevante que se ha escrito sobre América
latina, y también tiene obras sobre historia europea e historiografía
latinoamericana. Sin embargo, su legado más amplio es su trabajo sobre la
historia de nuestro país.
Sus investigaciones sobre la
independencia y la genealogía de la Argentina a través de la revolución, el
faccionalismo y la guerra interna son esenciales para entender los comienzos de
nuestra patria. Sus lecturas y sus obras sobre los siglos XIX y XX
establecieron los paradigmas principales para pensar nuestra problemática
histórica. Por ejemplo, sus incisivos análisis de los ocasos y renacimientos
peronistas permiten entender con claridad este fenómeno político que para otros
es difícil de explicar. Para Halperín, el peronismo se explica de forma
compleja, como un universo de ideas y prácticas provenientes del mundo de
entreguerras que creó una forma autoritaria y vertical de democracia con
múltiples espacios de acción por derecha e izquierda. El peronismo era un
elemento cambiante y no una esencia de la historia nacional. No lo concibió
nunca como un factor extraño, pero tampoco como una realidad necesariamente
permanente.
Su obra ha influido en todos los
historiadores profesionales que trabajan sobre nuestro país. Recuerdo que
cuando yo era estudiante en la carrera de Historia de la UBA en la década del
noventa, todos (profesores y estudiantes) planteaban recurrentemente la
necesidad de decir algo distinto que Halperín y pocos podían hacerlo. Por
ejemplo, dar una nueva visión sobre la relevancia del faccionalismo en la
Argentina del siglo XIX o discutir en serio su idea de que la Argentina nació
como un país liberal. De todas formas, discutir a Halperín era, y es, muchas
veces un ejercicio retórico más que práctico. Eso se debía, y se debe, a varias
razones. Quizá la principal, más allá de sus brillantes ideas y argumentos, sea
que, como ha notado hace unos días Beatriz Sarlo, sus libros presentan
distintos argumentos convergentes y a veces mutuamente excluyentes. Sus
hipótesis se presentan y se discuten primero en sus propios libros. Su prosa,
difícil pero riquísima, no es fácil de leer, pero para los lectores los premios
intelectuales son impresionantes.
En lo personal tuve la suerte de
conocer bien a Tulio Halperín. Primero, como estudiante en la UBA era fácil
encontrar a Tulio solo leyendo en las bibliotecas y archivos (a diferencia de
muchos de nuestros profesores de entonces). A pesar de que vivía gran parte del
año en Estados Unidos, cuando visitaba Buenos Aires parecía estar en todos
lados (conferencias, encuentros, clases y centros de documentación). Su
generosidad con los estudiantes y su jovialidad e ironía eran ejemplares.
Recuerdo que en un curso semestral que dio en la calle Puán en la Facultad de
Filosofía y Letras Tulio siempre insistía en no terminar la clase si los
estudiantes no le hacían preguntas. Luego, como colega y amigo en Estados
Unidos, pude apreciar también la generosidad de Tulio, su profundo interés en
establecer diálogos con las generaciones de jóvenes historiadores. Cuando,
irónico y risueño, hablaba de las fuentes, parecía como si imposiblemente los
hubiera conocido y escuchado a todos, de Sarmiento a Mitre. Con el paso de los
años, ya dedicado al estudio de la historia intelectual y la política del siglo
XX, éste fue muchas veces el caso, desde los intelectuales argentinos que
conoció o escuchó en el periodo de entreguerras a Cristina Fernández de
Kirchner.
El encuentro con Tulio en el café
Tolón, en la avenida Santa Fe y Coronel Díaz, su preferido, fue un ritual que
compartí con muchos otros colegas de mi generación a quienes él criticaba con
elevada ironía, y también aconsejaba.
Después de una invitación que le
hice para una conferencia magistral en Nueva York, que se publicó este año en
Buenos Aires como libro, Halperín me pidió que, si escribía el prólogo (cosa
que hice), por favor fuera breve y que no lo elogiara. Esta pequeña anécdota
textual es testimonio de su humildad con los lectores, pero también su humildad
para pensarse históricamente en el maelstrom de la historia de la que fue
"un observador participante". En aparente contradicción, durante su
paso por Nueva York, Halperín dijo con ironía que la humildad nunca fue una de
sus virtudes. En mi opinión, y aunque él mismo no estuviera de acuerdo, Tulio
era humilde en un sentido amplio, en su forma de pensar la historia y su propio
lugar en ella. Una posición para leer el pasado que a veces era testimonial y
siempre era profundamente analítica. Sorprendentemente, en aquella conferencia
de Nueva York también describió su propia trayectoria como típica. Lo que
quería decir es que él también era producto y efecto de sus contextos, de la
Argentina peronista al exilio y la vida itinerante entre la Argentina y Estados
Unidos.
Tulio tenía una idea muy clara de
su lugar en la historiografía, pero nunca fue ni se pensó como el dueño de la
verdad. Era más bien un poderosísimo intérprete de verdades, fuentes y saberes.
No tuvo aprendices, no pedía a sus colegas que aceptaran automáticamente sus
hipótesis, pero sí que pensaran con él a través de su obra y su palabra. Para
casi todos los historiadores profesionales fue un gran maestro. Su estilo de
escritura que vincula una fina ironía con una narrativa abigarrada y llena de
reflexiones de largo alcance es simplemente inigualable. Halperín no deja
discípulos, pero si infinidad de lectores y amigos agradecidos.
Formas de leer a un historiador
punzante
Por José Carlos Chiaramonte
Instituto Ravignani, UBA/CONICET
Publicado en Clarín, 15 de
noviembre de 2014
Ha muerto un gran historiador
latinoamericanista y un agudo observador de la política argentina. Su
influencia en la formación de historiadores ha sido invalorable, tanto en
Argentina como en el resto de Iberoamérica. Convendría aclarar que esa
influencia no sólo se produjo por su labor en la docencia universitaria sino
sobre todo por la calidad de su obra escrita y de las colecciones que dirigió.
Además de su estatura
intelectual, de su destacada erudición, de la agudeza de su juicio crítico, de
la increíble rapidez mental, poseía sólidos puntos de partida para evadir el
camino fácil proveniente de solidaridades ideológicas. Esto se reflejaba en su
polémica con interpretaciones dogmáticas del pasado. Sobresalía así su rechazo
de visiones ingenuas que suelen interpretarlo como un conflicto entre los
buenos y los malos y su incisiva crítica a la inclinación a establecer
relaciones directas entre grupos económicos y tendencias políticas.
En este sentido, es reveladora
una temprana declaración de principios en uno de sus primeros libros: “Los
hechos históricos no serán ya explicados por una realidad esencial, sea ella
natural o metafísica, sino –más modesta pero también más seguramente– por la
historia misma.”
Era asimismo notable su capacidad
de reunir una información actualizada sobre la historia de los diversos países
latinoamericanos, compararla, y juzgar la validez de las diversas
interpretaciones existentes. Y fue esa atención al conjunto de la
historiografía latinoamericana la que también le permitía ahondar en la
historia nacional argentina, evadiendo las limitaciones provenientes del
nacionalismo historiográfico.
Es cierto que el estilo de
Halperín suele complicar la lectura de algunos de sus trabajos. Como expuse en
un homenaje en abril de este año, “recuerdo haber afrontado el reclamo de un
alumno por lo difícil que le resultaban algunos párrafos de Revolución y
Guerra, recordándole el viejo precepto de que todo autor que vale la pena
merece más de una lectura … Con un padre que fue destacado latinista en la
enseñanza superior en Buenos Aires, y por el hecho de haber sido bautizado como
Tulio, podríamos inferir que debe haberle sido tentador inclinarse más hacia el
autor de las Catilinarias que al de la Guerra de las Galias. Sin embargo, es de
advertir que esa modalidad de su escritura no expresa otra cosa que la
vivacidad de un pensamiento esquivo de los esquemas y ansioso de reflejar en un
solo párrafo la complejidad de los acontecimientos históricos, riesgoso
objetivo que algunas veces puede haberle sido difícil de obtener
apropiadamente, sin por eso malograr la calidad del trabajo.”
Es este un homenaje personal
proveniente de mi larga amistad con Halperín, uno de los mayores talentos de la
cultura argentina de los últimos tiempos.