Un importante sociólogo e historiador reflexiona a tres décadas de un acontecimiento crucial para la vida del país.
Juan Carlos Torre
La Nación, 5 de noviembre de 2013
Hoy hace 30 años era sábado. Un día más tarde, los diarios
destacarían que durante toda la jornada cientos de personas se habían acercado
a las oficinas del Registro Nacional de las Personas para retirar su documento
de identidad. La muchedumbre había sido tal que la policía tuvo que intervenir
para evitar incidentes. Hubo también numerosas personas que se desvanecieron
como producto del agolpamiento en esa calurosa jornada de octubre, y como en
ese tiempo nadie tenía teléfonos celulares no fue nada fácil avisar a sus
familias. La urgencia de tanta gente por buscar sus documentos un sábado tenía
una explicación. Era la víspera de un acontecimiento que esperaban con
inocultable ansiedad: después de 10 años, casi 18 millones de argentinos iban a
poder votar y escoger con su voto un rumbo político para el país que habitaban.
Estaban, en fin, a las puertas de la ceremonia cívica que habría de devolver a
quienes por tanto tiempo habían sido meros habitantes su condición de ciudadanos.
El domingo 30 de octubre de 1983 los diarios porteños
anunciaron con grandes titulares el evento a punto de culminar: "Se
elegirá hoy en todo el país a las autoridades nacionales", se pudo leer en
LA NACION; "Terminó la pesadilla", sentenció el diario Crónica; por
su parte, Clarín prefirió una portada más lacónica y quizá más cercana al clima
de ansiedad que nos dominaba: "Llegamos", tituló.
Permítanme que me introduzca en
este testimonio. En una carta a una hermana mía residente en el extranjero,
días más tarde escribí: "El 30 de octubre tomé el avión a las 10 de la
mañana y viajé a Bahía Blanca, adonde tengo todavía fijado el domicilio. No
quería perderme la ocasión. A las 13.30 voté por Alfonsín. A la noche regresé a
Buenos Aires para comenzar con la vigilia del recuento de los votos. Muchos
fueron los que se quedaron hasta las 5.30 de la madrugada, cuando se suspendió
la información. Yo decidí a las 2 que la suerte estaba echada: el peronismo no
superaba el 40% de los votos, y me fui a dormir. Como a todos aquí, el
resultado de los comicios me sorprendió. La magnitud de la victoria de Alfonsín
-que obtuvo el 52% de los sufragios frente al 40% que recibieron los
peronistas- no estaba en mis cálculos. Si bien las encuestas preelectorales
permitían entrever la posibilidad de un triunfo radical -por un margen más
estrecho, es verdad-, quienes las hacían se resistían a creerlo. Tan arraigada
ha estado entre nosotros la certidumbre de las mayorías electorales del
peronismo que era difícil concebir un desenlace adverso".
"En una charla que di en mi
reciente viaje a Nueva York, el 19 de octubre, sostuve -prosigue mi carta- que
vivíamos en la víspera de un cambio político: era la primera vez que en casi 40
años el resultado de elecciones libres, sin proscripciones, se presentaba
incierto. Ganara o perdiera -dije entonces- el peronismo estaba en tren de
devenir una fuerza política más, dentro de un juego político más equilibrado.
Sin embargo, en la charla de Nueva York no me atreví a descontar su derrota. El
hecho es que se rompió el hechizo que pesaba sobre el país: Alfonsín ganó, el
peronismo perdió. Una sensación de alivio se respira, porque los resultados
electorales traen la promesa de un nuevo comienzo. Desde la noche del 30 de
octubre nos interrogamos sobre lo que vendrá, con esa vaga esperanza que este
país fabrica de tanto en tanto para mantenernos asociados a su destino
justamente en el momento en que estábamos más que dispuestos a romper amarras y
a declararlo un caso terminado, como muchos lo han venido haciendo a lo largo
de los años eligiendo irse al extranjero. No me refiero al forzado exilio de
tantos argentinos durante los años de la dictadura: me refiero más bien a esa
hemorragia permanente de profesionales e intelectuales que han ido a buscar su
destino fuera de la patria: me han dicho que en muchos hospitales de Nueva York
hay un médico argentino. Porque he pensado más de una vez que la Argentina no
tiene remedio, hoy estoy tironeado por ese estado de gracia que flota en el
aire e invita a confiar una vez más en esa redención fugitiva que ahora se
encarna en la figura de Alfonsín y también en la de tantos peronistas que se
están levantando contra la soberbia de «los mariscales de la derrota». La
reciente campaña electoral no se jugó en el plano de los programas de gobierno,
sino que tuvo por eje visiones rivales de la convivencia política. Ganó aquel
que prometía un orden político para un país en disgregación, la amistad cívica
frente a la arrogancia de los ganadores de siempre, y fue esa promesa, la de un
país habitable y decente en el marco del Estado de Derecho, la que movilizó el
voto de la mayoría.
"Recuerdo con emoción el
acto de cierre de la campaña de Alfonsín, que culminó cuando se preguntó, en
forma retórica, por qué marchamos, por qué luchamos, y se respondió recitando
párrafos del Preámbulo de nuestra Constitución: luchamos para «constituir la
unión nacional, afianzar la justicia, consolidar la paz interior, proveer la
defensa común, promover el bienestar general y asegurar los beneficios de la
libertad, para nosotros, para nuestra posteridad y para todos los hombres del
mundo que quieran habitar el suelo argentino». Recuerdo, digo, la vibración que
me ganó todo el cuerpo al escuchar esas palabras en medio de la multitud que
rodeó la Plaza de la República. Por cierto, una promesa semejante buscará
realizarse en una situación política y económica que está lejos de ser
propicia. Las hipotecas que dejó tras de sí la dictadura son grandes y
urgentes: los desaparecidos, la derrota en Malvinas, la deuda externa. En un
escenario semejante, la erosión de esa promesa es previsible, pero estoy
convencido de que no debemos abandonarla porque ella habrá de ser nuestra
coraza ante los avatares de la transición a la democracia."
Hasta aquí los párrafos de la
carta que escribí a mi hermana para comentar los sucesos del 30 de octubre.
Poco después leí en el diario Clarín un texto de Jorge Luis Borges que estaba
en la misma sintonía de onda, pero, por supuesto, con una prosa más elocuente y
certera.
Cito a continuación pasajes de
aquel texto. "Escribí alguna vez -decía Borges- que la democracia es un
abuso de la estadística: yo he recordado muchas veces aquel dictamen de
Carlyle, que la definió como el caos provisto de urnas electorales. El 30 de
octubre de 1983, la democracia argentina me ha refutado espléndidamente.
Espléndida y asombrosamente. [.] Es casi una blasfemia pensar que lo que nos
dio aquella fecha es la victoria de un partido y la derrota de otro. Nos
enfrentaba un caos que, aquel día, tomó la decisión de ser un cosmos. Lo que
fue una agonía puede ser una resurrección. La clara luz de la vigilia nos
encandila un poco. Nadie ignora las formas que asumió esa pesadilla. El horror
público de las bombas, el horror clandestino de los secuestros, de las torturas
y las muertes, la ruina ética y económica, la corrupción, el hábito de la
deshonra, las bravatas, la más misteriosa, ya que no la más larga, de las
guerras que registra la historia. Sé harto bien que este catálogo es
incompleto. Tantos años de iniquidad o de complacencia nos han manchado a
todos. Tenemos que desandar un largo camino. Nuestra esperanza no debe ser
impaciente. Son muchos e intrincados los problemas que un gobierno puede ser
incapaz de resolver. Nos enfrentan arduas empresas y duros tiempos.
Asistiremos, increíblemente, a un extraño espectáculo. El de un gobierno que
condesciende al diálogo, que puede confesar que se ha equivocado, que prefiere
la razón a la interjección, los argumentos a la mera amenaza. [.] No estaremos
a merced de la bruma de los generales. La esperanza, que era casi imposible
hace días, es ahora nuestro venturoso deber. Es un acto de fe que puede justificarnos",
concluía Borges.
Con aquellas emociones de 1983,
con las expectativas alumbradas el 30 de octubre, la historia argentina
posterior hasta nuestros días ha sido por más de una razón motivo de decepción
y desencanto. La experiencia de la decepción y el desencanto es una experiencia
que conozco bien. Mi generación, la que accedió a la vida pública en la década
de 1960, experimentó muy tempranamente un sentimiento de frustración frente a
lo que el orden político existente -siempre al borde de la ilegalidad y
aquejado por la falta de legitimidad- podía ofrecerle como lugar de realización
personal. Ese sentimiento de frustración fue el caldo de cultivo de una
variedad de actitudes, que fueron desde el cinismo político, esto es, la
creencia en que la defensa de las instituciones políticas no valía la pena y
que era mejor inversión replegarse sobre los intereses propios, aquí o en el
extranjero, hasta la rebelión política que se convirtió poco a poco para
muchos, y bajo la influencia de un clima ideológico de época, en la exaltación
de la violencia como método para el logro de ideales políticos.
Vistas en perspectiva, tanto la
indiferencia cívica como el recurso a las armas tuvieron, a mi juicio, mucho
que ver con el advenimiento de la larga noche del horror que conocería el país
y que el texto de Borges que les acabo de leer retrató con pinceladas duras y
contundentes. Que no fueran las causas únicas, ya que un papel principal le
correspondió a la dictadura, no exime a mi generación de la responsabilidad que
le cupo en esa tragedia; una tragedia cuya magnitud los argentinos recién
pudimos apreciar cuando luego del veredicto de las urnas, y tal como lo había
prometido, Alfonsín ordenó el enjuiciamiento de las cúpulas militares y de los
jefes de los movimientos guerrilleros.
Si he hablado de la
responsabilidad de mi generación en esa tragedia argentina, a contramano de la
mirada caritativa con que algunos contemplan hoy en día nuestro pasado, es
porque el legado que debemos transmitirles a ustedes, jóvenes recién graduados
que no vivieron esos años, es la consigna de "Nunca Más fuera de la
ley" que, junto con el retorno de la democracia, se plasmó en el voto de
octubre de 1983. Las conmemoraciones, como ésta que hacemos hoy, son
operaciones políticas sobre la memoria que buscan en el pasado un mensaje
pertinente a las necesidades del presente. He querido colocar bajo la evocación
de 1983 la ceremonia de graduación porque es mi convencimiento que esta
universidad no sólo es una incubadora de talentos y destrezas; ella también
aspira a inculcar en ustedes y más allá de la decepción y el desencanto, la
obstinación por la esperanza en una Argentina democrática siempre y siempre
perfectible.
Les deseo muy buena suerte. Muchas gracias.
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