viernes, 21 de noviembre de 2014

Halperin Donghi (1926-2014).

 

Ofrecemos aquí cuatro textos publicados en periódicos de Buenos Aires a raíz del fallecimiento del gran historiador. Una forma de reflexionar sobre su obra, valorar sus aportes y honrar su memoria con gratitud.



Tulio Halperin Donghi. Nos hará falta

Por Beatriz Sarlo

Investigadora y ensayista

Publicado en Perfil, 15 de noviembre de 2014
 

Ayer, 14 de noviembre, a la una de la madrugada, murió en Berkeley el más grande historiador argentino, Tulio Halperin Donghi. Hace menos de un mes, durante toda la tarde, leí su último libro, El enigma de Belgrano. Este hombre, nacido en 1926, me sorprendió una vez más con una especie de Idiota de la familia rioplatense cuyo protagonista, a diferencia del Flaubert de Sartre, fue formado por sus padres para ocupar precisamente un lugar distinguido en la historia de la Nación. La ironía, como siempre en Tulio Halperin, gobierna el despliegue de azares y contingencias. Cerré el libro con ánimo feliz, preguntándome cómo era posible que un hombre de casi noventa años hubiera escrito esa prosa tan precisa y, sobre todo, tan facetada, tan bifronte, donde la ironía encuentra su perfección formal.

La prosa de Halperin fue legendaria entre admiradores y críticos. Hijo de un profesor de lenguas clásicas y de una profesora de literatura italiana, encontró la forma más adecuada a un pensamiento que jamás era lineal ni se sostenía en una sola idea. Cada frase mantiene un diálogo imaginario con las posibles objeciones; cada frase mira lo que dice y lo que se podría decir.

Halperin estableció una vasta y compleja arquitectura de ideas e hipótesis sobre la historia argentina en libros como Revolución y guerra, Argentina en el callejón, Una nación para el desierto argentino y decenas de monografías sobre intelectuales y políticos. Nunca tuvo supersticiones nacionales frente a la historia y sus próceres. Al escribir esta vida de Belgrano, que según nos cuenta, habría debido formar parte de su último libro de historia intelectual Letrados y pensadores, Halperin seguía siendo un hombre de inteligencia indómita, frente a la muerte que se aproximaba. Lo imagino con la seguridad de alguien que sabe que la obra escrita durante más de medio siglo tiene la fuerza de las grandes interpretaciones. Se había ganado el derecho de mirar a Belgrano con ironía benevolente. Este último libro parece escrito por un hombre mucho más joven. O quizás debería invertirse la afirmación: desde joven, sus libros parecen escritos por un historiador completamente maduro, a quien la madurez no ha quitado la audacia. Publicó Revolución y guerra, obra grande y original, a los 45 años.

En Son memorias, Halperin se definió como un “pesimista agnóstico”. Esa definición es la divisa de su estandarte. Como historiador, no sucumbió a ninguna ilusión gratificante, ni moralizante, ni aleccionadora. No buscaba establecer una verdad que prestara servicios en el campo político. Juzgaba que los esfuerzos del revisionismo eran intentos de “militancia retrospectiva”. Pero su trabajo contradijo también las versiones canónicas de la llamada historia liberal, aunque no les dedicara un librito tan perspicaz como el que dedicó a los revisionistas. La obra de Halperin era la crítica práctica de los historiadores que lo precedieron. De todos modos reconoció en algunos de ellos la búsqueda de documentos y, como en el caso de Mitre, el gran relato de historia militar y política. Un revisionista como Eduardo Astesano mereció su respeto. A otros simplemente no los tomó en serio.

La “militancia retrospectiva” se opone, por cierto, al “pesimismo agnóstico” con que Halperin define su ética de historiador. El pesimista se resiste a identificar, en el pasado que investiga, las huellas y signos de un inevitable progreso. La historia política argentina del siglo XX le dio pruebas suficientes de que el pesimismo no era una perspectiva equivocada si se tienen en cuenta los golpes militares y la imperfección institucional. No creo, en cambio, que fuera un “pesimista” frente a la historia del siglo XIX.

Habría sido difícil preguntárselo, ya que Halperin tenía una capacidad infernal para no colocarse en la perspectiva de ese interrogante. Como un vanguardista, siempre se desmarcaba. Borges se desmarcaba con una frase; Halperin podía ofrecer una interpretación extensa, en la que de a poco, iba cambiando los términos del interrogante que, al final, siempre quedaba como prueba de una inquietud equivocada o de una objeción sin base. Su talento brillaba en el desmarque.

Por supuesto, Halperin no podía ser otra cosa que agnóstico: no creía en los fines inevitables, ni en los orígenes que imponen recorridos futuros. No creía en ningún Ser o Destino que diera fundamento a la Nación. Conocía demasiado de la historia argentina y latinoamericana para cultivar esa fe consoladora. Era un espíritu radicalmente laico, precavido por el escepticismo. Todo eso fundido en un temperamento irónico: incluso formalmente irónico, porque en cada frase dejaba al descubierto el deslizamiento inevitable del sentido hacia otros sentidos, de una hipótesis hacia otra.

Escuchaba con generosidad y atención, pero le incomodaban los acuerdos en las discusiones, como si un acuerdo mostrara que alguno de los interlocutores no hubiera avanzado lo suficiente en sus argumentos. Por supuesto, era casi imposible ganarle una discusión, aunque no renunció al acuerdo para condenar la monstruosidad del régimen militar o la inconsistencia del populismo y sus dirigentes.

La Argentina lo obsesionaba. Hasta los últimos días, en su casa de Berkeley, leyó todos los diarios, todas las noches. No puedo callar una anécdota rara en un hombre que practicaba una cortesía casi pasada de moda. En 1989, en un bar de Berkeley, frente a la Universidad, lo esperábamos dos o tres argentinos y el historiador y cientista social mexicano Enrique Semo, a quien le habíamos preguntado sobre su país. Cuando llegó Halperin, no bien se sentó y comprobó que esos argentinos estábamos hablando sobre México con su amigo Semo, dijo, como si propusiera el más natural cambio de tema: “Bueno, hablemos un rato de Argentina, que es tanto más interesante”. Y la conversación viró, si mal no recuerdo, hacia Juárez Celman.

En Berkeley, hasta el fin, su gran amiga fue la crítica cultural Francine Masiello, especializada, por supuesto, en Argentina. Hace unos meses, ella me envió la última fotografía que tengo de Halperin: pantalón claro, saco azul, un hermoso bastón sostenido en el puño izquierdo, y el brazo derecho levantado como si estuviera en medio de un argumento. La última vez que nos vimos fue en mi casa. Estaba también Graciela Fernández Meijide. Sin pensarlo mucho, quise que se conocieran esa noche. Conversamos hasta las tres de la mañana.

Lo extrañaremos y nos hará falta. Hace poco escribí una frase que él consideró ridícula. Escribí: “Halperin Donghi es un genio”. La inteligencia era una parte de su fascinación. La otra, más compleja, era la rarísima mezcla de mordacidad y benevolencia, una mezcla que parece imposible. A medida que fue envejeciendo no abandonó la ironía, pero se volvió más bondadoso. Cuando terminó la dictadura y nos visitó en los tempranos 80, dejamos de temerle y, más tranquilos, pasamos simplemente a admirarlo.


Halperin Donghi como intelectual argentino

Por Horacio González

Director de la Biblioteca Nacional, Buenos Aires

Publicado en Página 12, 19 de noviembre de 2014.       


Pertenecía al mismo tipo de problemas que afrontaban los grandes historiadores: ¿dónde poner la “muerte del rey”? Un suceso que es conmovedor en el momento en que ocurre y luego es sometido al olvido que se va despilfarrando en placas, conmemoraciones y el propio afán ceniciento de los historiadores. Ese es el tema clásico que suscitó siempre el mayor libro de renovación de la historiografía del siglo XX, El Mediterráneo en la época de Felipe II, donde Braudel coloca al final de su voluminosa investigación y escritura el fallecimiento del monarca, pues si tanto había interesado a sus contemporáneos, ahora era apenas un manojo de papeles o una lápida perdida ante lo que realmente importaba, los grandes ciclos en los que la historia amasa su tiempo real, material. Su tiempo somnoliento, en que la cultura que producen los hombres se asienta sobre moldes perezosos al cambio, pero las pasiones políticas hacen subir y caer constantemente a sus fugaces figuras. El pensamiento real que las abrigaba se ha perdido, y el historiador tiene que tratarlo como si fueran losas hundidas en la tierra, que sólo revelan un fragmento de su secreto. Se tienta con esos despojos, juega a descifrarlos y descubre que eran pequeñas criaturas que vivían en un mundo de simulaciones, finalidades frustradas, lucimientos usurpados, inútiles pasiones.

Halperin se declaró impresionado por Braudel, pero su manera historiográfica consistió en la creación de una escritura que debía fusionarse con la imposibilidad de captar el tiempo pasado, por lo tanto ella tenía que poseer los mismos arabescos, hilachas e incertezas del tiempo. Todo debía ser paradójico, contingente y cómico, pero transfigurado en una arcilla irónica que mostrara que cada momento histórico y cada personaje no tenía modo de saber lo que hacía y en qué consistía. Para llegar a esta exquisita noción tuvo que escuchar –pero pasando de largo– a sus contemporáneas compañías intelectuales, los estructuralistas, existencialistas, fenomenólogos, gramscianos, marxistas, luckascianos, semiólogos, etc., que sólo dejaban en él alguna astilla perdida, alguna palabra que reutilizaba en silencio y con cierta mordacidad, prefiriendo el concepto de “estilización” para describir algún momento erróneo en que las cosas parecían fijarse inopinadamente, pero para marchar luego a su propia agonía.

Quizá su mayor fracaso, pero ilustre fracaso, fue su escrito sobre José Hernández: en el intento de explicar por qué lo que llama un “periodista del montón” se convierte en el autor del Martín Fierro, no consigue llegar al corazón del problema artístico, aunque atina a llamar misterio y enigma a esa transformación de una escritura periodística en una indescifrable poética, resistente a su reducción a los vericuetos, aun los tan hondos, que practicó con su historia social. Más difícil es penetrar en las razones últimas de su acritud hacia notorios episodios históricos actuales o pretéritos, que se complacía en describir con ácidas viñetas, con una mortificación que –a diferencia de Martínez Estrada, al que de alguna manera se le parece– parecía una toma de partido desafiante, destinada a provocar el enojo de los que consideraba escritores presos de una demonología o de las esfinges míticas que toda historia nacional contiene. A diferencia del prudente Braudel, no puso al final de sus obras “el fallecimiento del rey”, considerando el pasado como el anticipo irónico del presente, lo que le permitió su inclemente ejercicio de prevenciones y denuestos.

Su combate por la historia, sin duda inspirado en el de Lucien Febvre, no se privó de un fino desprecio hacia leyendas que no siempre eran vanidosas o ridículas, pero lo sublimó en un tipo de narración histórica en la que se solazó con su capacidad satírica, la que sólo producen los escritores bien dotados. A su manera, fue un ensayista, y lo fue a la manera argentina, pero cambiando los modos de la estridencia por un esteticismo vitriólico, que hacía latir entre las conmociones visibles de las sociedades que estudiaba. Eso le permitió crear su estilo, donde el libelo sutil convivía con las quebradizas temporalidades del relato. Halperin participaba por igual de la tradicional historia de las ideas, de la aristocrática malevolencia de un Montaigne o del rigor para combinar vida económica y orden moral, tomado de José Luis Romero, aunque dándole si cabe un empujón más hacia el abismo, donde ya se encontraba el 18 Brumario de Marx, su modelo secreto de narratividad histórica.

Pero como hombre ligado profundamente al conservadurismo del alto linaje nacional de las academias, desdeñosas pero dolientes, se refugió finalmente en una gran melancolía de combate. Fue un intelectual argentino que todo lo tomó de una inspiración profunda para revestir tal condición: el que veía que un mundo anhelado e indefinible se iba escurriendo. Quizás un mundo imposible, donde las palabras coincidieran con los hechos. Y en ese desvanecimiento de lo argentino, se tornaba un representante ejemplar de la vida intelectual argentina caracterizada por su disconformidad con esas mismas singularidades que el país había producido. Y lo hizo en pliegos de escritura de gran suntuosidad. En ese sentido, Tulio Halperin Donghi es uno de los grandes intelectuales argentinos –como se diría hoy: un gran disidente– que mucho hereda de actitudes similares habidas en nuestro pasado nacional. No en lo ideológico de la política, no en los modos políticos de acción, pero sí en lo que lo lleva a la escritura desesperante, situada entre lo que alarma y lo que apena. Y allí podemos verlo en espejo en ciertos tramos de un Sarmiento o de un Vicente Fidel López, que llevan ese mismo sello. En Halperin no costaba descubrirlos en los tejidos internos de su labor de historiador, donde refugió su raro recelo argentino por la Argentina.

  

Tulio Halperin Donghi en la historia argentina

Por Federico Finchelstein

Director del departamento de Historia de la New School for Social Research

Publicado en La Nación, 21 de noviembre de 2014.

Nueva York.- Escribo estas líneas con profunda melancolía. La Argentina ha perdido a su pensador histórico más brillante. Aquel cuyas ideas fijaron, durante muchas décadas, los marcos de debate y producción histórica.

Tulio Halperín Donghi es el autor del libro de historia general más relevante que se ha escrito sobre América latina, y también tiene obras sobre historia europea e historiografía latinoamericana. Sin embargo, su legado más amplio es su trabajo sobre la historia de nuestro país.

Sus investigaciones sobre la independencia y la genealogía de la Argentina a través de la revolución, el faccionalismo y la guerra interna son esenciales para entender los comienzos de nuestra patria. Sus lecturas y sus obras sobre los siglos XIX y XX establecieron los paradigmas principales para pensar nuestra problemática histórica. Por ejemplo, sus incisivos análisis de los ocasos y renacimientos peronistas permiten entender con claridad este fenómeno político que para otros es difícil de explicar. Para Halperín, el peronismo se explica de forma compleja, como un universo de ideas y prácticas provenientes del mundo de entreguerras que creó una forma autoritaria y vertical de democracia con múltiples espacios de acción por derecha e izquierda. El peronismo era un elemento cambiante y no una esencia de la historia nacional. No lo concibió nunca como un factor extraño, pero tampoco como una realidad necesariamente permanente.

Su obra ha influido en todos los historiadores profesionales que trabajan sobre nuestro país. Recuerdo que cuando yo era estudiante en la carrera de Historia de la UBA en la década del noventa, todos (profesores y estudiantes) planteaban recurrentemente la necesidad de decir algo distinto que Halperín y pocos podían hacerlo. Por ejemplo, dar una nueva visión sobre la relevancia del faccionalismo en la Argentina del siglo XIX o discutir en serio su idea de que la Argentina nació como un país liberal. De todas formas, discutir a Halperín era, y es, muchas veces un ejercicio retórico más que práctico. Eso se debía, y se debe, a varias razones. Quizá la principal, más allá de sus brillantes ideas y argumentos, sea que, como ha notado hace unos días Beatriz Sarlo, sus libros presentan distintos argumentos convergentes y a veces mutuamente excluyentes. Sus hipótesis se presentan y se discuten primero en sus propios libros. Su prosa, difícil pero riquísima, no es fácil de leer, pero para los lectores los premios intelectuales son impresionantes.

En lo personal tuve la suerte de conocer bien a Tulio Halperín. Primero, como estudiante en la UBA era fácil encontrar a Tulio solo leyendo en las bibliotecas y archivos (a diferencia de muchos de nuestros profesores de entonces). A pesar de que vivía gran parte del año en Estados Unidos, cuando visitaba Buenos Aires parecía estar en todos lados (conferencias, encuentros, clases y centros de documentación). Su generosidad con los estudiantes y su jovialidad e ironía eran ejemplares. Recuerdo que en un curso semestral que dio en la calle Puán en la Facultad de Filosofía y Letras Tulio siempre insistía en no terminar la clase si los estudiantes no le hacían preguntas. Luego, como colega y amigo en Estados Unidos, pude apreciar también la generosidad de Tulio, su profundo interés en establecer diálogos con las generaciones de jóvenes historiadores. Cuando, irónico y risueño, hablaba de las fuentes, parecía como si imposiblemente los hubiera conocido y escuchado a todos, de Sarmiento a Mitre. Con el paso de los años, ya dedicado al estudio de la historia intelectual y la política del siglo XX, éste fue muchas veces el caso, desde los intelectuales argentinos que conoció o escuchó en el periodo de entreguerras a Cristina Fernández de Kirchner.

El encuentro con Tulio en el café Tolón, en la avenida Santa Fe y Coronel Díaz, su preferido, fue un ritual que compartí con muchos otros colegas de mi generación a quienes él criticaba con elevada ironía, y también aconsejaba.

Después de una invitación que le hice para una conferencia magistral en Nueva York, que se publicó este año en Buenos Aires como libro, Halperín me pidió que, si escribía el prólogo (cosa que hice), por favor fuera breve y que no lo elogiara. Esta pequeña anécdota textual es testimonio de su humildad con los lectores, pero también su humildad para pensarse históricamente en el maelstrom de la historia de la que fue "un observador participante". En aparente contradicción, durante su paso por Nueva York, Halperín dijo con ironía que la humildad nunca fue una de sus virtudes. En mi opinión, y aunque él mismo no estuviera de acuerdo, Tulio era humilde en un sentido amplio, en su forma de pensar la historia y su propio lugar en ella. Una posición para leer el pasado que a veces era testimonial y siempre era profundamente analítica. Sorprendentemente, en aquella conferencia de Nueva York también describió su propia trayectoria como típica. Lo que quería decir es que él también era producto y efecto de sus contextos, de la Argentina peronista al exilio y la vida itinerante entre la Argentina y Estados Unidos.

Tulio tenía una idea muy clara de su lugar en la historiografía, pero nunca fue ni se pensó como el dueño de la verdad. Era más bien un poderosísimo intérprete de verdades, fuentes y saberes. No tuvo aprendices, no pedía a sus colegas que aceptaran automáticamente sus hipótesis, pero sí que pensaran con él a través de su obra y su palabra. Para casi todos los historiadores profesionales fue un gran maestro. Su estilo de escritura que vincula una fina ironía con una narrativa abigarrada y llena de reflexiones de largo alcance es simplemente inigualable. Halperín no deja discípulos, pero si infinidad de lectores y amigos agradecidos.


Formas de leer a un historiador punzante

Por José Carlos Chiaramonte

Instituto Ravignani, UBA/CONICET

Publicado en Clarín, 15 de noviembre de 2014

Ha muerto un gran historiador latinoamericanista y un agudo observador de la política argentina. Su influencia en la formación de historiadores ha sido invalorable, tanto en Argentina como en el resto de Iberoamérica. Convendría aclarar que esa influencia no sólo se produjo por su labor en la docencia universitaria sino sobre todo por la calidad de su obra escrita y de las colecciones que dirigió.

Además de su estatura intelectual, de su destacada erudición, de la agudeza de su juicio crítico, de la increíble rapidez mental, poseía sólidos puntos de partida para evadir el camino fácil proveniente de solidaridades ideológicas. Esto se reflejaba en su polémica con interpretaciones dogmáticas del pasado. Sobresalía así su rechazo de visiones ingenuas que suelen interpretarlo como un conflicto entre los buenos y los malos y su incisiva crítica a la inclinación a establecer relaciones directas entre grupos económicos y tendencias políticas.

En este sentido, es reveladora una temprana declaración de principios en uno de sus primeros libros: “Los hechos históricos no serán ya explicados por una realidad esencial, sea ella natural o metafísica, sino –más modesta pero también más seguramente– por la historia misma.”

Era asimismo notable su capacidad de reunir una información actualizada sobre la historia de los diversos países latinoamericanos, compararla, y juzgar la validez de las diversas interpretaciones existentes. Y fue esa atención al conjunto de la historiografía latinoamericana la que también le permitía ahondar en la historia nacional argentina, evadiendo las limitaciones provenientes del nacionalismo historiográfico.

Es cierto que el estilo de Halperín suele complicar la lectura de algunos de sus trabajos. Como expuse en un homenaje en abril de este año, “recuerdo haber afrontado el reclamo de un alumno por lo difícil que le resultaban algunos párrafos de Revolución y Guerra, recordándole el viejo precepto de que todo autor que vale la pena merece más de una lectura … Con un padre que fue destacado latinista en la enseñanza superior en Buenos Aires, y por el hecho de haber sido bautizado como Tulio, podríamos inferir que debe haberle sido tentador inclinarse más hacia el autor de las Catilinarias que al de la Guerra de las Galias. Sin embargo, es de advertir que esa modalidad de su escritura no expresa otra cosa que la vivacidad de un pensamiento esquivo de los esquemas y ansioso de reflejar en un solo párrafo la complejidad de los acontecimientos históricos, riesgoso objetivo que algunas veces puede haberle sido difícil de obtener apropiadamente, sin por eso malograr la calidad del trabajo.”

Es este un homenaje personal proveniente de mi larga amistad con Halperín, uno de los mayores talentos de la cultura argentina de los últimos tiempos.

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