miércoles, 15 de diciembre de 2010

La marcha de las ideas



Democracia, progreso y república, tres conceptos que evidenciaron muchas veces en estos dos siglos de vida colectiva un divorcio entre el país legal y el país real
por Carlos Altamirano



LA NACION
Domingo 23 de mayo de 2010



Los aniversarios, en este caso el de los dos siglos de nuestra independencia, nos incitan a mirar de nuevo el camino hecho y al ejercicio de considerar lo que nos muestra el presente en relación con esa marcha colectiva.

Se ha dicho muchas veces que la historia de nuestras ideas políticas es la historia del divorcio entre esas ideas y la realidad efectiva del país. Concebidas para otras sociedades y adoptadas por minorías ilustradas que no querían pensar de acuerdo con la experiencia, sino con las luces del siglo, tales ideas y las constituciones que se inspiraban en ellas estaban reñidas con las costumbres del país. Digamos, para ser justos, que la existencia del desacuerdo entre doctrinas y hechos no resultaba algo desconocido por esas élites: ¿acaso la tesis de esa desconexión no fue el punto de partida declarado de los jóvenes ideólogos de 1837? Aprendieron en Tocqueville, además, que la ley era importante, pero que las costumbres -lo que hoy llamaríamos cultura política- eran más importantes que la ley. ¿Cómo ligar, entonces, el progreso, que era europeo, con las costumbres, que eran americanas? Pasada ya la edad juvenil, los más eminentes de aquella generación, Alberdi y Sarmiento, se aplicarían a pensar en los medios para constituir la nación. Es decir, los medios eficaces para producir otras costumbres, las que fueran no sólo compatibles sino favorables a los principios que, a juicio de estos intelectuales legisladores, se hallaban en la constelación originaria de la independencia del país: república, democracia, progreso. La acción de un caudillo, un hecho de la naturaleza americana, posibilitará después de Caseros que las ideas y los programas escritos comenzaran a ponerse en práctica. De ese proyecto de "una nación para el desierto argentino" -según el título de un célebre texto de Tulio Halperin Donghi- provino la constitución liberal que todavía nos rige, un segundo ciclo de población que alteró la Argentina criolla y la modernización económica y cultural del país.

La gran transformación verificada en el último tercio del siglo XIX hizo variar, no cancelar, la imagen de un hiato entre las dos esferas: la del lenguaje ideológico y las instituciones formales, por un lado, y la de los comportamientos, por el otro. A la hora del primer Centenario, el progreso económico aparecía como un hecho indudable, pero había insatisfacción en las élites ilustradas por la marcha de la vida política -en ella, se observaba, seguían imperando vicios del pasado-. La forma de gobierno era republicana, pero no lo eran las costumbres cívicas; se tenía república, pero ésta no era democrática. No había partidos de ideas, sino partidos personalistas, con sus jefes, séquitos y clientes. La excepción era el pequeño Partido Socialista. La reforma electoral propiciada por Sáenz Peña en 1912, con el propósito de superar estos vicios mediante el sufragio universal y obligatorio para democratizar la república, llevó al gobierno, cuatro años después, al radicalismo y a Yrigoyen. En la figura del líder radical y su mensaje redentor -la reparación del pueblo-nación contra el régimen usurpador-, sus adversarios percibieron la reaparición del viejo mal, el caudillismo con su acompañamiento plebeyo. La democratización electoral y el presidente que la simbolizaba desordenaron el antiguo juego político entre fracciones de la clase dirigente e hicieron surgir en la vida pública una hostilidad que se creía olvidada.

Para el líder radical, sus opositores no eran sino expresiones del viejo régimen que había agraviado a la república; para las fuerzas conservadoras y la mayor parte de la opinión ilustrada, la presidencia de Yrigoyen representaba la incompetencia, la demagogia y la interrupción de la tradición argentina de los gobiernos cultos. Las dudas sobre la madurez del pueblo para ejercer su soberanía no tardaron en volver e incluso se hicieron extensivas a la idea misma de la democracia electoral: ¿no se encontraba allí la raíz del mal? Algunos de los descontentos con las consecuencias del sufragio universal irán más allá. Como Leopoldo Lugones, quien sostendrá que el gobierno verdaderamente representativo, no según la letra de instituciones artificiales, sino según la realidad característica del temperamento nacional, era el gobierno fuerte, el de la dictadura. La reelección de Yrigoyen en 1928 movió a sus adversarios más aguerridos a buscar una espada salvadora, y en poco tiempo la convicción de que el golpe de Estado era la única alternativa para rescatar a la república se amplió a toda la oposición. Tuvimos el golpe, que abrió una larga crisis de legitimidad en el plano del sistema de gobierno.

El tema de la desconexión entre país legal y país real continuó. En los años treinta fue objeto de los nacionalistas, aunque no fueron los únicos en abordarlo. Pero no es necesario que sigamos reseñando ese proceso para volver sobre el presente y advertir que, pese a una marcha que fue incierta, agitada y por momentos violenta, aquellas nociones de la constelación originaria constituyen actualmente los criterios públicos en nombre de los cuales se juzga la aptitud de los gobiernos y el desempeño de los políticos. ¿Cuántos son los que dirían hoy que las nociones de democracia, progreso, república son referencias simbólicas inauténticas, ajenas a la índole de nuestro ser colectivo? No porque hoy ellas se correspondan con las costumbres políticas, sino porque estas costumbres no han engendrado un sistema de referencias ideales que pueda rivalizar con la legitimidad de aquéllas. Nuestra cultura política está hecha de hibridaciones y no podría describirse de acuerdo con los valores y las prescripciones institucionales, pero tampoco sin referencia a las nociones de ese lenguaje instituido.


Después de la tempestad

Por cierto, hay insatisfacción, incluso expresiones de rabia por la incompetencia, la irresponsabilidad o la venalidad de los representantes del pueblo. Todos recordamos aquellos días de furor, hacia fines del 2001 y los primeros meses del 2002, en que la Argentina parecía al borde de la fractura y gran parte de su población se hundía en la pobreza, cuando se pidió que se fueran todos. La idea de la crisis terminal era una de las más repetidas, aunque constituía una incógnita lo que sobrevendría después del final. No porque faltaran ideas para sacar a la Argentina de su decadencia y refundarla. Sobre todo en la imaginativa Buenos Aires, epicentro del voto "bronca" en 2001 y de las movilizaciones callejeras y las asambleas barriales. Como sabemos, cuando la tempestad cedió y se llegó a las urnas tras un sinuoso camino, concurrió a votar casi un 80 por ciento del cuerpo electoral.

La creencia en el "progreso argentino", que era una de las certidumbres en el momento del Centenario, se halla en crisis. Casi a diario leemos diagnósticos sobre nuestra decadencia prácticamente en casi todos los órdenes de la vida colectiva. Es cierto que la cuestión del país malogrado no es precisamente nueva, sino que ha alimentado nuestra literatura ensayística durante gran parte del siglo XX. La desazón por grandezas perdidas -o no logradas cuando estaban al alcance de la mano- ha sido tan recurrente como la creencia de que estamos condenados a la excelencia. Lo nuevo acaso sea que se ha perdido la jactancia, esa reputación nacional que sólo ha servido para alimentar los chistes sobre argentinos en todo el mundo. Ya no nos medimos con Europa o los Estados Unidos, como en el pasado: nuestros puntos de referencia para estimarnos se hallan hoy en América latina. No se ha renegado, sin embargo, del progreso como pauta del rendimiento colectivo o gubernamental, y hay más desenvoltura para definirse progresista que para declararse conservador. No es necesario creer que el progreso es una ley de la humanidad para sostener que es posible hacer progresos (en plural) y tener un país mejor.

De los fracasos y las caídas no hemos aprendido, sin embargo, la aptitud para la cooperación. La ley de la discordia, como la llamaba Joaquín V. González, ha caracterizado la vida pública nacional y la degradó demasiadas veces. Se dirá que la política no es equiparable a una conversación en que personas desinteresadas (o interesadas sólo en principios universales) intercambian ideas y frases, sino arena de acción, relaciones de poder y conflicto de intereses. Ninguna visión realista del mundo social podría ignorarlo. Tampoco se trata, sin embargo, de ennoblecer teóricamente la intolerancia y el viejo espíritu de facción. En las sociedades de regímenes democráticos no hay sólo diversidad de intereses, sino también pluralidad de puntos de vista respecto del bien común, cuya justicia sólo puede validarse en el espacio público. ¿Por qué no pensar que la reciprocidad de perspectivas diferentes puede enseñar a ver mejor las cosas, entre ellas, las convergencias? No es necesario renunciar a las convicciones para desarmar la hostilidad. Democracia y república podrían llevarse mejor.


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martes, 30 de noviembre de 2010

Bajo el signo de la discordia

En 1910, LA NACION celebró el Primer Centenario con un ensayo que hizo historia: El juicio del siglo , de Joaquín V. González. Para el Bicentenario, Natalio Botana retoma el espíritu de ese texto y asume el desafío de pensar los últimos cien años de la vida política argentina e imaginar lo que vendrá

Natalio R. Botana

Publicado en La Nación 23 de mayo de 2010


El 25 de mayo de 1910, Joaquín V. González publicó, en el suplemento que LA NACION dedicó al Centenario, un ensayo "crítico histórico" acerca del desenvolvimiento de la Argentina en su primera centuria. Escrito a la manera de Macaulay y Prévost-Paradol, El juicio del siglo pretendía extraer de nuestro pasado unas tendencias sociológicas que permitiesen comprender el porqué de "las llamas de las pasiones de cada época". Entre 1810 y 1910, en la Argentina se habían transformado la sociedad y la economía mientras que la política permanecía aferrada, según aquel polifacético hombre de Estado, jurista, historiador, sociólogo y educador, a un conjunto de problemas recurrentes.

El texto, una cruza fecunda de la experiencia con la especulación teórica, desplegó ante el lector tres tendencias que habían marcado con su sello nuestro pasado: "la ley de las discordias civiles"; la "representación tácita" que perturbaba el ejercicio de la representación política; por fin, la configuración que iban adoptando el Estado y la sociedad. Para J. V. González, estas tres tendencias cerraban en 1910 un ciclo histórico. Para quien esto escribe, estas constantes bien podrían proyectarse hacia el siglo siguiente, entre 1910 y 2010, para intentar acaso otra exploración sobre "las llamas de las pasiones" de nuestra circunstancia.

De entrada nomás, el argumento de El juicio del siglo nos confronta con un "elemento morboso" que, al compás de los "odios de facción", sembraba "la semilla del odio" y arrastraba a los argentinos hacia el "vértigo sangriento de las querellas fratricidas". J. V. González creía que el rol pacificador de la Constitución Nacional podía encauzar los combates hacia "armonías cada vez más estrechas e íntimas." Nada de esto ocurrió entre 1930 y 1983. En el momento en que él escribía este ensayo, la Argentina parecía encaminarse por el itinerario de la reforma política que condujo al radicalismo a la presidencia en 1916, pero veinte años más tarde, en 1930, un golpe de Estado hizo trizas ese proyecto y abrió curso, hasta 1983, a una larga crisis de legitimidad. El signo de la discordia fue la irrupción en la política del poder irrestricto de las armas, una fuerza ligada a sectores civiles que, de allí en más, mostraría un creciente potencial.

Sobre el fondo del golpe de Estado se destacaba en 1930 la crisis económica que había despuntado un año antes, pero al lado de ese factor es posible advertir en esta caducidad del temperamento reformista el ánimo belicoso con que la opinión pública, azuzada por algunos diarios, comenzó a dividir el campo, como en el siglo XIX, en facciones antagónicas. Esas dicotomías no sólo cobraron entidad en las filas del antiguo conservadurismo, sino también en las del radicalismo (donde las principales fueron las del yirigoyenismo y antiyrigoyenismo) y en el seno del socialismo, los partidos que, junto con la democracia progresista, deberían haber servido de guía para apuntalar esa primera transición a la democracia. La "pasión de partido" y las "querellas domésticas", lejos de calmarse con la puesta en práctica del sufragio universal masculino, secreto y obligatorio, se exacerbaron hasta deponer una trabajosa legalidad constitucional que, con sus imperfecciones, ya tenía casi setenta años de duración ininterrumpida y a la cual J. V. González había rendido un fiel servicio.

Una rutina basada en el engaño
El golpe de 1930 significó el regreso al poder de la dirigencia desplazada en 1916, junto con sectores adictos provenientes del radicalismo y del socialismo. J. V. González no asistió a ese súbito cambio. Había muerto en 1923 , a los sesenta años, y tal vez la placidez que emanaba de aquellos prósperos años en que gobernaba Marcelo T. de Alvear no auguraba la tormenta que se avecinaba. El régimen que resultó de aquella fractura amalgamó de nuevo, durante trece años, la praxis de la proscripción y del fraude electoral que nuestro autor tanto temía. El rigor aplicado a los partidos de oposición adormeció las creencias públicas que aceptaban tácitamente esa rutina basada en el engaño.Sobre esta escenografía, en 1943 cayó el telón de un nuevo golpe de Estado, cercano en su origen a las fórmulas autoritarias que, por aquel entonces, campeaban en Francia y en la Península ibérica.

Nadie supuso en aquel momento que, tres años después, el peronismo iba a poner en marcha la transformación más ambiciosa de la Argentina: transformación desde el vértice del poder en el marco de una débil legitimidad de las instituciones políticas. Se disparó así una generosa legislación social cuyo vacío previo había presentido J. V. González en 1904, cuando presentó un proyecto de Código del Trabajo que no gozó de apoyo parlamentario. El peronismo colmó ese vacío con un ambicioso plan movilizador. Se acentuaron los sentimientos de igualdad y la movilidad social, y entraron a tallar en el repertorio de las valoraciones colectivas los derechos sociales. Los efectos de estos cambios escindieron las libertades públicas, férreamente controladas desde el Estado, de los sentimientos de igualdad por fin adquiridos en anchas franjas de la población. En los términos de Tocqueville, lejano maestro de J. V. González a través de Prévost-Paradol, ese caudaloso movimiento dividió la democracia en bandos irreconciliables. Para sus adherentes, el peronismo era la afirmación de la democracia en tanto conciencia igualitaria de participación; para quienes lo enfrentaban, el peronismo era la negación de las libertades.

Estas dicotomías sembraron otra "la semilla del odio". Se generalizó el odio al compás del incremento del autoritarismo sobre las libertades públicas y de la violenta interrupción del proceso político y social del peronismo con el golpe de Estado de 1955. Entonces "los odios de facción" llegaron a los extremos del bombardeo, el incendio y los fusilamientos. Para quienes recordamos aquel invierno de 1955, la ciudad olía a pólvora y cenizas. Tan implacable fue el odio acumulado que tuvimos que soportar el pasaje de casi treinta años, entre proscripciones, nuevos golpes militares a los presidentes civiles y mayores dosis de violencia, para que esos bandos maltrechos reconociesen en 1983 que la democracia era una obra común.

La instauración de 1983 implicaba ensamblar un pluralismo político, por fin amplio y sin cortapisas, con el deber de justicia. En la década anterior, los trágicos años setenta, la dialéctica del odio descendió hacia el infierno de la sistemática eliminación física de quien era considerado enemigo. Este quiebre de los resortes básicos de la convivencia se revistió con la peor de las justificaciones. El odio recíproco se vistió con ideologías de exterminio y la política se confundió con la guerra. Jamás en el siglo XX la política llegó a semejante nivel de indignidad, como si hubiesen estallado con estrépito los depósitos del encono abastecidos durante tantos años.

Ficciones electorales
1983 fue entonces un año decisivo a partir del cual tuvimos que superar la rémora de un sistema viciado de representación política. J. V. González lo calificó con el concepto de "representación tácita", aludiendo a la "ficción" electoral que montaban los "filibusteros" de la política. El reverso de este juego engañoso para desnaturalizar la sinceridad del sufragio fue la "centralización" del poder de la república en los presidentes y gobernadores de las provincias.

La dialéctica entre representación tácita y centralización no amainó en el siglo XX. J. V. González entreveía en esta tendencia una tradición "ejecutiva" negadora del registro propio de un "gobierno popular". En 1910, una parte de la dirigencia confiaba en que una reforma electoral podría al fin clausurar aquella tramoya y renovar la obsolescencia de un federalismo en el cual las provincias eran meras "estipendiarias del poder central".

La Argentina del Centenario había establecido por fin un Estado y consolidado sus límites territoriales. Hasta había perfeccionado su política exterior, a tono con las ideas de Alberdi, de acuerdo con "la ley suprema de la solidaridad internacional" (un principio que las ideologías nacionalistas, precursoras de la guerra de Malvinas, después desmentirían de plano), pero en cuanto a la política interna "el furor del mando" incrustado en el Poder Ejecutivo impondría más tarde una férula sólo doblegada parcialmente en las últimas décadas de democracia.

El desenvolvimiento de la reforma electoral hasta 1930, si bien alentó un ejercicio más abierto de la libertad política, reforzó la centralización en el Poder Ejecutivo mediante la aplicación continua de la intervención federal a las provincias. Este método fue acentuado por los gobiernos del radicalismo para desplazar a las oposiciones aún tributarias del antiguo orden conservador, o para dirimir conflictos en las filas oficiales. Luego del golpe de 1930, la ficción del sistema de "representación tácita" reapareció con nuevos bríos. Aunque el fraude fue su principal agente, el objetivo de los gobiernos en los años treinta fue el de invertir el sentido del control republicano. En lugar de que la oposición, con pleno acceso a las posibilidades de la alternancia, controlase al Gobierno, este debía, al contrario, controlar a las oposiciones asegurando su propia sucesión.

Esta matriz del control político se reprodujo en el curso del ciclo popular que comenzó en 1946. El peronismo dejó atrás la esclerosis que previamente había sufrido la participación ciudadana. Se amplió el padrón electoral, las mujeres obtuvieron el derecho al sufragio en 1947, las urnas rebosaron de votos. En cuanto al origen del poder, el peronismo tuvo pues una robusta legitimidad; en cuanto a su ejercicio, el vínculo entre el electorado y sus representantes se fusionó en el episodio más personalista del siglo XX, superior al yrigoyenismo pues el presidente disponía del resorte de la reelección inmediata e ilimitada estipulada por la reforma constitucional de 1949. El peronismo centralizó la conducción de los asuntos del Estado al paso que, gracias al control de las libertades de prensa y de reunión, impedía que las oposiciones se expresaran libremente, antes y después de la celebración de comicios regidos por sistemas electorales poco equitativos.

El personalismo, la imagen y realidad de un líder sobresaliente identificado con el pueblo reforzó en nuestra política "la tradición ejecutiva"; y lo que antes evocaba una trama oligárquica entre facciones rivales se transformó en un régimen donde la participación popular brotaba resueltamente. La soberanía del pueblo se desembarazó así de los límites republicanos y del condimento pluralista de la representación política. Esto lo entendió Juan D. Perón cuando regresó del exilio, asumió por tercera vez la presidencia en 1973, se desembarazó de las corrientes guerrilleras que antes había alentado y, sobre la base de una experiencia de odio y represiones, pactó acuerdos con la oposición.

No tuvo tiempo para ello. Más allá de su desaparición física y de una sucesión matrimonial partera del terrorismo de Estado, en la Argentina las raíces de la violencia crecían con fuerza. Una raíz se encontraba en el régimen de "representación tácita" que se impuso en el país a partir de 1955 y en "el furor del mando" que, en grados diferentes, encarnaron sendos capítulos de autoritarismo militar. La otra raíz estaba en las acciones tributarias de una nueva épica revolucionaria, con epicentro en Cuba, también dotadas de un "furor del mando" dispuesto a conquistar el poder a punta de fusil.

Tales fueron los legados de la democracia inaugurada en 1983. No fue sencillo y no lo es todavía. La "representación tácita" carece del arraigo de antaño. Reconcentrada en algunas provincias e intendencias, donde los gobernantes reproducen el ejercicio hegemónico del poder, el pluralismo de partidos que debería contrarrestar esta tendencia sigue siendo frágil. Esta situación se verifica no tanto porque las libertades públicas se hayan suprimido (todo lo contrario), sino por el hecho de que la tradición "ejecutiva" prosigue segando las reservas de autonomía de la sociedad civil. Con rastros del furor de antaño, los partidos gobernantes están recreando lo que J. V. González constataba como la "corrupción persistente de la práctica política". El unitarismo fiscal, que ha trastocado los principios del federalismo, es uno de los principales responsables de este estado de cosas, así como la transferencia de un amplio poder de decisión al Presidente por parte del electorado y del Congreso.

Los excluidos
¿Qué decir entre tanto de la sociedad? En El juicio del siglo la sociedad estaba expuesta a una asombrosa mutación. Más que un dato conservador de lo existente, la sociedad era un proyecto guiado por la inmigración y "la acción educativa de la democracia". Tal el horizonte, puesto que "todo el problema, el más hondo, el más primordial de los problemas, después de sancionada la Constitución, era comenzar por la enseñanza, la transformación del pasado para adoptarlo a las nuevas formas de vida".

Inspirado en estos propósitos, el Estado que proponía poner en forma J. V. González era una empresa educadora dotada de los atributos suficientes para soldar una triple escisión: la que existía entre los valores heroicos y guerreros del pasado y los mucho más pacíficos del presente; la que resultaba del inagotable caudal de inmigrantes que "permanecía ajeno a la esfera pública", y la que obedecía a la configuración de un Estado que, al concentrar la población en el área metropolitana, debilitaba a las provincias del interior.

En el primer caso, un relato proclive a resaltar la superioridad racial surge de estas páginas. Es una imagen que subraya las concepciones predominantes en las élites de hace un siglo. La sociedad del pasado estaba en efecto condenada a desaparecer, a medida que "los componentes degenerativos o inadaptables, como el indio y el negro" iban cediendo ante el influjo de la población blanca proveniente de las corrientes inmigratorias. No obstante, esa masa de recién llegados no se incorporaba a la vida política y, para colmo, tenía un costado perverso, fruto de la "irrupción informe y turbia de todo género de ideas, utopías y credos filosóficos".

Este choque se produjo con estrépito en el siglo XX. En contra de lo que pensaba J. V. González, el pasado regresó al compás de las grandes migraciones internas, semejantes por su dinamismo a la externas, que produjeron en las ciudades europeizadas por la inmigración desconcierto y rechazo. El "cabecita negra" reemplazó en el imaginario al inmigrante peligroso. Y mientras el impacto poblacional de la inmigración fue cerrando su parábola, integrándose en la sociedad civil y luego en la política, los sectores bajos de origen mestizo de la provincias tradicionales, cuyo ascenso alentaba J. V. González, permanecieron mucho más distantes, cuando no excluidos, de aquel proceso. A la vuelta de un siglo, la exclusión social se mide hoy también por el color de piel. Esta injusta situación en los años del Bicentenario habría desconcertado al optimismo de J. V. González. Fiel discípulo de John Stuart Mill, en cuanto a compartir la visión generosa que se cifra en un sistema educativo con "orientación utilitaria de la enseñanza" científica, técnica e innovadora, él apostaba con confianza por esa empresa dadora de capacidad ciudadana y apetito de progreso a una sociedad en formación.

El paso de las décadas fue mostrando los logros de aquel esfuerzo educativo y de un desarrollo científico que apuntaba al reconocimiento internacional con la obtención de tres premios Nobel en ciencias. Al mismo tiempo, la intolerancia de los regímenes autoritarios y la astenia fiscal del Estado durante el siglo XX, con su secuela de crisis, defaults e ineptitud en el diseño y aplicación de las leyes impositivas, fue dejando atrás aquel designio de mejorar con la educación pública la vida en común de poblaciones bien distribuidas a lo largo de nuestra geografía.

A la postre, esa deseable disposición de los recursos humanos, adaptada a los requerimientos del régimen federal, soportó en el siglo XX el peso desmesurado de la centralización urbana. J. V. González había percibido ese riesgo al advertir, en el tamaño desproporcionado de Buenos Aires, una "ciudad-estado" que no tenía parangón en el resto del país: un gigante demográfico, en efecto, absorbente e invertebrado. La ciudad de Buenos Aires fue en el siglo XX uno de los emblemas de la inmigración; el otro fue Rosario, con clases medias y movilidad social, mientras que las inmensas barriadas del Gran Buenos Aires, hoy con más de nueve millones de habitantes, sin servicios básicos ni acceso a la vivienda, representaban (lo hacen todavía de manera lacerante) la otra cara de las migraciones, aquella que llegaba desde el interior y ahora también desde varios países limítrofes.

Así se fueron extendiendo las luces y las sombras de las aglomeraciones urbanas. Dadas estas incógnitas, J. V. González confiaba en el gradualismo de la legislación social (un punto de partida que le fue negado, como hemos visto, en 1904) y en la promesa que yacía latente en el futuro desarrollo de las nuevas tierras del sur, en la vasta Patagonia. En los hechos, la legislación social se impuso en la Argentina con escaso gradualismo y, cuando llegó hasta el punto de su plena maduración, los derechos sociales se marchitaron porque el régimen fiscal que debía sostenerlos se derrumbó ante el vendaval de las crisis económicas. En la actualidad, el empleo resguardado por la legislación social y un poderoso sindicalismo sobrevive al lado de otra clase de empleo que carece de esas protecciones tan recomendadas en El juicio del siglo junto con la libertad sindical (hoy no reconocida en los hechos, aunque sí por la Corte Suprema de Justicia).

¿Qué quedaba en pie entonces del programa de colonizar por medio del trabajo la frontera del sur? J. V. González venía del norte, de La Rioja, de aquellos espacios de la vieja Argentina, el contorno de Mis montañas . El sur abría pues una oportunidad siempre que en aquellos territorios no se reprodujera la estructura rentística de los "latifundia". Paradojas de la historia: al paso de un siglo, la Patagonia se modificó, emporio de producción energética y de turismo. Mucho menos cambiaron los estilos de hacer política que, curiosamente, se reencontraron con las tradiciones del norte. Desde La Rioja a Santa Cruz, los hijos de inmigrantes reclamaron con éxito su condición ciudadana y ascendieron a las más altas responsabilidades, pero no dejaron de lado la matriz hegemónica, reeleccionista y personalista de la antigua política. La descripción de esta mezcla entre lo viejo y lo nuevo, entre herencias del pasado e innovaciones del presente, en una Argentina que inicia en el siglo XXI su tercera trayectoria, recupera una de la intenciones teóricas de El juicio del siglo : cambios y continuidades en un mismo fresco histórico para marcar nuestra futura carta de navegación.

En este escenario de procesos políticos, movilizaciones sociales ambiciosas y retrocesos no menos contundentes, la ética reformista que esbozó J. V. González quizás señale un camino, no para repetir servilmente lo que dijo sino para recuperar un espíritu atento a la combinación de los valores de libertad, justicia e igualdad. La defensa de la civitas democrática en este planeta globalizado, su recreación y asiento en las creencias públicas es ahora tan actual como en 1910. Además, la humanidad ha padecido en el siglo XX un pavoroso conjunto de consecuencias impredecibles. ¿Quién hubiese imaginado en 1910, con las creencias exultantes acerca del porvenir típicas de aquella época, que un lustro más tarde el mundo estaría envuelto en un exterminio en masa que aumentaría sin cesar? Son lecciones a no echar en saco roto. Porque la historia no está predeterminada de antemano, ahora sabemos que nuestro país no está inevitablemente arrojado al éxito ni tampoco condenado al fracaso. Estos itinerarios dependen de nosotros, de la libertad ciudadana que tanto padeció a lo largo del siglo XX. Razón de más, como sugería J. V. González, para retemplar el ánimo "bajo el amplio escudo republicano".



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Botana: "Bajo el signo de la discordia"



En 1910, durante el Primer Centenario, en el diario La Nación (Buenos Aires) fue publicado un ensayo que hizo historia: "El juicio del siglo", de Joaquín V. González. Para el Bicentenario, Natalio Botana retoma el espíritu de ese texto y asume el desafío de pensar los últimos cien años de la vida política argentina e imaginar lo que vendrá

Natalio R. Botana

Publicado en La Nación, 23 de mayo de 2010

El 25 de mayo de 1910, Joaquín V. González publicó, en el suplemento que LA NACION dedicó al Centenario, un ensayo "crítico histórico" acerca del desenvolvimiento de la Argentina en su primera centuria. Escrito a la manera de Macaulay y Prévost-Paradol, El juicio del siglo pretendía extraer de nuestro pasado unas tendencias sociológicas que permitiesen comprender el porqué de "las llamas de las pasiones de cada época". Entre 1810 y 1910, en la Argentina se habían transformado la sociedad y la economía mientras que la política permanecía aferrada, según aquel polifacético hombre de Estado, jurista, historiador, sociólogo y educador, a un conjunto de problemas recurrentes.

El texto, una cruza fecunda de la experiencia con la especulación teórica, desplegó ante el lector tres tendencias que habían marcado con su sello nuestro pasado: "la ley de las discordias civiles"; la "representación tácita" que perturbaba el ejercicio de la representación política; por fin, la configuración que iban adoptando el Estado y la sociedad. Para J. V. González, estas tres tendencias cerraban en 1910 un ciclo histórico. Para quien esto escribe, estas constantes bien podrían proyectarse hacia el siglo siguiente, entre 1910 y 2010, para intentar acaso otra exploración sobre "las llamas de las pasiones" de nuestra circunstancia.

De entrada nomás, el argumento de El juicio del siglo nos confronta con un "elemento morboso" que, al compás de los "odios de facción", sembraba "la semilla del odio" y arrastraba a los argentinos hacia el "vértigo sangriento de las querellas fratricidas". J. V. González creía que el rol pacificador de la Constitución Nacional podía encauzar los combates hacia "armonías cada vez más estrechas e íntimas." Nada de esto ocurrió entre 1930 y 1983. En el momento en que él escribía este ensayo, la Argentina parecía encaminarse por el itinerario de la reforma política que condujo al radicalismo a la presidencia en 1916, pero veinte años más tarde, en 1930, un golpe de Estado hizo trizas ese proyecto y abrió curso, hasta 1983, a una larga crisis de legitimidad. El signo de la discordia fue la irrupción en la política del poder irrestricto de las armas, una fuerza ligada a sectores civiles que, de allí en más, mostraría un creciente potencial.

Sobre el fondo del golpe de Estado se destacaba en 1930 la crisis económica que había despuntado un año antes, pero al lado de ese factor es posible advertir en esta caducidad del temperamento reformista el ánimo belicoso con que la opinión pública, azuzada por algunos diarios, comenzó a dividir el campo, como en el siglo XIX, en facciones antagónicas. Esas dicotomías no sólo cobraron entidad en las filas del antiguo conservadurismo, sino también en las del radicalismo (donde las principales fueron las del yirigoyenismo y antiyrigoyenismo) y en el seno del socialismo, los partidos que, junto con la democracia progresista, deberían haber servido de guía para apuntalar esa primera transición a la democracia. La "pasión de partido" y las "querellas domésticas", lejos de calmarse con la puesta en práctica del sufragio universal masculino, secreto y obligatorio, se exacerbaron hasta deponer una trabajosa legalidad constitucional que, con sus imperfecciones, ya tenía casi setenta años de duración ininterrumpida y a la cual J. V. González había rendido un fiel servicio.

Una rutina basada en el engaño

El golpe de 1930 significó el regreso al poder de la dirigencia desplazada en 1916, junto con sectores adictos provenientes del radicalismo y del socialismo. J. V. González no asistió a ese súbito cambio. Había muerto en 1923 , a los sesenta años, y tal vez la placidez que emanaba de aquellos prósperos años en que gobernaba Marcelo T. de Alvear no auguraba la tormenta que se avecinaba. El régimen que resultó de aquella fractura amalgamó de nuevo, durante trece años, la praxis de la proscripción y del fraude electoral que nuestro autor tanto temía. El rigor aplicado a los partidos de oposición adormeció las creencias públicas que aceptaban tácitamente esa rutina basada en el engaño.Sobre esta escenografía, en 1943 cayó el telón de un nuevo golpe de Estado, cercano en su origen a las fórmulas autoritarias que, por aquel entonces, campeaban en Francia y en la Península ibérica.

Nadie supuso en aquel momento que, tres años después, el peronismo iba a poner en marcha la transformación más ambiciosa de la Argentina: transformación desde el vértice del poder en el marco de una débil legitimidad de las instituciones políticas. Se disparó así una generosa legislación social cuyo vacío previo había presentido J. V. González en 1904, cuando presentó un proyecto de Código del Trabajo que no gozó de apoyo parlamentario. El peronismo colmó ese vacío con un ambicioso plan movilizador. Se acentuaron los sentimientos de igualdad y la movilidad social, y entraron a tallar en el repertorio de las valoraciones colectivas los derechos sociales. Los efectos de estos cambios escindieron las libertades públicas, férreamente controladas desde el Estado, de los sentimientos de igualdad por fin adquiridos en anchas franjas de la población. En los términos de Tocqueville, lejano maestro de J. V. González a través de Prévost-Paradol, ese caudaloso movimiento dividió la democracia en bandos irreconciliables. Para sus adherentes, el peronismo era la afirmación de la democracia en tanto conciencia igualitaria de participación; para quienes lo enfrentaban, el peronismo era la negación de las libertades.

Estas dicotomías sembraron otra "la semilla del odio". Se generalizó el odio al compás del incremento del autoritarismo sobre las libertades públicas y de la violenta interrupción del proceso político y social del peronismo con el golpe de Estado de 1955. Entonces "los odios de facción" llegaron a los extremos del bombardeo, el incendio y los fusilamientos. Para quienes recordamos aquel invierno de 1955, la ciudad olía a pólvora y cenizas. Tan implacable fue el odio acumulado que tuvimos que soportar el pasaje de casi treinta años, entre proscripciones, nuevos golpes militares a los presidentes civiles y mayores dosis de violencia, para que esos bandos maltrechos reconociesen en 1983 que la democracia era una obra común.

La instauración de 1983 implicaba ensamblar un pluralismo político, por fin amplio y sin cortapisas, con el deber de justicia. En la década anterior, los trágicos años setenta, la dialéctica del odio descendió hacia el infierno de la sistemática eliminación física de quien era considerado enemigo. Este quiebre de los resortes básicos de la convivencia se revistió con la peor de las justificaciones. El odio recíproco se vistió con ideologías de exterminio y la política se confundió con la guerra. Jamás en el siglo XX la política llegó a semejante nivel de indignidad, como si hubiesen estallado con estrépito los depósitos del encono abastecidos durante tantos años.

Ficciones electorales

1983 fue entonces un año decisivo a partir del cual tuvimos que superar la rémora de un sistema viciado de representación política. J. V. González lo calificó con el concepto de "representación tácita", aludiendo a la "ficción" electoral que montaban los "filibusteros" de la política. El reverso de este juego engañoso para desnaturalizar la sinceridad del sufragio fue la "centralización" del poder de la república en los presidentes y gobernadores de las provincias.

La dialéctica entre representación tácita y centralización no amainó en el siglo XX. J. V. González entreveía en esta tendencia una tradición "ejecutiva" negadora del registro propio de un "gobierno popular". En 1910, una parte de la dirigencia confiaba en que una reforma electoral podría al fin clausurar aquella tramoya y renovar la obsolescencia de un federalismo en el cual las provincias eran meras "estipendiarias del poder central".

La Argentina del Centenario había establecido por fin un Estado y consolidado sus límites territoriales. Hasta había perfeccionado su política exterior, a tono con las ideas de Alberdi, de acuerdo con "la ley suprema de la solidaridad internacional" (un principio que las ideologías nacionalistas, precursoras de la guerra de Malvinas, después desmentirían de plano), pero en cuanto a la política interna "el furor del mando" incrustado en el Poder Ejecutivo impondría más tarde una férula sólo doblegada parcialmente en las últimas décadas de democracia.

El desenvolvimiento de la reforma electoral hasta 1930, si bien alentó un ejercicio más abierto de la libertad política, reforzó la centralización en el Poder Ejecutivo mediante la aplicación continua de la intervención federal a las provincias. Este método fue acentuado por los gobiernos del radicalismo para desplazar a las oposiciones aún tributarias del antiguo orden conservador, o para dirimir conflictos en las filas oficiales. Luego del golpe de 1930, la ficción del sistema de "representación tácita" reapareció con nuevos bríos. Aunque el fraude fue su principal agente, el objetivo de los gobiernos en los años treinta fue el de invertir el sentido del control republicano. En lugar de que la oposición, con pleno acceso a las posibilidades de la alternancia, controlase al Gobierno, este debía, al contrario, controlar a las oposiciones asegurando su propia sucesión.

Esta matriz del control político se reprodujo en el curso del ciclo popular que comenzó en 1946. El peronismo dejó atrás la esclerosis que previamente había sufrido la participación ciudadana. Se amplió el padrón electoral, las mujeres obtuvieron el derecho al sufragio en 1947, las urnas rebosaron de votos. En cuanto al origen del poder, el peronismo tuvo pues una robusta legitimidad; en cuanto a su ejercicio, el vínculo entre el electorado y sus representantes se fusionó en el episodio más personalista del siglo XX, superior al yrigoyenismo pues el presidente disponía del resorte de la reelección inmediata e ilimitada estipulada por la reforma constitucional de 1949. El peronismo centralizó la conducción de los asuntos del Estado al paso que, gracias al control de las libertades de prensa y de reunión, impedía que las oposiciones se expresaran libremente, antes y después de la celebración de comicios regidos por sistemas electorales poco equitativos.

El personalismo, la imagen y realidad de un líder sobresaliente identificado con el pueblo reforzó en nuestra política "la tradición ejecutiva"; y lo que antes evocaba una trama oligárquica entre facciones rivales se transformó en un régimen donde la participación popular brotaba resueltamente. La soberanía del pueblo se desembarazó así de los límites republicanos y del condimento pluralista de la representación política. Esto lo entendió Juan D. Perón cuando regresó del exilio, asumió por tercera vez la presidencia en 1973, se desembarazó de las corrientes guerrilleras que antes había alentado y, sobre la base de una experiencia de odio y represiones, pactó acuerdos con la oposición.

No tuvo tiempo para ello. Más allá de su desaparición física y de una sucesión matrimonial partera del terrorismo de Estado, en la Argentina las raíces de la violencia crecían con fuerza. Una raíz se encontraba en el régimen de "representación tácita" que se impuso en el país a partir de 1955 y en "el furor del mando" que, en grados diferentes, encarnaron sendos capítulos de autoritarismo militar. La otra raíz estaba en las acciones tributarias de una nueva épica revolucionaria, con epicentro en Cuba, también dotadas de un "furor del mando" dispuesto a conquistar el poder a punta de fusil.

Tales fueron los legados de la democracia inaugurada en 1983. No fue sencillo y no lo es todavía. La "representación tácita" carece del arraigo de antaño. Reconcentrada en algunas provincias e intendencias, donde los gobernantes reproducen el ejercicio hegemónico del poder, el pluralismo de partidos que debería contrarrestar esta tendencia sigue siendo frágil. Esta situación se verifica no tanto porque las libertades públicas se hayan suprimido (todo lo contrario), sino por el hecho de que la tradición "ejecutiva" prosigue segando las reservas de autonomía de la sociedad civil. Con rastros del furor de antaño, los partidos gobernantes están recreando lo que J. V. González constataba como la "corrupción persistente de la práctica política". El unitarismo fiscal, que ha trastocado los principios del federalismo, es uno de los principales responsables de este estado de cosas, así como la transferencia de un amplio poder de decisión al Presidente por parte del electorado y del Congreso.

Los excluidos

¿Qué decir entre tanto de la sociedad? En El juicio del siglo la sociedad estaba expuesta a una asombrosa mutación. Más que un dato conservador de lo existente, la sociedad era un proyecto guiado por la inmigración y "la acción educativa de la democracia". Tal el horizonte, puesto que "todo el problema, el más hondo, el más primordial de los problemas, después de sancionada la Constitución, era comenzar por la enseñanza, la transformación del pasado para adoptarlo a las nuevas formas de vida".

Inspirado en estos propósitos, el Estado que proponía poner en forma J. V. González era una empresa educadora dotada de los atributos suficientes para soldar una triple escisión: la que existía entre los valores heroicos y guerreros del pasado y los mucho más pacíficos del presente; la que resultaba del inagotable caudal de inmigrantes que "permanecía ajeno a la esfera pública", y la que obedecía a la configuración de un Estado que, al concentrar la población en el área metropolitana, debilitaba a las provincias del interior.

En el primer caso, un relato proclive a resaltar la superioridad racial surge de estas páginas. Es una imagen que subraya las concepciones predominantes en las élites de hace un siglo. La sociedad del pasado estaba en efecto condenada a desaparecer, a medida que "los componentes degenerativos o inadaptables, como el indio y el negro" iban cediendo ante el influjo de la población blanca proveniente de las corrientes inmigratorias. No obstante, esa masa de recién llegados no se incorporaba a la vida política y, para colmo, tenía un costado perverso, fruto de la "irrupción informe y turbia de todo género de ideas, utopías y credos filosóficos".

Este choque se produjo con estrépito en el siglo XX. En contra de lo que pensaba J. V. González, el pasado regresó al compás de las grandes migraciones internas, semejantes por su dinamismo a la externas, que produjeron en las ciudades europeizadas por la inmigración desconcierto y rechazo. El "cabecita negra" reemplazó en el imaginario al inmigrante peligroso. Y mientras el impacto poblacional de la inmigración fue cerrando su parábola, integrándose en la sociedad civil y luego en la política, los sectores bajos de origen mestizo de la provincias tradicionales, cuyo ascenso alentaba J. V. González, permanecieron mucho más distantes, cuando no excluidos, de aquel proceso. A la vuelta de un siglo, la exclusión social se mide hoy también por el color de piel. Esta injusta situación en los años del Bicentenario habría desconcertado al optimismo de J. V. González. Fiel discípulo de John Stuart Mill, en cuanto a compartir la visión generosa que se cifra en un sistema educativo con "orientación utilitaria de la enseñanza" científica, técnica e innovadora, él apostaba con confianza por esa empresa dadora de capacidad ciudadana y apetito de progreso a una sociedad en formación.

El paso de las décadas fue mostrando los logros de aquel esfuerzo educativo y de un desarrollo científico que apuntaba al reconocimiento internacional con la obtención de tres premios Nobel en ciencias. Al mismo tiempo, la intolerancia de los regímenes autoritarios y la astenia fiscal del Estado durante el siglo XX, con su secuela de crisis, defaults e ineptitud en el diseño y aplicación de las leyes impositivas, fue dejando atrás aquel designio de mejorar con la educación pública la vida en común de poblaciones bien distribuidas a lo largo de nuestra geografía.

A la postre, esa deseable disposición de los recursos humanos, adaptada a los requerimientos del régimen federal, soportó en el siglo XX el peso desmesurado de la centralización urbana. J. V. González había percibido ese riesgo al advertir, en el tamaño desproporcionado de Buenos Aires, una "ciudad-estado" que no tenía parangón en el resto del país: un gigante demográfico, en efecto, absorbente e invertebrado. La ciudad de Buenos Aires fue en el siglo XX uno de los emblemas de la inmigración; el otro fue Rosario, con clases medias y movilidad social, mientras que las inmensas barriadas del Gran Buenos Aires, hoy con más de nueve millones de habitantes, sin servicios básicos ni acceso a la vivienda, representaban (lo hacen todavía de manera lacerante) la otra cara de las migraciones, aquella que llegaba desde el interior y ahora también desde varios países limítrofes.

Así se fueron extendiendo las luces y las sombras de las aglomeraciones urbanas. Dadas estas incógnitas, J. V. González confiaba en el gradualismo de la legislación social (un punto de partida que le fue negado, como hemos visto, en 1904) y en la promesa que yacía latente en el futuro desarrollo de las nuevas tierras del sur, en la vasta Patagonia. En los hechos, la legislación social se impuso en la Argentina con escaso gradualismo y, cuando llegó hasta el punto de su plena maduración, los derechos sociales se marchitaron porque el régimen fiscal que debía sostenerlos se derrumbó ante el vendaval de las crisis económicas. En la actualidad, el empleo resguardado por la legislación social y un poderoso sindicalismo sobrevive al lado de otra clase de empleo que carece de esas protecciones tan recomendadas en El juicio del siglo junto con la libertad sindical (hoy no reconocida en los hechos, aunque sí por la Corte Suprema de Justicia).

¿Qué quedaba en pie entonces del programa de colonizar por medio del trabajo la frontera del sur? J. V. González venía del norte, de La Rioja, de aquellos espacios de la vieja Argentina, el contorno de Mis montañas . El sur abría pues una oportunidad siempre que en aquellos territorios no se reprodujera la estructura rentística de los "latifundia". Paradojas de la historia: al paso de un siglo, la Patagonia se modificó, emporio de producción energética y de turismo. Mucho menos cambiaron los estilos de hacer política que, curiosamente, se reencontraron con las tradiciones del norte. Desde La Rioja a Santa Cruz, los hijos de inmigrantes reclamaron con éxito su condición ciudadana y ascendieron a las más altas responsabilidades, pero no dejaron de lado la matriz hegemónica, reeleccionista y personalista de la antigua política. La descripción de esta mezcla entre lo viejo y lo nuevo, entre herencias del pasado e innovaciones del presente, en una Argentina que inicia en el siglo XXI su tercera trayectoria, recupera una de la intenciones teóricas de El juicio del siglo : cambios y continuidades en un mismo fresco histórico para marcar nuestra futura carta de navegación.

En este escenario de procesos políticos, movilizaciones sociales ambiciosas y retrocesos no menos contundentes, la ética reformista que esbozó J. V. González quizás señale un camino, no para repetir servilmente lo que dijo sino para recuperar un espíritu atento a la combinación de los valores de libertad, justicia e igualdad. La defensa de la civitas democrática en este planeta globalizado, su recreación y asiento en las creencias públicas es ahora tan actual como en 1910. Además, la humanidad ha padecido en el siglo XX un pavoroso conjunto de consecuencias impredecibles. ¿Quién hubiese imaginado en 1910, con las creencias exultantes acerca del porvenir típicas de aquella época, que un lustro más tarde el mundo estaría envuelto en un exterminio en masa que aumentaría sin cesar? Son lecciones a no echar en saco roto. Porque la historia no está predeterminada de antemano, ahora sabemos que nuestro país no está inevitablemente arrojado al éxito ni tampoco condenado al fracaso. Estos itinerarios dependen de nosotros, de la libertad ciudadana que tanto padeció a lo largo del siglo XX. Razón de más, como sugería J. V. González, para retemplar el ánimo "bajo el amplio escudo republicano".


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lunes, 18 de octubre de 2010

"Tocados por la manía de la independencia"


Por Miguel Ángel De MarcoPara LA NACION
Domingo 23 de mayo de 2010

El 2 de mayo de 1808, el pueblo de Madrid se enfrentó a los veteranos mamelucos franceses frente al Palacio Real y en sus proximidades, y les provocó contundentes pérdidas. Las mujeres usaron sus tijeras y los hombres sus navajas. El pueblo se alzaba contra el rey José I, impuesto por el invasor, mientras Fernando VII, tras abandonar cobardemente su patria para ponerse en manos de Napoleón, gozaba de un cómodo exilio en Valencais. Esa misma tarde, en las cercanías de la capital, un manifiesto escrito por otras manos pero firmado por los alcaldes de Móstoles llamaba a la resistencia a los españoles. Las tropas del emperador, al mando de Joaquín Murat, quebraron la resistencia de los oficiales del Cuartel de la Montaña y fusilaron a centenares de vecinos en la Moncloa. Si faltaran documentos escritos, bastarían los dramáticos lienzos de Goya para reflejar aquellos cruciales momentos.

Toda España se levantó contra el extranjero y, para armar la resistencia, constituyó un sistema de juntas provinciales y locales, unificadas, si esa expresión puede resultar valedera para el indomeñable localismo peninsular, por un órgano central. Mientras militares y pueblo enfrentaban a las tropas más disciplinadas de su tiempo y les infligían la derrota de Bailén, las noticias de lo ocurrido llegaban en lentos veleros a los distintos puntos del imperio, y despertaban el dormido anhelo de independencia de los americanos. Como diría Cornelio Saavedra en los días de mayo de 1810, "la breva estaba madura".

Los criollos y no pocos españoles del Nuevo Mundo querían sacudirse el yugo de los borbones que aplicaban un insufrible sistema centralista que repercutía en casi todos los actos de la vida pública y privada de los habitantes. Tal efervescencia había sido advertida por ministros lúcidos, como el célebre conde de Aranda, que a fines del siglo XVIII pretendió crear especies de reinos autónomos ligados a la metrópoli pero atentos a las conveniencias de respectivas realidades locales.Los reyes y sus favoritos ajustaron una y otra vez el incómodo yugo.

Si bien las personas letradas conocían y apreciaban a los autores del Siglo de las Luces y estaban al tanto de los fundamentos de la revolución de las colonias norteamericanas de 1776, como de los sucesos de la Francia republicana que destronó a Luis XVIII, la mayoría tenía motivos más concretos y cotidianos para el descontento. El absolutismo borbónico dejaba poco espacio a sus deseos de participar en el gobierno y en la vida económica.

En 1806,una expedición militar británica, cuyo objeto era abrir nuevos mercados para los excedentes de la Revolución Industrial y coadyuvar a los propósitos independentistas de los americanos residentes en Inglaterra encabezados por Miranda, fue expulsada por el pueblo de Buenos Aires tras pocos meses de dominio; un segundo intento, luego de hacer pie en Montevideo, resultó frustrado por los recién formados cuerpos de milicias de criollos y españoles. El vigor y entusiasmo de los vecinos en armas advirtió a éstos de su propia fuerza. Fueron los nuevos jefes, oficiales y soldados, que hasta hacía poco habían sido empleados, comerciantes, dependientes y peones rurales, quienes desalojaron del poder al virrey español Sobre Monte y pusieron en su lugar al héroe de la Reconquista, Santiago de Liniers.

Objetivos revolucionarios

Destronado Fernando VII y alzada España contra el invasor francés, casi todo el Imperio español quiso la independencia, y adoptó el sistema de juntas como paso intermedio para alcanzar ese objetivo.

A pocos días de producirse los sucesos que culminaron con el establecimiento del primer gobierno patrio, el comandante del Apostadero Naval de Montevideo, José María de Salazar, que como muchos otros altos funcionarios españoles no se engañó sobre los verdaderos objetivos de los revolucionarios, advirtió a sus superiores metropolitanos: "Todo está dislocado, el mal es muy grande y los remedios deben ser prontos y activos. No hay un cuerpo que no esté contagiado, y corrompidas sus costumbres religiosas y morales". E insistía: "Milicia, clero secular y regular, cabildos eclesiásticos y seculares, todos lo están más o menos y todos están también tocados de la manía de la independencia, y creyendo ver en ella todas sus felicidades, hasta el sexo femenil participa de esta locura. La maldita filosofía moderna, el trato con una multitud de extranjeros introducidos en estos países en estos últimos tiempos: ingleses, americanos, portugueses, y peores que éstos, franceses, italianos y genoveses [sic], esta es la verdadera peste de estos dominios que si no se extermina acabará de perderlos".
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jueves, 16 de septiembre de 2010

Bicentenario: mujeres que hicieron la historia

La presencia femenina tuvo un lugar destacado en los sucesos de Mayo y el papel de la mujer en la sociedad cambió drásticamente después de la Revolución, cuando se contemplaron sus derechos a la educación y a la cultura, pero también el derecho a elegir libremente en cuestiones de amor

María Saenz Quesada
Para LA NACION
Domingo 23 de mayo de 2010


El pensamiento de la Ilustración que en el siglo XVIII desafió la continuidad del Antiguo Régimen cuestionó la visión tradicional de la mujer. En coincidencia con estas ideas, un sector de avanzada de la Francia revolucionaria propuso -sin éxito- que se consultara a las mujeres acerca de las leyes que las concernían directamente. También se reclamó que la educación femenina fuera responsabilidad del Estado. Estos dos enfoques se difundieron a través de libros y periódicos.

En el virreinato del Río de la Plata, las primeras publicaciones de los criollos criticaron la costumbre de arreglar los casamientos entre familias sin darle lugar al amor, muy valorado por las nuevas tendencias del romanticismo. Por su parte, Manuel Belgrano recomendó vivamente que se educara a las mujeres, algo que constituía también una forma de reconocer a su madre, Josefa González Casero, sostén del hogar y entusiasta de la buena educación.

La defensa del derecho de las mujeres al amor, a la educación y la cultura, y fundamentalmente a una vida propia, tuvo una representante genuina en Mariquita Sánchez (1786-1868). Su lugar en la historia suele limitarse al de anfitriona de un salón refinado en el que se dieron cita las personalidades de la política, la ciencia y la cultura y en el que se habría cantado el Himno Nacional por primera vez. Pero más allá de esto, ella se convirtió en símbolo de la modernidad porque recurrió a la ley para defender su derecho a elegir marido contra la voluntad de sus padres.

Ese rol protagónico en la revolución de las costumbres la impulsó a participar más tarde en la conspiración de Mayo de 1810, junto con su esposo, Martín Jacobo Thompson. No se conocen datos concretos sobre su actuación, peroa algunas cartas suyas indican que estaba al tanto de los riesgos que se corrían, que temió por sus seres queridos y que apoyó desde un principio el cambio político.

Esta patriota de 1810 y su grupo de amigas del patriciado porteño se plantearon el tema de cuál sería el lugar de la mujer en la sociedad después de la Revolución. Según puede leerse en El Grito del Sud , pronto entendieron que el gobierno no había tomado ninguna medida dirigida a mejorar su educación: a "las madres, las esposas, las hijas, hermanas y compatricias de los americanos no les han debido hasta ahora un solo rasgo de atención y de liberalidad, no han podido conseguir que den una sola ojeada compasiva hacia ese sexo degradado inmemorialmente y que forma la más dulce mitad de su especie".

Las esperaba un largo camino. Por lo pronto, tuvieron que bregar ante el Primer Triunvirato para que Angelita Castelli no fuera castigada por haberse casado con el capitán Igarzábal sin el consentimiento paterno. En efecto, Juan José Castelli, el ultrarrevolucionario tribuno de Mayo, estaba enemistado con su futuro yerno porque éste era saavedrista y por lo tanto presunto adversario. Esta clase de dificultades fueron frecuentes en las luchas facciosas desatadas por la Revolución.

Amar en esos tiempos revueltos significaba para la mayoría la larga espera del marido ausente. Otras arriesgaban su reputación y su comodidad por estar junto al hombre amado. Fue el caso de María Josefa Ezcurra de Ezcurra, casada con un primo muy rico quien debido a su simpatía por la causa realista se marchó del país; ella aprovechó la ausencia y se jugó abiertamente por su amado Manuel Belgrano a quien acompañó a Tucumán. Tuvieron un hijo, Pedro Rosas y Belgrano.

Amazonas, indígenas y mestizas
El escenario de la guerra en las provincias norteñas, donde los ejércitos patriotas y realistas avanzaron y retrocedieron durante quince años, representó otro desafío para las mujeres. En Salta unas fueron realistas y otras patriotas. Atrapada en este dilema, Magdalena (Macacha) Güemes desobedeció a su marido (realista) y sirvió a la causa patriota que encabezaba su hermano Martín Miguel. El historiador Roberto G. Vitry aporta numerosos ejemplos de otras mujeres patriotas entre los que se destaca el de Martina Silva de Gurruchaga, quien formó a su costa un destacamento de soldados y mereció el reconocimiento de Belgrano.

Hubo casos excepcionales de guerreras, como la emblemática Juana Azurduy, teniente coronel del ejército de las Provincias Unidas. Esta rica propietaria en la provincia altoperuana de Charcas, y su marido, Manuel Ascensio Padilla, lideraron la "Guerra de las Republiquetas". A su lado lucharon "amazonas" indígenas y mestizas. Por otra parte, en la "guerra gaucha" abundaron las "bomberas", que aprovecharon su condición femenina para llevar informaciones en papeles que ellas no estaban en condiciones de leer porque eran analfabetas.

Fuera de los ejemplos sobresalientes, el grueso de las mujeres que acompañó a los ejércitos lo hizo de manera informal ("mamitas", "vivanderas"). Su símbolo histórico son las "Niñas de Ayohuma", lavanderas morenas, venidas de Buenos Aires. Aunque las crónicas de guerra apenas mencionen a esas mujeres humildes, su compañía resultaba imprescindible en fuerzas militares improvisadas sin servicios adecuados de sanidad y abastecimiento. No se las admitió en cambio en los ejércitos profesionales como el que formó San Martín en Cuyo. "No me entiendo con mujeres sino con soldados sujetos a la disciplina militar", decía el Libertador.

Todas estas historias no difieren sustancialmente de otros relatos de la independencia latinoamericana. La diferencia radica en la Argentina en el énfasis que los gobiernos patrios, pasado el momento inicial, pusieron en educar a las mujeres. A ese respecto la administración de Bernardino Rivadavia es un ejemplo: fundó en 1821 la Sociedad de Beneficencia de Buenos Aires con la misión de abrir escuelas de niñas en todos los barrios porteños y en las poblaciones de campaña. Sarmiento, como Jefe del Departamento de Escuelas del Estado de Buenos Aires (1855), recibió esa herencia y se aplicó a modernizarla y nacionalizarla. Esta fue la base sobre la que después se construiría el sólido edificio de la educación pública argentina, verdadera epopeya cívica protagonizada por las mujeres maestras.


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miércoles, 18 de agosto de 2010

"En 1810 no existía la idea de nacionalidad"


José Carlos Chiaramonte analiza las complejidades de la gesta revolucionaria y reflexiona sobre las preguntas que todavía despierta.
Pablo Mendelevich
Para LA NACION
23 de mayo de 2010


Cuando se memorizan -en pantalón corto- la tabla del dos, los verbos regulares, los nombres de las provincias y la Revolución de Mayo, uno supone que lo fundamental ya lo sabe. Sólo a la salida de la adolescencia el argentino medio descubre que las preguntas sobre la Revolución de Mayo sobrevivirán a todas sus certezas. Más tarde o más temprano, ¿quién no desconfía del cliché de French y Beruti y los paraguas, de la deposición del virrey Cisneros y del concepto glamoroso de la gesta revolucionaria por toda explicación de las complejidades de aquel 1810, año tan mentado, al cabo, como recóndito?

Resulta que el mito de la revolución fundante de nuestra historia como nación no tiene pleno aval académico. Asunto importante como pocos en un bicentenario, que no es otra cosa que una conmemoración de dos siglos apoyados en aquel hito, cuando comenzó todo. ¿Comenzó todo?

José Carlos Chiaramonte, director del Instituto de Historia Argentina y Americana "Dr. Emilio Ravignani", es uno de los más importantes estudiosos de los orígenes de la nación argentina. Muchos de sus trabajos abordan esa cuestión. En síntesis, Chiaramonte se refiere al siglo XIX como de "fabricación" de naciones sobre la base de reinos, imperios, ciudades-repúblicas o confederaciones. Pero, aclara, la palabra nación no estaba asociada entonces a la idea de Estado independiente.

-¿Por qué usted ha sostenido que no hay nacionalidad preexistente hacia 1810?

-La historia de la formación de las naciones, no sólo la argentina, ha sido deformada por un enfoque ideológico que se suele llamar principio de las nacionalidades, que se difundió con el romanticismo. De acuerdo con esto, los estados nacionales existen como proyección de una nacionalidad preexistente. Los historiadores, tanto europeos como norteamericanos, han demostrado que esto no corresponde a la realidad de ninguna de las grandes naciones que hay en el mundo. Le digo más, en 1810 no existía siquiera el concepto de nacionalidad. En las primeras ediciones del diccionario de la Real Academia Española, del siglo XVIII, nacionalidad era una palabra que indicaba pertenencia a un Estado, nada más.
-¿Y el concepto de argentino?

-El desplome de la monarquía española origina un vacío de poder. En Hispanoamérica, en las principales ciudades surge un tipo de gobierno llamado juntas, que se proponen, justamente, ocupar ese vacío. El pueblo de Buenos Aires actúa como una de las tantas soberanías que surgen al caer la monarquía. La palabra argentinos era sinónimo de porteños. No de los nativos, porque las castas no cabían en esa denominación. Un español también era argentino mientras viviera en Buenos Aires.

-¿No había un sentimiento antiespañol?

-Había una disconformidad bastante grande, pero salvo una minoría que tenía intenciones de independencia, lo que la mayoría buscaba era cierto grado de autonomía política sin abandonar la pertenencia a la monarquía hispana. Es el estallido de la reacción española lo que va radicalizando la postura hasta llegar a la Independencia de 1816.

-¿En la cabeza de quiénes estaba esa idea cuando se produce la Revolución de Mayo?

-De muy poca gente. Pero de esto no hay pruebas fehacientes. La monarquía castellana había sucumbido ante Napoleón, pero nadie sabía qué iba a pasar: si Napoleón iba a ser el triunfador final, si iba a desaparecer, si los monarcas Fernando VII o Carlos IV iban o no a volver al trono. El panorama era muy incierto. Sacar al virrey era entonces algo transitorio, a la espera de saber qué pasaba en la corona. Era una medida imprescindible a juicio tanto de criollos como de españoles para constituir un gobierno local que, sin abandonar la monarquía, diera satisfacción a las pretensiones de tipo económico y político. La Primera Junta de Gobierno no es la Primera Junta de la nación que no existía sino una reunión de diputados que no eran como los actuales, "de la Nación", sino apoderados o procuradores de las entidades soberanas que los habían elegido, las ciudades. La ciudad fue la primera forma de soberanía independiente en toda Hispanoamérica.
-¿Diría que fue una revolución porteña?

-No, fue un movimiento iniciado por los porteños que, posteriormente, lograron la adhesión de una parte de los hombres del interior. Ese apoyo se resiente sobre todo cuando, a partir de la dictadura del Primer Triunvirato, la política de los hombres que están en Buenos Aires se hace hiriente para muchos pueblos del interior.

-Pero en Córdoba, la Revolución provoca una especie de contrarrevolución, ¿no?

-Sí, hay reacciones adversas tanto de quienes temen provocar la reacción española como de los que temen al poderío de Buenos Aires. Este es un fenómeno que se repite de Buenos Aires a México. El temor a lo que en palabras de la época se llamaba la Antigua Capital del Reino tiende a imponer sus criterios políticos al resto del territorio, los pueblos del interior, que resisten y temen esta supremacía.

-¿Usted coincide con la visión clásica que dice que el principal enfrentamiento ideológico era entre Saavedra y Moreno?

-No sé si el principal, pero sí existía ese fuerte enfrentamiento a partir de un estilo político realmente revolucionario. Aunque no sabemos qué hubiera sido Moreno si no hubiera desaparecido tan rápido. Un morenista como Monteagudo, diez años después, está de vuelta de las fantasías de 1810.

-¿Moreno sí era independientista?

-En los escritos de él están las dos versiones. En La Gaceta uno puede encontrar invocaciones de la autoridad de Fernando VII y párrafos que indican que posiblemente esas invocaciones eran como lo que se ha llamado "la máscara fernandista". Pero en muchos de los que invocaban la máscara de Fernando VII no se trataba de una máscara sino de una postura política real.

-¿Por qué razón en los Estados Unidos, con un territorio similar al del virreinato del Río de la Plata, se pudo constituir una nación y acá se desmembró en cuatro países?

-En Estados Unidos se formó primero una confederación y muy pocos años después se inauguró una nueva forma de Estado, el Estado federal. Es decir que se logró conciliar la pretensión de autonomía gobernada de cada Estado. Mientras que en el Río de la Plata se demonizó el concepto de confederación y los conflictos que esto originó duraron cuarenta años.

-¿Por qué en algunos textos, como el del Himno originario, figura el gentilicio argentino?

-Porque para hombres de Buenos Aires, aun en 1810, todo el territorio rioplatense era argentino en la medida en que dependía de Buenos Aires, no así para los del interior. Hay un trabajo mío que evalúa los artículos del Telégrafo Mercantil , el primer periódico rioplatense, donde la palabra argentinos es usada por algunos colaboradores porteños pero nunca por uno del interior. En 1831 en Corrientes, que era la más opositora a Buenos Aires, Pedro Ferré, el gobernador, acepta llamarse argentino. Pero esto sucede en la cúspide del liderazgo político. El pueblo argentino no va a existir hasta 1853.

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martes, 15 de junio de 2010

Ginzburg en defensa de la historia frente al relativismo

En su último libro, “El hilo y las huellas”, el italiano Carlo Ginzburg reivindica, a contracorriente, la posibilidad de reconstruir narrativamente el pasado a la par que analiza magistralmente los lazos entre lo verdadero, lo falso y lo ficticio
Por Alejandro Patat
LA NACION, 5 de junio de 2010


En “El hilo y las huellas. Lo verdadero, lo falso, lo ficticio” (editado en castellano por el Fondo de Cultura Económica), Carlo Ginzburg (Turín, 1939) decidió incursionar en el límite resbaladizo entre la narración histórica y la literaria. Pero lo hace a partir de una posición de combate, enfrentado de manera categórica al discurso escéptico y relativista de la historiografía posmoderna. El nudo a desentrañar es la ambigua relación entre la verdad, la falsedad y la verosimilitud. Este problema central le permite al autor entrar de lleno en algunas cuestiones conexas, que puedan intervenir directamente en el debate -sobre todo, metodológico- que domina la producción historiográfica hace más de medio siglo. En su libro se discute, entonces, acerca de la oposición entre novela y relato histórico, el pasaje de la historia político-militar decimonónica a la historia de las mentalidades y a la microhistoria, la diferencia entre pesquisa histórica e indagación judicial y la idea de historia como invención.

Ginzburg -que enseñó en Estados Unidos y hoy es docente de la Escuela Normal Superior de Pisa, la universidad italiana más prestigiosa en el ámbito de las humanidades- abre y cierra el libro con dos ensayos capitales: el primero, sobre el concepto de verdad; el último, sobre la representación de la realidad en la historia, con una consecuente reflexión acerca de las pruebas y probabilidades del discurso historiográfico. Esa disposición obliga a leer el volumen desde una perspectiva inequívoca: aquella que, en el clima pesimista del presente, reclama la efectiva posibilidad de la construcción y la reconstrucción histórica, las dos estrategias fundacionales de la disciplina.

Al inicio, el ensayista italiano repasa los procedimientos que, en el desarrollo de la historiografía occidental, acercaron el discurso histórico al discurso literario. La “enárgeia” fue para los griegos lo que la “evidentia” fue para los romanos: la vividez necesaria a todo relato sobre el pasado, basada en la acumulación de detalles y destinada a crear el efecto persuasivo de lo verdadero. A partir del siglo XVI, sin embargo, nace un discurso crítico, que pretende que la historia se base en fuentes y no se apoye en una estrategia retórica. Así como el riesgo mayor de la historiografía antigua fue la trampa de lo verosímil en lugar de lo verdadero, el riesgo mayor en la cultura moderna es la fragmentariedad, la discontinuidad y la incompletud de todo relato basado sobre restos y residuos del pasado.

En la conclusión del volumen, Ginzburg arremete contra la acusación más importante perpetrada contra la historia; es decir, su carácter narrativo y, por lo tanto, ficcional. En su opinión, el "núcleo fabulatorio" de la historia -como él mismo denomina la capacidad retórica de "sostener" el hilo de la narración sobre la base de las huellas que todo acto humano puede haber dejado tras de sí- no impide que la historia misma persiga una verdad "posible" y, sobre todo, "probable". La acusación, por otro lado, cuestiona a su vez la microhistoria en cuanto narración de la vida privada de un individuo.

Una diferencia sutil separa, por lo tanto, la novela histórica de la microhistoria: así como la primera se ocupa, en síntesis, del mundo inventado de las pasiones en el seno de un contexto recreado con rigor histórico o sin él, la segunda profundiza el mundo interior de un individuo a través de los testimonios contextuales. De allí que Ginzburg recuerde, casi provocativamente, que todo este debate no es nuevo, sino que tuvo su acta fundacional en 1850, en el famoso rechazo de la novela histórica por parte de Alessandro Manzoni, tras el éxito sorprendente de su novela Los novios , escrita entre 1823 y 1840. Manzoni, en efecto, renegó de la novela histórica en favor del relato histórico, pues, cuando la había escrito, no sospechaba que su obra habría de generar en Italia una moda literaria deleznable, que consistió en la producción desmesurada, salvo excepciones, de mediocres narraciones novelescas de hechos históricos.

En el cuerpo central de “El hilo y las huellas”, Ginzburg da espacio a la práctica del historiador. Aborda con agudeza distintas cuestiones: la conversión de los judíos de Menorca; un ensayo de Montaigne sobre los caníbales brasileños; un debate francés de 1647 acerca del valor histórico de los romances; una interpretación de Eric Hobsbawm; una nueva lectura de Erich Auerbach, lector, a su vez, de Voltaire; el desafío de Stendhal a los historiadores; problemas de inquisidores, brujas y chamanes. El último es, sin duda, el tema predilecto del autor desde su primer libro, “Los benandanti” (1966), hasta “El queso y los gusanos” (1976) e “Historia nocturna. Desciframiento del aquelarre” (1989), famosas obras maestras. Resulta particularmente iluminador el ensayo acerca de la microhistoria, en el que Ginzburg repasa, no sin modesta autocrítica, el origen y la finalidad de esta corriente historiográfica italiana, que discrepa con los postulados de la historia tradicional y de la historia de las mentalidades.

Dos observaciones finales. "El hilo y las huellas" se caracteriza por su monumental discusión con los más importantes historiadores del siglo: desde Benedetto Croce hasta Marc Bloch o Lucien Febvre, desde Jacques Le Goff y Georges Duby hasta Michel de Certeau, Hobsbawm o Ernst Gombrich. Esta inclinación "natural" de Ginzburg por el diálogo pone de manifiesto su capacidad de volar -de manera genuina y sin complejos de inferioridad- a gran altura, invitando al lector a pensar y repensar los grandes debates. La escritura académica sirve sólo como instrumento o apoyo a sus tesis y posiciones, que son muchas, variadas y en evolución. El hilo y las huellas es un libro imperdible sobre las ideas mayúsculas de la historia. La otra cuestión es la del estilo. Ginzburg tiende a una lengua precisa y cristalina, que obedece a una férrea lógica sintáctica y semántica. Pero aquello que caracteriza su prosa no es tanto su clarividencia como el montaje de cada ensayo. Cada uno de sus escritos procede por parágrafos sin subtítulos, en orden numérico, pensados como bloques interdependientes. Entre uno y otro, queda en suspenso casi siempre una pregunta o un vacío difícil de llenar. Es esa suspensión del sentido total -el lado oscuro de la historia, como la pantalla negra del cine- lo que fascina en su obra y obliga a una lectura atenta y, en términos de Umberto Eco, colaboradora. Es, justamente, lo que más lo acerca a la ficción, sin alejarlo nunca de la historia.
Para profundizar las cuestiones relativas a la construcción histórica, la narrativa y las relaciones entre literatura e historia:http://www.metahistorias.com.ar

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jueves, 27 de mayo de 2010

Eric Hobsbawm: "Es un error creer que la religión es un fenómeno destinado a desaparecer"

En Clarín, 24 de mayo de 2010

El gran historiador británico afirma que su presencia se percibe en especial entre los débiles y los pobres. Las implicancias de ese avance en el Islam y sus relaciones con el mundo contemporáneo.
A sus 93 años, Eric Hobsbawm es considerado el mayor historiador vivo y su obra -en especial sus estudios generales como “La era del capital” y “La era de la revolución”- son clásicos de la historiografía. Nacido en Egipto pero inglés por adopción, en los años '30 perteneció a un influyente grupo de jóvenes intelectuales marxistas no estalinistas y en su carrera nunca dejó de observar con especial atención la evolución de los movimientos obreros. El siguiente es su último ejercicio de análisis del estado actual de la política global.
El nacionalismo fue una fuerza motriz de los siglos XIX y XX. ¿Cuál es su lectura de la situación actual?

No hay duda de que, históricamente, el nacionalismo fue, en gran medida, parte del proceso de formación de los Estados modernos, que requerían una forma de legitimación diferente del tradicional Estado teocrático o dinástico. La idea original del nacionalismo fue la creación de Estados grandes y me parece que esta función unificadora y ampliadora fue muy importante. Un caso típico fue la Revolución francesa, donde en 1790 apareció la gente diciendo "ya no somos del delfinado o del sur, todos nosotros somos franceses". En una etapa posterior, a partir de la década de 1870, encuentras movimientos de grupos dentro del Estado a la búsqueda de sus propios Estados independientes. Esto, desde luego, produjo el wilsoniano momento de la autodeterminación, aunque por fortuna en 1918-1919 se corrigió hasta cierto punto por algo que desde entonces ha desaparecido por completo, es decir, por la protección de las minorías. Se reconoció que ninguno de estos nuevos Estados-nación era, de hecho, étnica o lingüísticamente homogéneo. Pero, después de la Segunda Guerra Mundial, la debilidad de los acuerdos existentes fue abordada no sólo por los rojos, sino por todo el mundo, con la deliberada y forzosa creación de la hegemonía étnica. Esto trajo una enorme cantidad de sufrimiento y crueldad y, a largo plazo, tampoco funcionó. Sin embargo, hasta ese período, ese nacionalismo de tipo separatista operaba razonablemente bien. Se vio reforzado después de la Segunda Guerra Mundial por la descolonización, que por su naturaleza creó más Estados; y fue reafirmado aún más a finales del siglo por el colapso del imperio soviético, que también creó nuevos mini-Estados separados, incluidos muchos que, como en las colonias, realmente no habían querido separarse y para los cuales la independencia vino impuesta por la fuerza de la historia. Creo, por otro lado, que la función de los Estados pequeños, separatistas, que se han multiplicado tremendamente desde 1945, ha cambiado. Una razón de ello es que ahora se los reconoce como existentes. Antes de la Segunda Guerra Mundial, mini-Estados como Andorra, Luxemburgo y todos los demás no estaban reconocidos como parte del sistema internacional, excepto por los coleccionistas de sellos. La idea de que todas las unidades políticas existentes, hasta llegar a la Ciudad del Vaticano, son ahora un Estado y potencialmente un miembro de Naciones Unidas es nueva. También está bastante claro que, en términos de poder, estos Estados no son capaces de desempeñar el papel de los Estados tradicionales, no poseen capacidad para hacer la guerra a otros Estados. Se han convertido, como mucho, en paraísos fiscales o bases secundarias para decisores transnacionales. Islandia es un buen ejemplo; Escocia no está muy lejos. La base del nacionalismo ya no es la función histórica de crear una nación como un Estado-nación. Ya no es, por así decir, un eslogan demasiado convincente. En otro momento pudo ser eficaz como medio para crear comunidades y organizarlas contra otras unidades políticas o económicas, pero hoy el elemento xenófobo en el nacionalismo es cada vez más importante. Las causas de la xenofobia son ahora mucho mayores de lo que lo eran antes. Es cultural más que política -ahí está el auge del nacionalismo inglés o escocés de los últimos años-, pero no por eso menos peligrosa.

¿No incluía el fascismo esas formas de xenofobia?

En cierto sentido, el fascismo era todavía parte de una corriente para crear grandes naciones. No hay duda de que el fascismo italiano fue un gran salto adelante para convertir a los calabreses y umbrienses en italianos; e incluso en Alemania no lo fue hasta 1934 cuando los alemanes pudieron ser definidos como alemanes y no como germanos porque eran suevos, francos o sajones. Ciertamente, el fascismo alemán y el de Europa Central y del Este estaban apasionadamente en contra de los extranjeros -principalmente, pero no sólo-, contra los judíos. Y, por supuesto, el fascismo proporcionaba pocas garantías contra los instintos xenófobos. Una de las enormes ventajas de los viejos movimientos obreros era que ellos sí proporcionaban esa garantía. Esto quedó claro en Sudáfrica: si no llega a ser por el compromiso con la igualdad y la no discriminación de las organizaciones de la izquierda tradicional, la tentación de venganza sobre los afrikaners hubiera sido mucho más difícil de resistir.

¿Las dinámicas separatistas y xenófobas del nacionalismo operan ahora en los márgenes de la política mundial más que en el centro?

Sí, creo que es probable que eso sea cierto, aunque hay áreas como el sureste de Europa donde ha hecho una gran cantidad de daño. Desde luego, todavía el nacionalismo -o el patriotismo o la identificación con un pueblo específico, no necesariamente definido étnicamente- es un enorme activo para otorgar legitimidad a los gobiernos. Éste es el caso de China. Uno de los problemas de India es que ellos no tienen nada parecido a eso. Obviamente, Estados Unidos no puede basarse en la unidad étnica, pero sin duda tiene fuertes sentimientos nacionalistas. En muchos de los Estados que funcionan correctamente esos sentimientos permanecen. Ésta es la razón por la que la emigración masiva crea más problemas en la actualidad.

Ahora que llega tanta gente nueva a Europa y a Estados Unidos, ¿cómo prevé el funcionamiento de las dinámicas sociales de la inmigración contemporánea? ¿Habrá un crisol europeo similar al estadounidense?

Pero en Estados Unidos el crisol dejó de serlo ya en los años sesenta. Además, a finales del siglo XX, la migración es muy diferente de la de periodos anteriores, principalmente porque emigrando ya no se rompen los lazos con el pasado hasta el mismo punto que antes. Puedes seguir viviendo en dos, posiblemente incluso en tres mundos al mismo tiempo, e identificarte con dos o tres lugares diferentes. Puedes seguir siendo guatemalteco mientras estás en Estados Unidos. También hay situaciones, como en la UE, donde de facto la inmigración no crea la posibilidad de asimilación. Un polaco que llega al Reino Unidos no se supone que sea otra cosa que un polaco que viene a trabajar. Esto es, desde luego, nuevo y por completo diferente de la experiencia, por ejemplo, de la gente de mi generación -la de los emigrados políticos, aunque yo no fuera uno de ellos-, en la que tu familia era británica, pero culturalmente uno nunca dejaba de ser austríaco o alemán, y sin embargo, a pesar de todo, uno pensaba que debía ser inglés. Incluso cuando regresaban a sus países, no era lo mismo, el centro de gravedad había cambiado. Creo que es esencial mantener las reglas básicas de la asimilación; que los ciudadanos de un determinado país deberían comportarse de determinada manera y tener determinados derechos, que éstos deberían definirlos y que ello no debería quedar debilitado por argumentos multiculturales. Francia, a pesar de todo, había integrado a tantos de sus inmigrantes extranjeros como Estados Unidos, en términos relativos, y ciertamente la relación entre los locales y los antiguos inmigrantes es aún mejor ahí. Esto se debe a que los valores de la República francesa siguen siendo esencialmente igualitarios.

Hoy crece la opinión de que la religión ha regresado como una fuerza poderosa en un continente tras otro. ¿Cree que éste es un fenómeno de superficie más que de profundidad?

Es claro que la religión -como la ritualización de la vida, la creencia en la influencia de espíritus o entidades no materiales y, sobre todo, como un vínculo de unión de las comunidades- está tan extendida a lo largo de la historia que sería un error considerarla un fenómeno superficial o destinado a desaparecer; al menos entre los pobres y los débiles, que probablemente necesiten más sus consuelos y sus potenciales explicaciones de por qué las cosas son como son. Hay sistemas de gobierno, como el chino, que, a efectos prácticos, carecen de cualquier cosa que equivalga a lo que nosotros consideraríamos como religión. Ellos demuestran que eso es posible, pero creo que uno de los errores de los movimientos socialistas y comunistas tradicionales fue intentar extirpar violentamente la religión en tiempos donde podría haber sido mejor no hacerlo. Después de la caída de Mussolini en Italia, uno de los cambios más interesantes llegó cuando Togliatti dejó de discriminar a los católicos practicantes: hizo bien en hacerlo. De otra manera no hubiera logrado que el 14 por ciento de las amas de casa votasen a los comunistas en los años cuarenta. Esto cambió el carácter del Partido Comunista Italiano, que pasó de ser un partido leninista de vanguardia a un partido de clases de masas o un partido popular. Por otra parte, es cierto que la religión ha dejado de ser el lenguaje universal del discurso público y, en esa medida, la secularización ha sido un fenómeno global, aun cuando sólo haya debilitado a la religión organizada en algunas partes del mundo. En Europa todavía sigue haciéndolo; por qué no ha ocurrido esto en Estados Unidos no está tan claro, pero no hay duda de que la secularización se ha impuesto en gran medida entre los intelectuales y otros que no la necesitan. Para la gente que continúa siendo religiosa, el hecho de que ahora haya dos lenguajes para el discurso produce una cierta clase de esquizofrenia que se puede ver bastante a menudo, por ejemplo, en los judíos fundamentalistas de Cisjordania: creen en lo que son tonterías patentes, pero trabajan como expertos en tecnologías de la información. El actual movimiento islámico está compuesto en gran parte por jóvenes tecnólogos y técnicos de esta clase. Las prácticas religiosas, sin duda, cambiarán sustancialmente. El que ello vaya a producir una mayor secularización no está claro. Desde luego, el declive de las ideologías de la Ilustración ha dejado mucho más espacio para las políticas religiosas y para versiones religiosas del nacionalismo, pero no creo que haya habido un gran avance de todas las religiones. Muchas van cuesta abajo. El catolicismo romano está luchando con mucha energía, incluso en América Latina, contra el auge de las sectas protestantes evangélicas, y estoy seguro de que se mantiene en Africa sólo por las concesiones a las costumbres y hábitos locales. Las sectas protestantes evangélicas están creciendo, pero no está claro hasta qué punto son algo más que una pequeña minoría de los sectores socialmente en ascenso, como fueron los inconformistas en Inglaterra. Tampoco está claro que el fundamentalismo judío, que hace tanto daño en Israel, sea un fenómeno de masas. La única excepción a esta tendencia es el Islam, que ha continuado expandiéndose sin que haya habido ninguna actividad misionera efectiva durante los siglos pasados. Dentro del Islam no está claro si tendencias como el actual movimiento para restaurar el califato representan algo más que a una minoría militante. De cualquier forma, me parece que el Islam tiene grandes activos que le permitirán continuar creciendo, principalmente porque da a la gente pobre la sensación de que son tan buenos como cualquiera y de que todos los musulmanes son iguales.

¿No se podría decir lo mismo del Cristianismo?

Pero un cristiano no cree que él sea tan bueno como cualquier otro cristiano. Dudo que los cristianos negros crean que ellos son tan buenos como los colonizadores cristianos, mientras que los musulmanes negros sí lo creen. La estructura del Islam es más igualitaria y el elemento militante es más fuerte. Recuerdo haber leído que los comerciantes de esclavos en Brasil dejaron de importar esclavos musulmanes porque se rebelaban continuamente. Desde nuestra posición, este atractivo tiene considerables peligros: en alguna medida, el Islam hace a los pobres menos receptivos a otros llamamientos a favor de la igualdad. En el mundo musulmán, los progresistas sabían desde el principio que no había manera de alejar a las masas del Islam; incluso en Turquía tuvieron que llegar a alguna clase de modus vivendi, probablemente el único lugar donde esto se produjo de manera satisfactoria. En otros sitios, el auge de la religión como un elemento de la política, de la política nacionalista, ha sido en extremo peligroso.

La ciencia era parte central de la cultura de la izquierda antes de la Segunda Guerra Mundial, pero luego desapareció como elemento dirigente del pensamiento marxista o socialista. ¿Cree que los temas ambientales pueden provocar la reincorporación de la ciencia a la política radical?

Estoy seguro de que los movimientos radicales estarán interesados por la ciencia. Las preocupaciones ambientales y de otro tipo producen sólidas razones para contrarrestar la huida de la ciencia y de la aproximación racional a los problemas que se generalizó bastante durante los años setenta y ochenta. Pero, con respecto a los propios científicos, no creo que suceda. A diferencia de los científicos sociales, no hay nada que una a los científicos naturales con la política. Históricamente hablando, en la mayoría de los casos han permanecido apolíticos o tenían los estándares políticos de su respectiva clase. Hay excepciones, por ejemplo, entre la juventud a principios del siglo XIX en Francia y muy notablemente en las décadas de los años treinta y cuarenta. Pero éstos son casos especiales debidos al reconocimiento de los propios científicos de que su trabajo estaba siendo cada vez más esencial para la sociedad, pero que la sociedad no se daba cuenta. En el siglo XX la física fue el centro del desarrollo, mientras que en el siglo XXI lo es la biología. Al estar más cerca de la vida humana puede haber un elemento de politización mayor, pero ciertamente hay un factor que lo contrarresta: cada vez más los científicos han sido integrados en el sistema capitalista, tanto los individuos como las organizaciones. Hace cuarenta años hubiera resultado impensable hablar de patentar un gen. Hoy uno patenta un gen con la esperanza de hacerse millonario, y eso ha alejado a un nutrido grupo de científicos de la política de izquierda. Lo único que todavía puede politizarlos es la lucha contra gobiernos dictatoriales o autoritarios que interfieran en su trabajo. Desde luego, el medio ambiente es un tema que puede mantener movilizado a un cierto número de científicos. Si hay un desarrollo masivo de campañas alrededor del cambio climático, entonces los expertos se encontrarán comprometidos, principalmente contra ignorantes y reaccionarios. Por eso no está todo perdido.

Si debiera escoger temas o campos aún sin explorar que presenten desafíos para futuros historiadores, ¿cuáles elegiría?

El gran problema es uno muy general. En virtud de los estándares paleontológicos, la especie humana ha transformado su existencia a una velocidad asombrosa, pero el grado de cambio ha variado enormemente. Algunas veces se ha movido muy despacio, algunas veces muy deprisa, algunas de manera controlada, otras no. Claramente, esto implica un creciente control sobre la naturaleza, pero no deberíamos afirmar que sabemos adónde nos conduce. Los marxistas se han centrado correctamente sobre los cambios en el modo de producción y sus relaciones sociales como los generadores del cambio histórico. Sin embargo, si pensamos en términos de cómo "los hombres hacen su propia historia", la gran pregunta es ésta: históricamente, las comunidades y los sistemas sociales han apuntado hacia la estabilización y la reproducción, creando mecanismos capaces de mantener a raya saltos perturbadores hacia lo desconocido. La resistencia contra la imposición del cambio desde afuera es todavía un factor importante de la política mundial actual.
¿Cómo, entonces, unos seres humanos y unas sociedades estructuradas para resistir el desarrollo dinámico aceptan un modo de producción cuya esencia es su interminable e impredecible desarrollo dinámico? Los historiadores marxistas podrían investigar con provecho el funcionamiento de esta contradicción básica entre los mecanismos que traen el cambio y los preparados para resistirlo.



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jueves, 6 de mayo de 2010

El espejo lejano del primer Centenario

por Luis Alberto Romero

Publicado en Ñ, 25 de abril de 2010

Como todos los grandes aniversarios, los Centenarios provocan en los ciudadanos una pregunta y un desafío: qué hicimos y qué podemos hacer. Para el historiador, son además momentos privilegiados para comparar cómo han cambiado las miradas de la sociedad sobre sí misma. Frente al espejo del Centenario aparecen sus valores, sus balances y sus expectativas. Ciudadano e historiador, quiero tratar de entender cómo se miraban en su espejo los argentinos de 1910 y compararlo con nuestras miradas de hoy. Voy a centrarme en tres cuestiones: el Estado, la República y la Nación. Me temo que la comparación no ha de ser alentadora.

La mirada del Centenario

Coloquémonos primero en 1910. Fue el momento de un balance maduro, con mucho optimismo, pero también con dudas y temores. Los optimistas veían en el siglo transcurrido la progresiva realización de un logro magnífico. Parecían lejanas las luchas por la construcción del Estado: las guerras civiles, que jalonadas por pactos efímeros, se prolongaron hasta 1880. En 1910 el Estado estaba sólidamente afirmado, no había guerras interiores, las fronteras estaban definidas, y sus principales instituciones –el ejército, la escuela pública, el correo, entre otras– funcionaban eficientemente. A través de ellas el Estado pudo modelar un país pujante, impulsado por la inmigración, el crecimiento agrario y el comercio exterior. Era una época de confianza en la capacidad del Estado para dirigir y orientar todo, e inclusive para regular los conflictos.

Desde 1810 nadie dudó de que la Argentina sería una república, pero construir sus instituciones fue tarea ardua. A mediados de siglo, Alberdi habló de una "república posible", con instituciones fuertes, amplias libertades y pocos ciudadanos. Faltaba la democracia, que completaría la "república verdadera", y hacia allí marchó la ley electoral de 1912, la ley Sáenz Peña, producto legítimo del reformismo del Centenario.

Tampoco había dudas en el Centenario de que la Argentina era ya una nación. Bartolomé Mitre dijo que lo era desde 1810, pero eso no era completamente exacto. La nación, concebida gradualmente por intelectuales y políticos, sólo arraigó en las conciencias cuando el Estado la hizo suya, y le dio forma y contenido. La tarea era complicada en el escenario babélico de la inmigración masiva. Pero en 1910 estaban sentadas las bases de una nacionalidad, gracias sobre todo a la tenaz acción de la escuela pública. La nacionalidad de 1910 era plural, tolerante y liberal, no excluía a nadie y ponía en primer término las ideas de ley y patria.

A los pesimistas les preocupaba, en primer lugar, la cuestión social, es decir, el desarrollo de la conflictividad laboral. Algunos creyeron que sólo era posible la represión, pero la mayoría confió en las reformas, por ejemplo un Código del Trabajo que legalizara y regulara la acción sindical. También los preocupaba que la nacionalidad fuera insuficiente y querían reforzar la conciencia y la unidad del llamado ser nacional, lo que originó inacabables discusiones sobre su definición.

Optimistas y pesimistas expresaban dos perspectivas que, aunque opuestas, tenían un punto de coincidencia: la posibilidad de la reforma, del mejoramiento de una realidad perfectible, y la confianza en la potencia de quien podía realizar esas reformas: el Estado.

El Bicentenario
Ubicados en el Bicentenario, es difícil trazar un balance único. En el siglo hubo dos Argentinas diferentes, separadas por la profunda brecha de los años setenta. Una, próspera, integrada y conflictiva; la otra, empobrecida, segmentada pero que, paradójicamente, intentaba construir una democracia republicana.

Veamos la primera. Muchos la conocimos, pero ya no existe más. Hasta los años setenta, la Argentina fue vital y conflictiva. Tuvo una economía relativamente próspera, capaz por ejemplo de asegurar un empleo a los sucesivos contingentes migratorios. Su sociedad fue dinámica, móvil e integrativa, y en general los hijos estuvieron mejor que los padres, ya fuera en educación, en empleos e ingresos. También fue una sociedad conflictiva. Algunos de esos conflictos tuvieron que ver con el acelerado proceso de incorporación social, como ocurrió en el origen del peronismo. Otros, en cambio, se explican por las características del Estado y su relación con las diferentes corporaciones de intereses.

Aquella Argentina tuvo un Estado activo y potente, que intervino de manera creciente para regular y arbitrar en los conflictos de una sociedad cada vez más compleja. Al hacerlo, desarrolló también una gran capacidad para conceder franquicias, privilegios o, lisa y llanamente, prebendas. Una característica de aquella sociedad fue que cada uno –obrero, empresario, profesional, docente, sacerdote o militar– trató de encuadrarse en una corporación, aguerrida y combatiente, para arrancar al Estado algún privilegio o beneficio especial. En ese diálogo, el Estado potente fue progresivamente colonizado por las corporaciones, perdió su autonomía y se convirtió en el campo de combate y a la vez en su botín, hasta llegar al paroxismo de los tempranos años setenta.

Con respecto a la república y a la democracia, la sociedad integrada y móvil produjo una ciudadanía informada, activa y participativa, que protagonizó en la primera mitad del siglo XX dos ciclos definidamente democráticos: el radical y el peronista. En los dos casos se trató de una cierta variedad de democracia: de líder, plebiscitaria, fuertemente unanimista y escasamente republicana. Tanto el radicalismo como el peronismo se presentaron como la expresión de la nación y el pueblo. El presidente, depositario de la voluntad del pueblo, no se consideraba atado por los otros poderes de la república. Los adversarios del movimiento eran, en realidad, enemigos del pueblo y de la nación. Uno de los resultados de esta práctica democrática singular fue una vida política facciosa, intolerante e inestable. Los militares aprovecharon los conflictos de la democracia para proponer la alternativa de la dictadura, de formas cada vez más terribles.

Uno de los productos más característicos de la Argentina vital fue un nacionalismo robusto y aguerrido, construido sobre la idea de la unidad y la homogeneidad de una nación, que sin embargo debía ser definida. Quien impusiera su definición del ser nacional podía decidir quién pertenecía auténticamente y quién quedaba en los márgenes de la nación. La tarea convocó a poderosos enunciadores: el Ejército, la Iglesia católica, las fuerzas políticas nacionales y populares. Cada uno tuvo su idea de la nación, pero todas tenían ese rasgo común de la exclusión del otro, y entre todas dieron forma a un nacionalismo agresivo e intolerante, soberbio y paranoico. Su expresión más terrible fue la guerra de Malvinas, en 1982, y la multitud congregada en la plaza de Mayo, aclamando al dictador nacionalista.

La Argentina de hoy
La última dictadura militar potenció al extremo los conflictos y las malas pasiones de aquella Argentina. A la vez, su manera de enfrentarlos inició la construcción de la nueva Argentina, la que hoy nos toca vivir. Se trata de una Argentina decadente. En las últimas tres décadas el país cambió completamente. Se destruyó su antigua economía, ciertamente ineficaz, pero el surgimiento de lo nuevo apenas se vislumbra. La consecuencia ha sido un empobrecimiento general y una formidable redistribución regresiva del ingreso. En la gran transformación hubo algunos grandes beneficiados y una masa de afectados, sumergidos en la desocupación y en la miseria. Hoy la sociedad argentina está fragmentada, segmentada y cada vez pesan menos las clases medias que supieron caracterizarla.

En ese contexto social, tan poco adecuado para la formación de ciudadanos y de ciudadanía, la Argentina hizo su intento más sistemático y voluntarioso de construcción de una democracia republicana, como nunca conoció anteriormente: liberal, pluralista, republicana, basada en la ley, los derechos humanos y la discusión racional. Esa fue la ilusión de 1983. En la democracia realmente existente que tenemos desde los noventa llama la atención la reaparición de modelos de gestión política y estatal familiares en otras épocas. La democracia republicana se ha ido convirtiendo cada vez más en una democracia delegativa, según la fórmula de Guillermo O'Donnell. También reaparece el argumento plebiscitario –aunque las plazas unánimes y espontáneas sean raras– y junto con él, la execración del otro. Finalmente, reaparece una figura mucho más antigua: la de los gobiernos electores, que combinando presión y dádivas pueden construir los resultados comiciales.

Pero la clave está en el Estado. La reforma estatal se viene desarrollando sin solución de continuidad desde 1976, con la sola excepción de los años de Alfonsín. Consistió casi exclusivamente en destruirlo, con justificaciones tanto liberales como estatistas. Para achicar el déficit, se redujeron sus funciones sociales, como la educación, la salud y la seguridad, agudizando la pobreza. Para beneficiar a los más fuertes –los ganadores de la gran crisis– se redujo al mínimo su capacidad de control, achicando o destruyendo oficinas estatales. Pero se mantuvieron las prácticas prebendarias, que permanecen, aunque los beneficiarios se van alternando. El resultado ha sido un Estado incapacitado de desarrollar políticas sostenidas. Para quienes lo gobiernan, es hoy como un automóvil sin acelerador, freno ni volante; una herramienta inservible y hasta peligrosa que como un televisor viejo, sólo funciona con golpes de autoridad, de resultados imprevisibles.

Un balance
En 2001 se produjo una espectacular crisis, y después tuvimos una inesperada ola de prosperidad. Esta no ha concurrido a disolver el núcleo de miseria, que ya crece con lógica propia. Allí está la base de una sociedad escindida en dos mundos, que viven un conflicto cotidianamente escenificado en las calles. Si esto puede revertirse, sólo lo puede hacer el Estado.

¿Qué estado? ¿Con qué régimen político? ¿En nombre de qué nación? En torno de estas cuestiones se plantean los desafíos del Bicentenario. Algo va quedando claro: en lugar del consenso amplio de 1983, hay frente a cada cuestión dos opciones, más o menos claramente planteadas. Respecto de la República, para unos es un estorbo, y la solución está en achicarla y concentrar el poder en su vértice, apelando a la eficiencia y la legitimidad plebiscitaria. Para otros, el problema está en la discusión, la negociación y la elaboración de proyectos colectivos, lo que requiere fortalecer la Justicia y el Congreso.

Estos también sostienen que es necesario reconstruir el Estado. Liberarlo de la colonización corporativa y las prácticas prebendarias. Devolverle su potencia, dotarlo de las agencias que lo conviertan en maquinaria eficaz de las directivas del gobierno. Esta propuesta no tiene objetores de fondo sino enemigos de retaguardia, solapados. Son los que corrompen la porción del Estado que les afecta, mediante el prebendarismo o el clientelismo político. O los que destruyen las agencias molestas, las pocas que sobrevivieron a los vendavales de la dictadura y de los noventa.

Sin desconocer la importancia de la cuestión republicana, diría que el meollo del desafío de la hora está en la reconstrucción de un Estado capaz de pensar políticas estatales o políticas nacionales. Un Estado como el que tenían los hombres del Centenario, aunque ciertamente los problemas que ellos enfrentaban eran mucho más sencillos.
Esa me parece la lección que se desprende de mirar la Argentina del Bicentenario en el espejo, hoy un poco lejano, de su primer Centenario.

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